Un crisol de emociones, y no todas hermosas, me pasaron por la cabeza en el momento de recibir este distinguido galardón.
Yo no soy un héroe. Soy un fraude. Me entregan una medalla por el valor de otro hombre. Declino.
No estoy en primera línea defendiendo a ultranza la verdad ni los derechos humanos. Yo no he sufrido por mis escritos. He sido ampliamente recompensado por ellos.
Tampoco me asemejaba a otros tres escritores que me precedieron en el estrado: Václav Havel, a quién conocí fugazmente y veneré, y el intrépido Roberto Saviano; ambos, cada cual a su manera, fueron mártires de su trabajo. Y Carsten Jensen, autor que describe los conflictos mundiales y comparte sus angustias.
Como seguía dudando sobre mi idoneidad, me bastó con escuchar el emotivo discurso pronunciado por Daniel Ellsberg en este mismo escenario hace justo un año. ¿Por qué nunca fui yo el que copió documentos secretos y detuvo una guerra?
Tuve que esperar hasta explorar la vida y obra de Olof Palme. Sólo entonces caí en su hechizo, coincidí con esa afinidad que Ellsberg había descrito con suma elocuencia, y me pareció posible que quizás yo no desentonara tanto, a fin de cuentas.
Leer a Palme, pensarle, le hace a uno preguntarse quién es. Y quién podría haber sido, pero nunca fue. Y dónde fue a parar la valentía moral cuando más se la necesitaba.
Uno se pregunta qué poder le impulsó (él que era un triunfador, de familia aristócrata, brillante discípulo de las mejores escuelas y el mejor regimiento de caballería) a abrazar desde los inicios de su carrera la causa de los explotados, los marginados, los infravalorados y los ignorados.
¿Hubo en algún momento de su juventud, como sucede en las vidas de otros hombres y mujeres de su calibre, un momento concreto en el que esa rabia interna y propósito silencioso tomaron forma?
Niño enfermizo donde los haya, fue educado mayoritariamente en casa. Se daba un aire solitario. Le molestaban los compañeros de clase: esos aires de que “de casta le viene al galgo”, ese desprecio para con las clases más bajas, por no hablar de sus ruidos, su vulgaridad y su tosquedad.
En mi caso así fue. Y a nadie es más fácil odiar que a una versión deleznable de uno mismo.
Graham Greene destacaba que un novelista necesita llevar un pedacito de hielo en el corazón.
¿Lo había acaso en el corazón de Palme? Quizá no fue novelista, pero en él había arte, y algo de actor tenía. Y él sabía que no se pueden afianzar las grandes causas sin poder político.
Y para el poder político, ahí sí se requiere ese poquito de hielo o algo más.
Estado Unidos no se tomó a la ligera por aquel entonces (no menos de lo que lo hace ahora) tener que rendir cuentas ante una nación a la consideraba de pacotilla.
Y Suecia era una nación de pacotilla particularmente irritante, por ser europea, articulada, culta, rica, y BLANCA.
Sin embargo, Palme adoraba resultar irritante. Le entusiasmaba. Disfrutaba siendo la voz externa, el que rechaza las categorías, el que ni siquiera debería estar en la sala. Eso sacaba lo mejor de él.
Y en ocasiones, debo admitir, me ocurre lo mismo a mí.
Ha llovido mucho desde aquellos catálogos que las inmobiliarias dejaban en mi buzón anunciando refugios subterráneos en el desierto de Nevada.
Se accedía a través de una choza en ruinas, diseñada para parecer un váter exterior abandonado. Un ascensor se te tragaba sesenta metros bajo tierra y allí te esperaba un apartamento de lujo, tu búnquer hasta que el Armagedón hubiera pasado y se pudieran restablecer los servicios con toda seguridad.
Y para cuando dieran luz verde y llegaras de nuevo arriba, al final de las escaleras mecánicas, los únicos que iban a quedar serían tus amigos ricos y los suizos.
