Mi gran odisea griega, de Mary Norris (Cleveland, 1952), es uno de los relatos más gratificantes que he leído de una gran pasión. El libro sigue las huellas de décadas de obsesión con Grecia, con su lengua (moderna y antigua), su literatura, sus mitologías, su gente, sus lugares, su comida y sus monumentos, con un enfrascamiento que no flaquea nunca ni malgasta en ningún momento la atención del lector.
Norris es la famosa correctora del New Yorker que hace unos años escribió Between You& Me: Confessionsof a Comma Queen [Entre usted yo: Confesiones de una ‘reina de la coma’]. Esta crónica igualmente apasionada de su relación con la puntuación ofreció al público una muestra de su noble predilección por saber todo lo que hay que saber sobre un único tema. Si Isaiah Berlin estuviese vivo y pudiese leerlo, estoy segura de que habría considerado a Norris la candidata perfecta a ser incluida en la categoría de “erizo”, el término que el escritor empleaba para referirse a alguien que conoce algo hasta sus últimos detalles, por oposición al “zorro”, que se interesa por muchas cosas de manera superficial.
Durante un periodo de casi 40 años que ha incluido incontables viajes a Grecia, la experiencia de Norris con el país y todo lo griego nunca ha perdido su frescura. Se diría que la autora cree en su destino. De un modo extrañamente inquietante, parece que piensa que Grecia ha estado ahí desde su juventud para salvarla de sí misma.
Cuando era pequeña, en Cleveland, un hermano de Norris murió a los dos años, y ella creció sintiendo una culpabilidad irracional por su muerte. Uno de sus recuerdos más significativos es el de un curso de Mitología Griega en la universidad que, por algún motivo, la liberó de su angustia y le proporcionó los recursos para dejar “la infancia y empezar la vida de una mujer”. Este anhelo por la magia del Mundo Antiguo reapareció años después, cuando, mientras seguía un curso sobre tragedia griega en Columbia, se convenció de que todo lo que leía en clase “ponía sus propios problemas en perspectiva”. Al final del libro, Norris visita el famoso monasterio de Dafni, en el que hay un mosaico con una representación de Cristo especialmente magnífica. Si en algún momento su pasión por Grecia y lo griego parece alcanzar el clímax, es este. El efecto que le causó el mosaico rozó el milagro. “Desde entonces, mi gratitud me ha convertido en una persona con la que es más fácil convivir”, afirma.
La irreverente reverencia de Norris por lo griego hace sentir al lector en presencia de una viajera cuya autoridad emana de la experiencia
La autora tenía casi 30 años cuando hizo su primer viaje a Grecia. Volvió a casa perdidamente enamorada y se sumergió en el océano de obras sobre el país helénico disponibles en Nueva York. “En los años siguientes pasaba del griego moderno al griego antiguo, empapándome de la lengua moderna antes de un viaje y regresando a la antigua al volver a casa”. En un momento dado llegó a mudarse a Astoria, el barrio grecoamericano de Queens, donde se zambulló entre griegos vivos, de manera que las horas que pasaba fuera de la oficina y no estaba durmiendo, se encontraba rodeada bien por el demótico de la calle, bien por la lengua de Tucídides en su sillón.
En una breve disquisición sobre el desarrollo del lenguaje escrito en el griego antiguo, Norris explica que los griegos escribían las palabras sin dejar espacios: SIMPLEMENTEIMAGÍNENSEQUE… Los espacios fueron “un gran salto adelante”, como lo fue el invento de su querida coma –cuyo nombre viene del griego komma– ideada para hacer más comprensible el significado. Norris también hace la interesante observación de que, con la llegada de las redes sociales y las publicaciones en internet, da la sensación de que estamos volviendo a aquellos lejanos tiempos al sustituir “el pasar páginas cosidas entre dos cubiertas” por el deslizar pantallas, y prescindiendo de las vocales, “omitidas alegremente como si ocupasen demasiado espacio”. La autora llora los siglos de esfuerzo para desarrollar la puntuación en pro de una claridad cada vez mayor, hoy progresivamente abandonada en nuestra cultura contemporánea dominada por la ignorancia. Esta observación no es más que un recordatorio de lo que todos sabemos, pero aún así, me dejó estupefacta.
Dos amores en particular dominan Mi gran odisea griega: la Acrópolis y Homero. La autora vuelve sobre ambos tan religiosamente que a menudo concluye un pasaje sobre una o el otro con una nota humorística, para evitar, supongo, caer en el sentimentalismo o en la dramatización de sí misma. Norris cuenta que una de las cosas que más le gustan de Homero es el uso que el antiguo poeta hacía de los epítetos (empleados exclusivamente como rasgo identificador, no como término despectivo). “Atenea la de los ojos grises” le resulta especialmente atractivo porque ella tiene los ojos del mismo color. Su pasaje termina así: “El término que Homero elige para Atenea es glaucopis. Con mucho gusto me decantaría por el epíteto de la diosa, pero en el formulario para el carnet de conducir no hay ninguna casilla en la que se pueda marcar ‘glauco’ como color de ojos”.
El libro no está estructurado como una guía académica, sino como una exposición de la diversidad de vivencias griegas de su autora unidas por tramos de texto dedicados, por una parte, a los recuerdos de su vida familiar durante su infancia en la Cleveland irlandesa católica, y por otro, a su vida junto a su escritorio de correctora del New Yorker. La autora describe sus estudios con un tutor infinitamente “tolerante con su deseo de aprender esa lengua inmensamente compleja y un día bailar sobre una mesa imitando a Zorba el griego”. En conjunto, estos hilos confieren a la obra un tono que recuerda al de una niña (Norris tiene 67 años).
La irreverente reverencia de Norris por la historia de la lengua griega no solo es admirable, sino también conmovedora. Cuando dice que “el griego antiguo es como la Biblia (de biblos): crónicas del pasado que preservan aquello que los seres humanos más necesitamos saber”, el lector se siente en presencia de una viajera cuya autoridad emana de la experiencia vivida.
© New York Times Book Review