En el principio fue el testamento. En efecto, son las cláusulas testamentarias de los reyes las que contienen el comienzo de un tratamiento jurídico específico de los bienes artísticos pertenecientes a la herencia del monarca. Tales bienes se aíslan y segregan, como conjunto diferenciado de los demás muebles, con lo que emerge la idea de “colección” que, al atesorar un valor específico, ha de ser preservado a toda costa.
Quien así lo dispone –en el momento supremo de la muerte– es Carlos I por lo que su hijo Felipe II hereda cuadros y alhajas en unas condiciones que le impedían hacer con ellos almoneda en subasta pública para pagar deudas u otras cargas de la herencia.
Cuando sea este monarca el que a su vez haga testamento en favor de quien reinaría con el nombre de Felipe III, vuelve a reiterar la cláusula tradicional según la cual los bienes muebles permanecen afectados a las obligaciones tradicionales pero singulariza entre ellos un grupo, de carácter artístico y suntuario, que quedan fuera de posibles negocios jurídicos, vía por la que se aseguraba su estabilidad en manos del rey para su “servicio”. Son las pinturas (citadas por primera vez con este nombre) y los ‘de armería’. Con razón destacan los profesores Fernández Rodríguez y Prieto que nos encontramos ante “el primer balbuceo de un vínculo de destino institucional a través de la Corona que cerca de tres siglos más tarde se hará un vínculo de servicio público”. De lo que se trata es de que nadie toque esos bienes tan preciados de las pinturas evitando que puedan caer en el fango del tráfico jurídico, destinados pues a la gris perspectiva de satisfacer a ávidos y vulgares acreedores.
Con el cuarto de los Felipe se llegará a una cumbre inigualable de la historia de nuestra pintura si pensamos que a su servicio figuró un tal Velázquez y si sabemos que el rey compensaba su astenia como gobernante con una afición al arte que le llevó a aumentar la colección real con nombres inmortales para decorar las paredes de los reales sitios de Aranjuez, El Escorial, el Pardo… un trajín en el que nos encontramos con Caravaggio, Carduccio, Maino y Zurbarán, entre otras criaturas nimbadas por la genialidad.
De nuevo es su testamento el que sirve para avanzar en el régimen jurídico de estos bienes pues en él se afina el vocabulario al aceptarse un lenguaje nuevo, el propio de los mayorazgos, en el que podemos advertir componentes que serán obvios más adelante, como, las ideas de inalienabilidad, afectación institucional a la Corona y vinculación de los bienes muebles artísticos al bien inmueble en el que se hallan insertos. De manera que, cuando se lee el testamento del último de los Austrias –el desfalleciente Carlos II–, llama la atención el énfasis que pone el testador en la idea de la ‘vinculación’ (“que quede todo vinculado como desde luego lo vinculo con todas las fuerzas y firmezas de que dispone el derecho…”) y también de la privación a sus sucesores “de que puedan dar ni enajenar en manera alguna…”.
Cuando se lee el testamento del último de los Austrias, llama la atención el énfasis que pone el testador en la idea de la "vinculación"
Con la llegada de los reyes Borbones no se altera este tratamiento jurídico al menos por lo que se refiere al testamento de Felipe V quien configura un régimen ya cercano al propio del derecho público que hoy nos resulta familiar al vincular las pinturas, como colección que no podrá disgregarse, a la Corona y ordenar la necesaria prohibición de enajenación a terceros. Fernando VI se ocupará poco de los pinceles entregado como estaba a la música inigualable de un Scarlatti o un Boccherini. Carlos III, sin embargo, llama a la corte a Tiépolo y a Mengs, lo que ya ofrece una idea de la importancia que otorgó a la forma de expresión artística de estos colosos. Que, por cierto, no se corresponde con la forma deshilvanada con la que los juristas de la corte redactaron su testamento pues permitieron con sus cláusulas nada menos que desvincular lo que ya estaba vinculado por sus antepasados restituyendo a la condición de libres los cuadros, las esculturas o los tapices. Una cierta confusión se produjo en el reinado de Carlos IV – época del genio supremo de Goya– porque a su muerte se dispersó en parte la colección de cuadros entre sus herederos aunque a la postre –los estudios al respecto son confusos– parece que casi todos acabarían quedando en manos de su hijo Fernando VII.
Es decir que estamos en presencia de una colección jurídicamente protegida mediante reglas presididas por las de integridad e inalienabilidad y asimismo por su vinculación a la Corona. Rasgos que nos aproximan a las instituciones del mayorazgo y del patrimonio de la Corona que los autores desmenuzan para sostener la difícil aplicación de estos conceptos a los bienes artísticos y acabar concluyendo que lo importante es “la temprana existencia en los monarcas de una idea trascendente y de futuro sobre los bienes artísticos y sobre su condición de parte de una colección”.
Si estos son los orígenes y rasgos sobresalientes del régimen jurídico de unas colecciones artísticas, procede ahora señalar cuales fueron las organizaciones que las acogieron. Primero se creó el Museo Real de Pintura del Prado que era de titularidad privada del rey, y luego le tocó el turno al Museo Nacional de la Trinidad para desembocar, tras la Gloriosa, en 1872 en su unificación en uno solo de carácter nacional llamado inicialmente Museo Nacional de Pintura y Escultura y, ya en el siglo XX, Museo Nacional del Prado.
Después vendría lo que los autores llaman “el largo camino hacia la autonomía institucional” que desemboca en su actual status y, como la creación artística felizmente no se detiene, hoy su presencia en Madrid se completa con la del Museo Reina Sofía, que acoge la obra de artistas a partir de 1881, año del nacimiento de Picasso.
En un momento como el actual, caracterizado por la existencia en España de una tensión política de hondo calado, el Museo del Prado, que atesora en sus telas la belleza de luces prestigiosas, es un espacio –de los pocos que van quedando– en el que los ciudadanos podemos sentirnos auténticos españoles.
Por eso el libro de los Profesores Fernández Rodríguez y Prieto es imprescindible para quienes deseen conocer, de la mano de unas plumas expertas que además escriben bien, la historia del más famoso de nuestros museos, por el que somos conocidos en el mundo entero. Un lugar donde anida esa inmortalidad tan intensa en latidos vivos pues que se halla cuajada de muertos adorables.