Y yo me pregunto: ¿por qué la amenaza actual ante una guerra nuclear ni la notamos tan presente ni la sentimos tan aterradora como lo era en tiempos de Palme?
¿Es sólo porque la amenaza nuclear es tan omnipresente, difusa e irracional? ¿Corea del Norte? ¿Isis? ¿Irán? ¿Rusia? ¿China? ¿O es por la Casa Blanca de hoy en día, con sus evangelistas renacidos soñando con el Arrebatamiento de la Iglesia?
Mejor invertir nuestros temores existenciales en algo que entendamos: los incendios forestales, el deshielo de los icebergs y las incómodas verdades de Greta Thunberg.
No obstante, la Guerra Fría no fue en absoluto irracional. Se trataba de dos jugadores enfrentados uno a cada lado de un tablero de ajedrez nuclear. Y por mucho espionaje inteligente, nada sabían el uno del otro.
Intento imaginar cómo fue para Palme en aquel entonces: la diplomacia itinerante, razonar incansablemente con gente cerrada en sus posiciones y asustada de sus superiores.
Incluso yo, que era la mínima expresión de la vida del espía, incluso yo sabía de los planes de contingencia ante la declaración de una guerra nuclear.
Si estás en Berlín o en Bonn cuando te arrollan los tanques rusos, asegúrate de destruir tus archivos lo primero. ¿LO PRIMERO?¿Y qué era lo segundo?
Y dudo que hubieras tenido oportunidades más halagüeñas en Estocolmo.
En Berlín, en agosto de 1961, observo mientras los rollos de los alambres de pinchos rusos se despliegan por el Control en la Friedrichstrasse, el conocido Checkpoint Charlie. De manera intermitente en los días posteriores, veo como se va levantando el Muro, bloque a bloque de hormigón.
¿Acaso levanté un dedo? Nadie lo hizo.
Y quizá esa fue la peor parte: esa sensación de opresión que te causa tu propia irrelevancia.
Pero Palme se negaba a ser irrelevante. Se hacía escuchar siempre (¡caiga quien caiga! y quizás al final así fue).
Estamos en octubre de 1962 y los tiempos de la crisis en Cuba. Soy un joven diplomático en la Embajada Británica en Bonn y me acabo de trasladar junto al Rin. Unos decoradores alemanes me están pintando las paredes. El otoño es soleado y si no recuerdo mal debía de estar de baja porque estoy sentado en el jardín, escribiendo.
El barullo del transistor de los operarios se confunde con el ruido de las barcazas al pasar, hasta que de repente la radio grita a pleno pulmón la noticia del ultimátum de Kennedy a Khrushchev: “Retire sus misiles, Sr. Presidente, o su país y el mío estarán en guerra” –o algo así.
Los pintores se excusan educadamente, lavan sus brochas y se van a casa con sus familias para cuando se acabe el mundo.
Me dirijo a la embajada por si hay algo que yo pueda hacer. No lo hay. Así que me vuelvo a casa y continúo escribiendo El espía que surgió del frío.
Así que, ¿qué hacía Palme mientras la flota soviética continuaba su camino hacia Cuba y el mundo esperaba sin poder ni tragar hasta ver quién pestañeaba primero?
A falta de confirmación, me lo imaginaba yo sentado con la cabeza sobre las manos en algún lugar solitario, desesperándose. Menudo fracaso de pacificador. Mis mediaciones han sido en vano. Si se acaba el mundo, será culpa mía y solo mía.
Pero él no tenía tiempo para todo eso. Estaba en Estocolmo, haciendo presión para conseguir una reforma educativa, aumentando el presupuesto de ayuda internacional de Suecia e intentando restablecer la normalidad después de que StigWennerström, oficial sueco sénior en el ejército del aire, fuera destapado como espía soviético.
Y eso es algo demasiado fácil de olvidar acerca de Palme. Él, el diplomático por y para la paz mundial y el desarmamiento nuclear, ¡tenía un país que dirigir!
¿Espías? ¿Palme? Se ha hablado mucho de ello.
