Si el riesgo literario fuera un mérito principal de los escritores, Manuel Astur (Sama de Grado, Asturias, 1980) tendría asegurado un puesto en el pódium. Hace falta arrojo creativo para juntar en una misma obra el más crudo drama rural con las maravillas del realismo mágico. Y encima añadir brochazos de la ultimísima nature writing en forma de estampa de la España vacía. Este matrimonio morganático sustenta el entramado argumental de su curiosa San, el libro de los milagros.
En el presente, en días cercanos a los nuestros, Marcelino, refugiado en San Antolín, recóndito y atrasado pueblo asturiano en la reserva natural del Neva, recibe la visita de un hermano estafador y en un enfrentamiento cainita consuma el fratricidio. Perseguido por las autoridades, emprende la huida, se escabulle con ingeniosas tretas y se refugia en los agrestes parajes que conoce al dedillo. El tiempo actual da saltos hasta la infancia de Lino y se recrean escenas de un primitivismo ancestral, con muchas brutalidades y el retrato de un padre feroz y borracho, ejemplo de la más pura maldad (“mal bicho y burro como él solo”).
Tiene, por tanto, San, el libro de los milagros un primer alcance testimonial tanto de una situación socio-económica de ayer como de hoy. De fechas anteriores, presenta un cuadro duro de unas formas de vida al margen de la modernidad, enraizadas en un primitivismo material y moral absolutos. Como he señalado, tenemos un modélico drama rural con miseria y pasiones incontroladas. Respecto de ahora, el documento constata un existir aletargado, una rutina de visitas a la cantina, de regocijos prostibularios, de conversaciones muertas, y no falta la referencia a la emigración.
Manuel Astur combina la libertad imaginativa y el vanguardismo en la forma con la creatividad verbal. Su prosa es fluida y dúctil
Una parte de la técnica literaria refuerza la dimensión sociológica, y hasta antropológica, de la novela. La descripción calmosa y muy plástica de la matanza del cerdo, sin ahorro de pormenores efectistas, nos lleva al puro naturalismo decimonónico y recuerda el tremendismo de primera posguerra en su gusto por la sangre y las vísceras. Y la afición del autor a ciertas anotaciones (las galletas María Fontaneda o el whisky DYC) añade una intencionalidad verista cercana al puntillismo costumbrista.
Esta dimensión notarial del relato no es, ni muchos menos, la principal. El tratamiento realista claudica ante el sentido fabulístico del conjunto de la historia. Como una letanía, se repite a lo largo del texto la cantilena popular “era un perro que vino y se comió al gato que se comió al ratón que se comió el queso que sólo tenían para comer la vieja y el viejo”. Hemos pasado a otro territorio, el del contar cuentos. El soporte formal de esta vertiente se halla en un narrador a propósito no bien determinado, vagamente aludido como periodista y que domina la acción novelesca entera. Esta voz omnipresente facilita la entrada de materiales alegóricos, simbólicos y fantásticos. La novela adquiere la dimensión de un puzle con presencias mitológicas y legendarias, y con episodios mágicos (aunque de un “macondismo” algo manierista).
Manuel Astur combina la libertad imaginativa y el vanguardismo en la forma con la creatividad verbal. Su prosa es fluida y dúctil, y el gusto por la palabra le lleva a encadenar en un párrafo aislado medio centenar de verbos. Todo ello sirve a una libérrima observación de la naturaleza humana en clave de parábola. Esta novela literaria tiene el sello de una resuelta originalidad y es obra de alto mérito de un escritor a quien merece la pena seguir con atención.