A contracorriente de las modas hegemónicas, el joven peruano Martín López Lam (Lima, 1981) afincado en España e impulsor también de aventuras editoriales propias, viene construyendo un conjunto de obras caracterizadas por una plástica poderosa y emotiva, que bebe de ciertas corrientes “sombrías” de autores europeos como Andrea Bruno, y por una narrativa poética que huye de cualquier fácil etiquetación. En sus creaciones lo mágico desborda el plano de lo real sin que por ello, como hacen algunos, podamos considerarle deudor de esa corriente hispanoamericana cuyo más evidente magisterio se atribuye a García Márquez (es más: en trabajos como éste, hay cierto poso de ironía sobre los paradigmas de la misma).
Decía Borges en unos versos que “todo sucede por primera vez, /pero de un modo eterno”, y en esta excelente obra, de lo mejor que ha aparecido en 2019, y que mereció el Premio Fnac-Salamandra Graphic 2018, López Lam se aplica a esa idea de un universo infinito en el que es posible aceptar por igual las reencarnaciones (ese perro, por ejemplo, que parece cobijar el alma de Chan) como el sueño de vidas que nos precedieron.
Las edades de la rata gira, al modo en que lo hacen los carruseles, sobre las vicisitudes de dos personajes. El primero de ellos es Manuela, de la que se vale el autor para hacer una aproximación a las penalidades de sus ascendientes chinos, maltratados tanto por las adversidades de la Naturaleza, las enfermedades o las crisis económicas, como por las manifestaciones de xenofobia que esta comunidad hubo de padecer en algunos instantes de la historia de Perú, una Manuela cuya vida es una batalla, como la de Sísifo, por encontrar el arraigo en una tierra que le empuja una y otra vez al inicio de esa titánica tarea. El otro protagonista es Isidoro, que, en su huida de un fatum que percibe como una constante de la peruanidad, parece dejar atrás su país para deambular por las calles de Barcelona y de Roma (creo que en un primer momento López Lam pensó en las de Belgrado), sometiendo a prueba constantemente su melancolía y su desarraigo.
Nada explica a una y a otro mejor que esa conversación entre gatos que nos presenta el autor, en que un felino le dice a otro: “¡Ya eres de aquí! Lo eres si no echas en falta tu hogar”. A lo que el otro contesta: “Soy como ese ratón”, y ratones y ratas tienen su importancia en esta historia, “que se pasea por la casa sin hacer ruido, que cambia de hogar cada vez que tiene necesidad, llevando en el pensamiento amigos, familia, historias”.
Dotado de una plástica poderosa y emotiva y una narrativa poética, este excelente cómic es una obra mayor
No es, empero, una propuesta autobiográfica stricto sensu, aunque el autor recurra a historias que le legó su abuela, y que confieren una fuerza inusitada a los episodios que transcurren en el norteño Valle del Chamán del Perú, sino más bien una profunda reflexión acerca del azar que mueve los hilos de nuestra existencia, y de ahí el sutil subrayado sobre la importancia de las máquinas tragaperras en la vida de Isidoro, ese hombre “con mal ojo y demasiada buena fe”.
Pero, de la misma manera que cuando veo Encadenados de Hitchcock tengo la sensación de estar contemplando una película sobre puertas y llaves, lo que quizá sea una deformación, leyendo este regalo que nos ha vuelto a hacer López Lam veo baúles y cajas por todos lados. Desde aquellos en los que la gente guarda cosas que le atan por igual a su pasado o a su futuro, y cuya suerte queda a menudo a merced de circunstancias que escapan a su control (esas ratas que dejan reducidos a la mínima expresión los ahorros de Isidoro), hasta –los más importantes– esos otros cofres cerebrales que encierran una mentalidad demasiado hermética como para percibir que la vida ofrece formas alternativas de acceder a un grado de conciencia más profundo.
Si aceptan el reto de enfrentarse a una obra que les exigirá algo más de lentitud de lo habitual en un cómic, créanme que estarán paladeando una obra mayor.