Giorgio Agamben (Roma, 1942) es uno de los pensadores italianos actuales más relevantes y uno de los que más ha influido en la filosofía política contemporánea, con sus controvertidas ideas sobre el carácter de estado de excepción permanente que tendrían nuestras sociedades democráticas y el nexo entre violencia y derecho que en ellas habita. Unas ideas en las que se proyecta la alargada sombra de la corrosiva crítica de la modernidad de Heidegger y la aún más inquietante de Schmitt.
A comienzos del siglo XXI, la editorial argentina Adriana Hidalgo comenzó a reeditar algunos de sus textos emblemáticos y a rescatar otros recientes. Es el caso de Autorretrato en el estudio. A esto hay que añadir la excelente labor de Sexto Piso con novedades igualmente sugestivas, como El Reino y el Jardín. Dos libros de factura diversa, pero donde es común el fino estilo ensayístico.
Este último es una reflexión de corte teológico-político, con las imágenes del Reino milenario y del Jardín paradisíaco como expresión del anhelo de justa morada del hombre en la tierra. La imagen del jardín ha tenido un acentuado componente de simbolismo utópico en muchas culturas, como proyección de un mundo ideal. En el caso de la filosofía, el jardín se ha asociado a menudo a una actitud de toma de distancia crítica respecto al tráfago de la existencia. A veces se ha interpretado esto como signo de un ideal de vida retirada, descomprometida con el mundo. Para corregir esta deriva, Agamben remonta la idea de jardín a la del Edén, pues el paraíso terrenal también fue empleado por la teología cristiana para describir la naturaleza humana en puridad y determinar cómo gobernarla. Juan Escoto Erígena cuestionó de este modo la idea agustiniana del pecado original, separando naturaleza y culpa. Aun así, reconoce Agamben, la teología medieval no desarrolló esta idea de una posible sociedad política edénica y la imagen del paraíso terrenal quedó inexplorada como paradigma político. Es evidente que esta nostalgia de paraíso perdido alimenta la búsqueda de reinvención del espacio moderno, tema constante en Agamben. Pero para ello el autor vuelve a concentrarse demasiado en ese nexo específicamente premoderno entre teología (jardín) y política (reino).
En la obra de Agamben, la reflexión filosófica suele hacer hueco a la filología, la política o las artes plásticas
Podría haber atendido más a aquello que fue el jardín para la Atenas clásica: un espacio de debate regido por la igualdad, no requerido de la intervención divina para fundar la “beatitud de esta vida” que soñara Dante en su Divina Comedia.
En cuanto al Autorretrato, se trata de una pieza peculiar dentro de la ya de por sí singular producción de este pensador, donde la reflexión filosófica suele hacer hueco a la filología, la política o las artes plásticas para dejarse fecundar por todas ellas. Inspirándose en uno de sus grandes referentes, Walter Benjamin, la suya es siempre una escritura que trata de explorar nuevas formas de experimentar el ejercicio del pensamiento. En esta ocasión, Agamben no pone en escena este espacio de reflexión a partir de grandes cuestiones teóricas, sino desde las vivencias más cercanas. Evocando lugares habitados por él, los distintos estudios en que ha ido componiendo su obra o los objetos dispersos sobre la mesa de trabajo, va destilando una suerte de autorretrato, que se nutre más del reflejo de los paisajes y personas que han pasado por su vida que del examen de la propia identidad. No podía ser de otra manera en alguien que siente su existencia como la de “un ser generado a partir de los otros”.
Basta con atender a la extensa y escogida nómina de artistas e intelectuales con los que Agamben mantuvo contacto –Heidegger, René Char, Ingeborg Bachmann, Calvino, Pasolini, Bergamín…– para hacerse idea de la riqueza de su trayectoria vital y del interés de estas páginas. Con todo, no se trata de una autobiografía al uso. Al escribir, dice Agamben, la niebla de la memoria juega malas pasadas. Compuesto de retazos inconexos, el libro tan pronto nos depara jugosos comentarios de obras poco atendidas, recreaciones de personas y lugares con innegable aliento poético, como se consume en anécdotas de menor calado.
Entre la nuda existencia y la excepción, no siempre acierta con un justo medio. En cierto modo, así, al fracasar en el intento de apresar una vida, esta obra evidencia eso que Agamben entiende que es toda vida contemplada al crepúsculo: algo que se sabe que no será posible terminar de ver, porque la luz disminuye.