Cada año, la noche del 13 de febrero, los dresdenses se reúnen en plazas y calles para conmemorar el momento más dramático de la secular historia de la ciudad, el bombardeo aliado que en el epílogo de la Segunda Guerra Mundial se llevó la vida de entre 25.000 y 40.000 de sus habitantes. “Estuve allí el año pasado. Interpretan el Réquiem de Dresde, compuesto específicamente en 1947 y a las 21:45 todas las campanas de la ciudad empiezan a tañer, porque esa es la hora a la que empezaron a caer las bombas”, explica a El Cultural el escritor y crítico literario Sinclair McKay (Londres, 1967), que en su minucioso y vívido ensayo Dresde 1945. Fuego y oscuridad (Taurus) reconstruye multitud de testimonios que, como teselas de un mosaico, van formando la terrible imagen de lo que fue aquella terrible noche. “Al escuchar eso en la oscuridad de la plaza, uno no puede evitar mirar hacia el cielo esperando ver las luces de los aviones. Así es como Dresde recuerda que el pasado solamente está a unos pasos”.
Capital de Sajonia desde finales del siglo XV, la ciudad se contó siempre entre las grandes urbes germanas y durante los siglos XVIII y XIX, y hasta principios del siglo XX, “era una ciudad muy abierta, cultural y cosmopolita, un gran centro cultural receptor de múltiples influencias florentinas, venecianas y barrocas que destacaba en todos los campos, especialmente la arquitectura y la música”, apunta McKay, que recrea al inicio de su texto este ambiente vibrante y creativo que llevó, por ejemplo al escritor Stefan Zweig a ir a vivir allí desde Viena para trabajar con Richard Strauss en la famosa ópera de la ciudad.
Pero todo esto cambió a partir de los años 30, con la llegada al poder del Partido Nazi. “Los nazis sabían que para controlar totalmente el país tenían que hacerse rápidamente con la cultura. Y en Dresde, como en el resto de Alemania, actuaron de forma muy eficaz”. Ya desde 1933 se perseguía en la ciudad lo que dio en llamarse arte degenerado, preludio de la famosa exposición homónima de 1937 inaugurada en Múnich, Y los escritores, dramaturgos y músicos judíos desparecieron de libros, partituras y escenarios.
Todas estas acciones fueron apoyadas por un régimen que desde un principio implantó la fuerza y el terror. “La Gestapo y el gobernador de la región, Martin Mutschmann, aplicaron una vigilancia opresiva con pinchazos telefónicos, censura del correo y encarcelamientos arbitrarios”, enumera McKay. “Y la vida de una población judía muy rica y procedente de todas partes de Europa se convirtió en el infierno que relatan los diarios del catedrático Viktor Klemperer, un documento de 2.000 páginas con anotaciones vergonzosamente detalladas, milagrosamente salvado de la censura, pues los judíos no podían escribir diarios”.
Una tragedia previsible
Pero a pesar de esta gris existencia, a comienzos de 1945 la ciudad podía considerarse afortunada. Lejos de los frentes de batalla por su privilegiada situación geográfica, a 150 km de Praga y muy cerca de la frontera polaca, más allá de ver reorientada su producción industrial hacia el conflicto, de la marcha de la mayoría de hombres al ejército y del lógico racionamiento, su población no había sentido en sus carnes la crudeza del conflicto bélico más destructivo de la historia. Y creían que seguiría siendo así. “El fin de la guerra parecía inminente y los bombardeos nunca habían llegado tan al este, así que la población imaginó que estaba a salvo”, reconoce McKay. “Mucha gente pensaba que se respetaría su ciudad por su belleza e incluso se rumoreaba que la abuela de Churchill había vivido ahí. Así que no construyeron refugios antibombardeo como sí se hizo en ciudades como Hamburgo, Berlín o Colonia. La población sólo tenía unas barricadas en sus sótanos para protegerse, pero nada más, algo que ellos mismos debían comprender que nunca sería suficiente”.