De joven ya empezó en la inteligencia sueca; había adquirido un gusto temprano por las artes negras y eso le acompañó durante el resto de su carrera política.
¿Y quién le culparía? Cuando te estás defendiendo ante la docena de frentes que tienes abiertos en casa; cuando asistes por las noches a reuniones de tediosos comités; cuando una pandilla de hooligans de ultra derecha se dedica a quemar tu efigie por las calles y a tirar dardos contra una imagen de tu cara… ¿qué mayor alivio que acomodarse tranquilamente con tus espías y entregarte a los consuelos de la intriga?
No me sorprende lo más mínimo que, mientras se vilipendiaba a los norteamericanos por la Guerra del Vietnam, Palme el pragmático estuviera leyendo informes secretos de la inteligencia norteamericana.
Al fin y al cabo, tenía un país al que proteger.
Palme nunca vio el fin de la Guerra Fría, pero vivió sus peores años. Y cuando se acercaba al final de su vida, todo aquello había dejado huella: irritación, distracción, impaciencia, fatiga de combate. Basta con mirar sus últimas fotografías para detectar esas señales.
Basta con escuchar la ira apenas controlada que le quebraba la voz cuando leyó públicamente su declaración sobre el bombardeo de Hanoi. Me parece oír el nerviosismo de sus asesores, rogándole que no pronunciase la palabra prohibida, la que empezaba por ge: genocidio.
Te agotan, esos guerreros nucleares norteamericanos. Yo tengo un recuerdo particularmente desagradable (y quizás también lo fue para Palme) de los veintitantos analistas de Defensa del gobierno norteamericano que vivían a base de música rock y Coca-Cola mientras calculaban hasta el último medio millón, o sea cuántos de nosotros quedaríamos reducidos a cenizas en un primer ataque.
Lo que me pudo fueron esos aires de superioridad, ese pensar “yo sé mejor que tú cómo vas a morir”. Cómo me iban a gustar… ¿Tenía Palme negocios entre manos con sus homólogos rusos? Supongo que eran más de lo mismo.
Y a veces era la pura decencia y las buenas maneras de los guerreros de élite de Washington lo que me podía. Hombres de familia, hombres buenos, que yo recuerde. Personas realmente decentes: fútbol con sus hijos todos los sábados, misa los domingos. Conocí a unos pocos. Igual que Palme, estoy seguro.
Veamos, algo de insomnio tuvieron, y así lo admiten. Alguna crisis nerviosa de vez en cuando, algún matrimonio extraño que se acabó rompiendo. Y los hijos traumatizados por lo que cazaban al vuelo en las conversaciones a la mesa, aunque eso era sólo un descuido parental.
Y Palme el resuelto, el no-combatiente, se paseaba entre ellos. Con educación. De abogado en abogado. De hombre en hombre. Y sobre todo que no se mencione la palabra empezada por ge, genocidio.
Mientras continúo leyendo sobre la vida de Palme, mientras continúo pensando en ella, la sensación de afinidad se vuelve posesiva. Quiero un Palme para mi país, que a lo largo de toda mi vida no ha producido un solo estadista de su cuño.
Y lo quiero ahora. No sólo soy un «Remainer», un partidario de permanecer en la Unión. «Es que soy europeo de la cabeza a los pies, y las ratas se han adueñado del barco—me gustaría decirle—. Es algo que me rompe el corazón y quiero que rompa también el tuyo. Necesitamos que tu voz nos despierte de este estado de sonambulismo y nos salve de este acto sin sentido con el que nos vamos a autolesionar política y económicamente.
Pero has llegado demasiado tarde».
Dentro de sólo dieciséis horas, si Johnson y sus colegas«Brexiteers» se hubieran salido con la suya, a las once de la noche hora británica —medianoche en la Unión Europea—, las campanas del Big Ben habrían doblado para señalar una nueva gran victoria británica sobre el pérfido enemigo europeo
Pero no lo harán. Por fortuna, el Big Ben está indispuesto.
Si Johnson y sus colegas «Brexiteers» se hubieran salido con la suya, mañana sería declarado el Día de San Brexit.
