César Antonio Molina (La Coruña, 1952) ha sido profesor universitario, director de suplementos periodísticos y gestor cultural (ministro de Cultura, director del Instituto Cervantes), entre otras cosas, pero sobre todo poeta. Autor de Las ruinas del mundo (primera poesía reunida), Para no ir a parte alguna, El rumor del tiempo, Olas en la noche, En el mar de ánforas, Eume, Cielo azar y Calmas de enero. Como ya hemos comentado alguna vez, aunque por cronología sería novísimo, ha ido sin generación y por libre. Nada más natural si tenemos en cuenta su voz personal y distinguible. De ahí que pocas variaciones encuentre el lector en esta nueva entrega. No es posible cambiar de mundo cada poco. Ni de tono.
Al “cultivo de uno mismo” (pues “una vida sin examen no merece ser vivida”) se dirigen estos versos de un estoico melancólico que ora tornan delgados y minimalistas (donde no faltan los juegos de palabras y sintácticos, como en “K”), ora densos y discursivos (en monólogos extensos de largo e inspirado aliento, como “Cimas que nunca alcanzaré” o “La conciencia nómada”, en torno a Santa Teresa, todo un tratado sobre la mística).
No falta, según su costumbre, la meditación que, a rachas, pasa por ensayo, aunque él opte por la poesía: “la nostalgia de sentirnos en todas partes fuera de casa”. En su carácter fragmentario, próximo al collage, abundan, entre versos, los aforismos. Como no faltan las constantes referencias literarias, bíblicas (cree, con Küng, que el Antiguo Testamento ha de leerse como “un drama histórico de Shakespeare”) y mitológicas propias de un consumado lector culturalista (“El doncel”). Ni los viajes (“Rosa del desierto”, “En el pico Rysy”, “En la Fortaleza de San Pedro y San Pablo”, “Plaszów”…). Damasco, Cracovia, Oaxaca, San Petersburgo, Concord, Salamanca… Y su Galicia natal: “Acantilados de Finisterre”, “Gaitas al final de la ría” (un razonamiento sobre la cultura)… “Por qué cuando el aquí / se afirma deseamos estar / en otra parte”, escribe. Al final se pregunta: “¿de qué sirve / haber visto mundo?”.
Nueva entrega de un poeta de voz personal y distinguible en la que abundan aforismos y no faltan referencias literarias
Tampoco se echa de menos otra de sus obsesiones favoritas (en eso se parece a sus coetáneos, Stevens mediante): la metapoética: “Entre palabra y música”, “Caducar la palabra”… “La vida es un poema”, recuerda. Ni el amor (“Un amor sin nadie para amar”, dice en “Lo deshabitado”) y el sexo (“No hay mejor conocimiento que el coito”), con notas de erotismo: “Bellum civile” (“entre tú y yo el oblivio”). Ni el paso del tiempo: “Quo fugis?” (“La juventud es algo evanescente”). Curioso, en este sentido, “¿Alguien heredará nuestra buena salud y hierro?”, donde ironiza sobre el ejercicio físico y los gimnasios.
Al cabo, la vejez (“envejecer es retirarse del mundo de las apariencias”) y la muerte: “Ah la muerte”. “Existir es un peso y no una gracia”. El verso “La poesía es un diario de la vida interior” resume a la perfección el alcance y propósito de este libro que termina con una invocación a la musa: “Y pensar que ya nunca te volveré a ver”. Lo dudamos.