El optimismo de los dresdenses se mostraría trágicamente equivocado, pues como relata McKay, que detalla con profusión la planificación del ataque y la campaña de muchos militares aliados para conseguir dar luz verde al ataque, “desde 1942 la RFA había elaborado un mapa de la ciudad con los posibles objetivos de bombardeos, alrededor de unas cien fábricas que en aquel entonces se dedicaban a elaborar piezas bélicas y municiones”. Y entre ellas, claro estaba la capital sajona. “Los aliados sabían que era una de las bases manufactureras y un nudo ferroviario clave para el ejército alemán. Además, los soviéticos pidieron en la Conferencia de Yalta al resto de aliados que bombardearan la ciudad, algo que se planteó seriamente a comienzos de 1945”.
La tarde del 13 de febrero, 1.400 aviones partieron desde Inglaterra emprendiendo un vuelo de cuatro horas y medio y dejaron caer, en sucesivas oleadas que se prolongarían hasta el día 15 con apoyo de fuerzas estadounidenses, cerca de 4.000 toneladas de bombas altamente explosivas y dispositivos incendiarios, arrasando gran parte de la ciudad y desencadenando una tormenta de fuego que consumió su centro histórico. Pero más allá de los terribles datos, que cifran los muertos entre 25.000 y 40.000, menores que los de otros ataques como el de Hamburgo, el bombardeo sobre Dresde ha anidado en el subconsciente popular como paradigma de la destrucción y los horrores de la guerra.
“La ciudad no estaba preparada, no había defensas de ningún tipo, las armas antiaéreas, que debían manipular muchachos de 15 años, se habían trasladado al Frente Oriental. Además, la noche del bombardeo la ciudad estaba llena de refugiados que venían del Este huyendo del Ejército Rojo, y las calles estaban llenas de caballos, carretas, convoyes militares… La ciudad estaba en plena ebullición, era un caos", recrea McKay. "Y de pronto, comenzaron a sonar las sirenas. Los ciudadanos se metieron en sus, a la postre, mortíferos sótanos. Existen testimonios que relatan el horror del infierno de estar sentados en esos sótanos de ladrillo, desamparados, mientras caían las bombas. Y los cuerpos, por todas partes yaciendo… ¿Cómo puede digerir uno esto y funcionar tras esto?", se pregunta.
Un espectro insondable de vidas y voces
Ante la imposibilidad de narrar con palabras la destrucción y el terror que provocan las imágenes, McKay opta por dar voz a los protagonistas de aquellas fatídicas jornadas, a todos esos supervivientes que reconstruyeron sus vidas en esa nube de llamas y escombros plagada de cuerpos putrefactos y calcinados en los que quedó convertida en cuestión de horas la Florencia del Elba. “Lo que hace el relato del bombardeo tan sorprendente es que no trata solamente de la muerte, sino de la vida, y de cómo la vida siempre encuentra el camino para salir adelante”, comenta MacKay.
"Mucha gente comenzó a moverse por impulsos, buscando a sus parientes y amigos y buscando entre los cuerpos de forma frenética y a la vez desapasionada. Se movían a través de una ciudad enajenada y vacía que había sido literalmente arrasada, y la gente estaba desorientada porque con todo destruido no había puntos de referencia", explica el autor. "Pese a todo, empezaron a organizarse de nuevo, y eso es lo que a mí me parece increíble. A los tres días del bombardeo los trenes funcionaban de nuevo. Los relatos de los voluntarios demuestran una valentía heroica. El instinto de la gente fue en un primer momento ayudar y después restaurar cierto orden en ese caos anárquico".
A través de cientos de diarios, memorias manuscritas, cartas y relatos escritos por ancianos que entonces eran niños pequeños, conservados escrupulosamente en el archivo municipal de la ciudad, McKay recrea la noche del bombardeo, que fue como una pesadilla y lo peor, los días y semanas siguientes. "Existe un espectro tan grande de vidas y voces que es una historia insondable. Lo sorprendente es que no hay dos personas que recuerden algo de la misma manera, pero si lees suficientes relatos, empiezas a hacerte una idea, no sólo del terror impensable que se produjo esa noche, sino también de cómo se vivía justo antes. Qué se comía, a qué jugaban los niños, la forma en que los adultos pasaban la tarde escuchando la radio", retazos de una vida que se convirtió en cenizas.