Por todo el país, las campanas de las iglesias repicarían la alegre noticia desde sus torres. Y la buena gente de Inglaterra haría una pausa en su camino para quitarse el sombrero en memoria de Dunkirk, de la Batalla de Inglaterra, de Trafalgar, y para llorar la pérdida de nuestro gran Imperio Británico.
Los imperios no desaparecen por el mero hecho de estar muertos.
Ahora, todos los británicos somos nacionalistas. O eso es lo que Johnson quiere que creamos. Pero para ser nacionalista hacen falta enemigos, y el truco más mezquino que los «Brexiteers» se sacaron de la chistera fue el de convertir a Europa en ese enemigo. «¡Recuperad el control!», gritaron, con un trasfondo implícitoque decía: «…y dádselo a Donald Trump, junto con nuestra política exterior, nuestra política económica, nuestra Sanidad y, si se salen con la suya, nuestra BBC».
Así que, con nuestra bendición, Boris Johnson ha ocupado su lugar junto a dos consumados mentirosos de nuestra época: Donald Trump y Vladímir Putin.
Si Palme intentara sonsacarles la verdad, ¿a cuál de los tres se encomendaría en este juicio de Venus?
¿Quizá a ninguno de ellos?
Algún día alguien me tendrá que explicar por qué, en este momento en que la ciencia nunca había sido tan sabia, en que la verdad nunca había sido tan absoluta ni el conocimiento humano había estado tan disponible, existe una demanda tan acuciante de mentirosos y populistas.
Pero no les echemos la culpa a los Conservadores por su gran victoria.
Fue el Partido Laborista de Jeremy Corbin, con su no-política sobre el Brexit, su antisemitismo y su marxismo-leninismo de nivel escolar el que alienó a los votantes tradicionales del Laborismo y los dejó sin ningún lugar al que acudir.
Miraron hacia la derecha y no reconocieron a su líder. Miraron hacia el centro y allí no había nadie. Estaban cansados del Brexit y de la política, y probablemente estaban tan cansados como yo de la voz de Johnson. Así que se taparon la nariz y votaron por la menos mala de las opciones.
¿Quién puede culparlos, de hecho?
Palme odiaba la guerra, pero no sé cuánta guerra llegó a ver realmente.Un poco da mucho de sí. O al menos así fue en mi caso.
Mi primer y cauteloso atisbo tuvo lugar cuando visité Camboya, poco antes de la derrota de Estados Unidos. Cuarenta años antes, Palme había hecho una gira por el sudeste asiático y había visto por sí mismo los efectos desastrosos del colonialismo francés, británico y norteamericano.
Cuando yo llegué allí, el único dueño del desastre era Estados Unidos.
Nom Pen está rodeada. El taxista te cobra treinta dólares por llevarte hasta la línea del frente. «¿Quieres tiros?», te pregunta. Sí, por favor, quiero tiros.
Aparca, tú has de caminar el resto del trayecto. Te disparan y vuelves a tu taxi.
De regreso al hotel, en la carretera que atraviesa la ciudad, los niños se sientan en la acera a vender botellas con la gasolina que han succionado de los coches abandonados. Un plástico bastaría para matar a todos los niños de esa calle.
A la salida de Nom Pen, una batería de artillería proporciona fuego de cobertura al ataque que realiza la infantería contra el enemigo invisible de la jungla. Ensordecidos por los disparos, los niños se reúnen alrededor de las armas; cada uno de ellos espera el regreso de su padre. Saben que, si éste no vuelve, el oficial al mando se embolsará su paga en vez de declarar su muerte.
Estoy en Sidón, al sur del Líbano, como invitado en la casa de SalahTamari, el jefe de los luchadores palestinos, quien me lleva a visitar el hospital infantil. Un niño al que le han volado las piernas me muestra los dos pulgares hacia arriba. Otro sueña con ir a la universidad de La Habana en cuanto recupere la visión.
Palme tuvo tres hijos, yo tuve cuatro. Quizá hayamos padecido las mismas pesadillas.
