Ana Merino (Madrid, 1971) vive en Iowa, Estados Unidos, en cuya Universidad ejerce como catedrática de escritura creativa en español y estudios culturales. Aunque se ha interesado por diferentes géneros como el teatro, el cómic y la poesía, con El mapa de los afectos se estrena en el ámbito de la novela. Lo admirable es que lo hace a lo grande y no solo porque gana el Premio Nadal de este año; también, y lo que es más importante, porque lo hace con brillantez.
El mapa de los afectos es una ópera prima que sorprende por la madurez narrativa que su autora exhibe en ella. Además, porque atrapa al lector desde las primeras líneas y lo arrastra hacia ese mundo un tanto desconocido que si al principio tiene algo de las novelas de Mark Twain, enseguida recuerda al ambiente de películas como Los puentes de Madison, el maravilloso filme dirigido por Clint Eastwood, o al de algunas obras de los hermanos Coen. Para empezar, la mayoría de sus historias están ambientadas en el Medio Oeste norteamericano, hecho que las distancia un poco –lo justo para que el lector se mantenga alerta– y que las dota de cierto halo de intemporalidad. Se trata de una América rural, muy alejada de las grandes metrópolis, con sus aventuras cotidianas, atravesada por el río Misisipi y zarandeada por huracanes devastadores.
El mapa de los afectos es una novela de personaje colectivo. Casi todos sus protagonistas pertenecen a la misma comunidad y cumplen con su papel dentro del conjunto. Entre ellos aparecen amas de casa, mecánicos de automóvil, vendedores de seguros, pastores que atruenan desde el púlpito, ancianas encantadoras y maridos que pierden el norte. Con el correr de los años emergen también jóvenes destrozados por la guerra, mutilados de cuerpo y de alma. Todos ellos son perdedores o tienen alguna tara, individuos derrotados a los que la vida fustiga de una forma insoportable por despiadada.
A pesar de ello mantienen la dignidad y luchan por permanecer en pie mientras buscan otro camino y la forma de reinventarse. Muchos observan a otros en sus rutinas; otros recuerdan su niñez, o su primer amor, mientras se preguntan cuándo se les torció la vida. “No entiendo en qué momento lo tiré todo por la borda”, le dice una humillada y deprimida Emily al camarero que resucitó del alcoholismo; ella, que se prostituye en un club de mala muerte para pagarse la droga a la que está enganchada. Algunos personajes huyen hacia delante, aunque muchos consiguen redimirse por el amor, por la solidaridad o por el simple hecho de levantarse para seguir luchando. En este sentido, la obra está cuajada de individuos buenos, de hombres y mujeres que tratan de hacer el bien, a pesar de la vida, y que demuestran, con su entereza, que el mundo se mantiene gracias a las personas anónimas que cuidan de otras y miran al frente esperanzadas.
El mapa de los afectos es una ópera prima que sorprende por la madurez narrativa que su autora exhibe en ella
Estructuralmente, la novela es compleja. Está formada por veintidós capítulos –y un epílogo– cada uno de los cuales aborda una historia desde la omnisciencia aunque con diferente focalización. La uniformidad del narrador consigue crear un ambiente armónico –también hay sutiles vínculos que unen el contenido– y mantener la unidad ante la pluralidad de hechos, mientras la perspectiva múltiple muestra instantáneas singulares de la realidad. Esta fórmula, además, refleja la incomunicación humana, la triste dificultad de entendernos en un mundo dominado por las apariencias. El resultado final es un mosaico donde cada pieza encaja, un trabajo perfecto de taracea hecho desde una mirada comprensiva hacia el ser humano, que resiste a pesar de su fragilidad. Un oasis en el espacio inclemente que nos rodea.