"De lo que apenas hay testimonios es del trauma que se produjo en los años posteriores, porque en aquel entonces la gente no hablaba de ese tipo de cosas", reconoce McKay. "Uno pensaría que las 600.000 personas que presenciaron ese horror se verían acosadas por pesadillas durante el resto de su vida, pero si eso fue así nadie habló de ello". De hecho, el escritor Kurt Vonnegut, en aquel entonces un prisionero de guerra en la ciudad que vivió el bombardeo (el cual inspiró su famosa novela Matadero 5, pues estuvo encerrado en uno esa noche) y participó en lo que llamó la minería de cadáveres de los cuerpos momificados y calcinados, "fue preguntado en los 80 sobre ello, pero dijo que nunca, ni siquiera una vez, tuvo una pesadilla así. Quizá hay cosas tan terribles que ni siquiera entran en los sueños".
Atrapados en el totalitarismo
Punto de inflexión importante en el declive de un régimen moribundo, el bombardeo de Dresde aceleró la imparable caída del nazismo, que claudicaría tres meses después del ataque. Pero con la paz, no llegó la calma a la ciudad. Localizada dentro de la zona de ocupación soviética, germen de la futura RDA, Dresde pronto fue ocupada por el temido Ejército Rojo y sovietizada. “Cuando terminó la guerra, los soviéticos entraron en Dresde e instantáneamente pusieron carteles en ruso y comenzaron a enseñar su idioma en las escuelas. La gente pasó de un tipo de totalitarismo a otro de la noche a la mañana”, explica el escritor.
Pero, como apunta, había diferencias. "El régimen comunista era increíblemente opresivo, pero no tenía, pese a todo, esa violencia inherente al régimen nazi. Hubo mucha gente que recuperó su hogar y su trabajo, incluso los judíos, y es interesante ver que la mayoría de la gente, muchos brillantes en sus campos que podrían haber huido a Alemania Occidental en esos primeros años, decidió quedarse”. Y, muy lentamente, comenzó la reconstrucción de la ciudad, para McKay “realmente inspiradora. Los soviéticos no tenían tanto dinero como los aliados y edificios emblemáticos como el Palacio Zwinger, la Ópera o la Frauenkirche siguieron en ruinas durante años después de la guerra, incluso hasta principios de los años 80. Pero poco a poco fueron construyendo casas, necesidad vital porque Dresde perdió el 75% de las viviendas".
Hoy en día, sin embargo, el escritor defiende que "si uno no supiera nada de la historia de Dresde no deduciría que allí cayó una sola bomba. Hay lugares que se han reconstruido con detalle minucioso como el castillo, ahora un museo fantástico, e incluso los patios medievales", explica. "Pero la ciudad está llena de ecos de la historia. La conmemoración y los recuerdos están por todas partes sutilmente. No es mórbido pero está ahí, en estatuas, monumentos, bloques de escombro con letreros…".
Reconciliación hacia el futuro
Este espíritu de mantener la memoria es importante para McKay, que reconoce que aún hoy, 75 años después, el bombardeo "es algo que atormenta la imaginación de los británicos, pues durante años ha habido mucho debate sobre si era moral o no bombardear una ciudad tan bella y con tantos civiles inocentes". Los británicos plantean incluso si Dresde puede considerarse un crimen de guerra, pero en opinión del escritor esto es hacerle el juego a los extremistas de derecha alemanes, que "quieren establecer una equivalencia entre los nazis y los aliados, lo cual es muy peligroso, porque equiparar Dresde y el Holocausto es algo que ni siquiera se puede plantear. Fue simplemente una atrocidad".
Además, considera que el dilema que plantea la legitimidad del ataque sigue siendo un tema muy relevante a día de hoy, "porque en todo el mundo hay hoy lugares donde la población civil sigue sufriendo bombardeos. Y Dresde es, como en su día fue Guernica, que mostró al mundo lo que suponen este tipo de ataques, un símbolo, un emblema del horror y la inmoralidad que supone bombardear a la población inocente", defiende. "Hoy en día, la población de Dresde lo que quiere es reconciliarse. Cuando estuve allí, en aquel homenaje, una anciana sentada a mi lado se dio cuenta de que era inglés, y al ver las lágrimas en mis ojos se giró y me dijo: 'Esto también es por Coventry'. Su intención era crear lazos para evitar que en el futuro, nunca jamás se produzca algo así", concluye el autor.