Lo cual me hace recordar que, tal y como están las cosas, una de las primeras acciones del gobierno post-Brexit de Boris Johnson consistirá en negarles a los niños refugiados el derecho a reunirse con sus padres en territorio británico.
¿Cómo hubiera respondido Palme a las actuales máquinas de mentir orwellianas, que habrían hecho sonrojarse a Josef Goebbels en su capacidad para desgastar nuestra decencia y sentido común, y para impulsarnos a que pongamos en duda las verdades más incontestables?
Cabe asumir que las últimas esquirlas de Jamal Khashoggi han sido barridas y se encuentran debajo de la alfombra del consulado de Arabia Saudí en Estambul.
Los culpables han confesado libremente que actuaron por impulso. Es sólo que se desmadraron un poco, cosas de chavales, y ya han sido debidamente decapitados de acuerdo a los más elevados principios de la justicia saudí.
El príncipe heredero está conmocionado. El resto son noticias falsas. No hubo una sierra para cortar huesos, no hubo gritos, no hubo un sosias de Kashoggi que saliera del consulado calzado con los zapatos equivocados.
Así que ahí va la pregunta. Si Palme fuera el actual primer ministro sueco y Suecia tuviera en marcha un jugoso contrato armamentístico con Arabia Saudí, ¿por qué se decantaría?
¿Adoptaría la postura británica, distendida y razonable, y diría: "Mirad, por el amor de dios, dejemos de quejarnos y pongámonos con el siguiente envío, que son árabes y tienen que alimentar una guerra"?
¿O quizá —tal y como quiero pensar— le diría a su industria armamentística: "No importa lo que cueste pero acabad con esto, maldita sea"?
No sé si Palme me leyó, os sorprendería la cantidad de gente que no lo ha hecho.
Lo que sí sé es que, al poco de comenzar a leer acerca de su vida y de las causas que le inspiraron, me dio la sensación de que cada uno de los libros que he escrito fue una especie de paso con el que inconscientemente iba siguiendo su camino.
Mi personaje principal, el que más popular me ha hecho, es George Smiley.
Smiley fue reclutado por el Servicio Secreto en su juventud, igual que yo, y a pesar de sus sinceras incursiones en la literatura alemana del siglo XVII, en el fondo no conoció otro mundo que el secreto.
A lo largo de toda su vida profesional se vio asediado por dudas de tipo moral. Cuando me pidieron que hiciera un retrato de él, dibujé a un hombre solitario que tiraba de su caballo colina arriba, una imagen que quizá habría sido merecedora de una sonrisa de cansado reconocimiento por parte de Palme.
Smiley y yo tenemos una historia en común. Sesenta años de la misma. Cuando tomé una nueva dirección, Smiley me siguió. Y hubo veces en las que Smiley supo el camino que había que tomar mejor que yo, y entonces le seguí, cosa que te puede pasar cuando creas a un personaje que es más listo que tú.
Ahí tenemos a Smiley en 1979, cuando parecía que la Guerra Fría iba a durar para siempre. Con sus ejemplares maneras de espía, ha atraído a su adversario soviético, de nombre en clave Karla, hasta el otro lado del Muro de Berlín.
Y lo ha hecho explotando un "defecto de carácter", tal y como nos gustaba llamarlo, en quien por otro lado era un comunista acérrimo e impenetrable.
Ese "defecto de carácter" en cuestión es el amor: el amor de un padre por su hija, enferma mental. Desafiando todas las normas del manual de la KGB, Karla ha sacado clandestinamente del país a su querida hija y la ha mandado a un sanatorio suizo bajo un nombre falso, y Smiley se ha servido de esa información para hacerle chantaje.
Y aquí viene Karla, soviético fanático, padre amoroso, desertor, para cruzar el puente Glienicke entre Berlín Este y Berlín Oeste.
"George, has ganado", dice Peter Guillam, el leal discípulo de Smiley.
"¿He ganado? Sí, bueno, supongo que sí", contesta Smiley.
Palme hubiera compartido esa repulsa hacia uno mismo.
Cuando terminó la Guerra Fría, mientras el mundo occidental continuaba felicitándose a sí mismo, Smiley se sintió traicionado, y yo también.
Y Palme se habría sentido traicionado, de haber vivido el tiempo suficiente.
¿Dónde estaba la paz que nos habían prometido y que todos estábamos esperando? ¿Dónde estaba la Gran Visión? ¿La reconciliación? ¿El tratado de desarme nuclear en el que Palme había trabajado de manera incansable? ¿Dónde estaba el Plan Marshall para ayudar a que aquellas naciones maltratadas se pusieran en pie?
Y, por encima de todo, ¿dónde estaba la voz de la esperanza y la renovación?
¿Es demasiado fantasioso imaginar que, en caso de seguir vivo, la de Palme quizá hubiera sido esa voz?
Ahí tenemos a Smiley en 1990, un año después de la caída del Muro y cuatro años después de la muerte de Palme: "Es posible que la historia nos diga algún día quién ganó de verdad. Si surge una Rusia democrática… bueno, entonces Rusia habrá ganado. Y, si Occidente se ahoga en su propio materialismo, quizá acabe siendo el perdedor".
Puedo ver a Palme asintiendo con la cabeza.
Y ahí está Smiley a una edad avanzada —siempre fue mayor que yo, una figura paterna—, persiguiendo aún la respuesta a una pregunta que le ha obsesionado a lo largo de toda su vida: ¿arriesgué mi humanidad hasta el extremo de perderla por completo?
"No éramos despiadados, Peter —insiste ante el mismo discípulo de antes—. Nunca fuimos despiadados. Teníamos una piedad más amplia. Quizá mal dirigida. Y sin duda fue inútil. Pero eso lo sabemos ahora. Entonces no lo sabíamos".
En mi imaginación, no obstante, puedo oír a Palme objetando con vehemencia: "Ése es un argumento defectuoso e interesado que podría aplicarse de igual manera a cualquier acto monstruoso que se perpetre en nombre de la democracia".
Veo un rostro afilado, veloz. Los ojos inquietos, caídos. Sonrisas reales y forzadas. Un rostro que se esfuerza por mostrarse paciente en presencia de mentes inferiores; vulnerable, vigilante, precioso a la manera en que uno se imaginaría a un joven poeta. La voz precisa queapenas flaquea por mucho que sudueño esté en llamas.
Noto que en su interior arde una impaciencia insoportable, provocada por el hecho de que puede ver y sentir con mayor claridad y rapidez que cualquier otra persona dentro de esa habitación.
La idea de mantener una discusión con él me habría puesto nervioso porque sé que me habría dado varias vueltas por más que yo tuviera la razón.
Pero nunca le conocí. Sólo puedo escucharle y mirarle y leerle. El resto es cuestión de ponerse al día.
El último discurso de su vida fue ante las Naciones Unidas en 1985: un llamamiento infructuoso para prohibir el uso de las armas nucleares bajo la ley internacional. Treinta años después, el gobierno sueco votó una prohibición idéntica. Ahora, cuando se les ha instado a que ratifiquen ese voto, han pospuesto la decisión bajo presiones de Estados Unidos. El tema vuelve a estar sobre la mesa. Ya veremos.
¿Cómo le gustaría a Palme que le recordaran? Bueno, por esto para comenzar:
Por su vida, no por su muerte.
Por su humanismo, por su coraje y por la amplitud e integridad de su visión humanista.
Como la voz de la verdad en un mundo empecinado en distorsionarla.
Por los proyectos originales e inspiradores que la gente joven acomete año tras año en su nombre.
¿Me gustaría añadir algo a su epitafio?
Un verso de MaySarton que creo que le hubiera gustado: «Hay que pensar como un héroe para comportarse como un ser humano meramente decente».
¿Y cómo me gustaría que me recordaran a mí?
Con que sea como el hombre que ganó el premio Olof Palme de 2019 me conformo.