Antonio Ferres, uno de los nombres capitales de las letras comprometidas de los 50 y autor de la novela La piqueta, ha fallecido en Madrid a los 96 años, según ha confirmado el editor de Gadir, Javier Santillán, que recuperó su obra en los últimos años.
Nacido en Madrid en 1924, el escritor se convirtió en una figura emblemática del realismo de mediados del siglo XX junto a compañeros como Armando López Salinas y Jesús López Pacheco. Los tres formaron un grupo madrileño marcado por una literatura obrerista que más tarde padeció un sistemático menosprecio, como recordaba en estas páginas Ignacio Echevarría al decir que “algunos de los escritores más emblemáticos del realismo social -como Jesús López Pacheco, como Armando López Salinas, como Antonio Ferres- constituyen casos a menudo sangrantes de escritores perdidos, injustamente marginados de la memoria que contribuyeron a reconstruir, a edificar”.
El éxito le llegó ya con su primera novela, La piqueta, uno de los títulos más representativos de la llamada novela social de posguerra y "símbolo de la injusticia, de la represión y de la contención de los años de la posguerra y el franquismo”, según aseguraba el propio Ferres. La novela, escrita en 1959, cuando su autor tenía 35 años, gira en torno al drama y la angustia que sufre una familia del barrio madrileño de Orcasitas, situado en el distrito de Usera, al vivir con la amenaza de que su casa sea derribada por una orden municipal, y a pesar de su acogida, su autor aseguraba que "no trataba de hacer una denuncia, sino una novela ambientada en un contexto en el que España estaba aplastada".
Aunque muchas de sus obras sufrieron los cortes de la censura, la simbología oculta y un lenguaje que no explicita que los personajes son víctimas de una guerra permitió que las páginas de La piqueta escaparan de ella. No obstante, Ferres se exilió del país a mediados de los años 60 en Francia, México y Estados Unidos, donde fue profesor de Teoría de la Literatura comparada en varias universidades hasta su regreso a España en 1976.
Memorias de un hombre perdido
Entre 1959 y 1964, Ferres publicó obras como Caminando por las Hurdes, uno de los grandes libros de viajes de nuestra literatura escrito mano a mano con López Salinas, Los vencidos, Con las manos vacías, Premio Ciudad de Barcelona, y Tierra de olivos, todos recuperados por la editorial Gadir hace unos 15 años.
Después del exilio, sin embargo, “su literatura evolucionó hacia una mayor complejidad técnica. Pero ha conservado tanto el gusto por una prosa de apariencia sencilla, voluntariamente antirretórica, como la mirada desesperanzada acerca del mundo”, aseguraba nuestro crítico Santos Sanz Villanueva en 2002 al hablar de su autobiografía Memorias de un hombre perdido.
En ella,a su juicio, “compendia Ferres una intencionada y feliz imagen que traduce la que el escritor tiene de sí mismo y de quienes, como él, apostaron un día por el idealismo y han “terminado en una triste y melancólica claudicación. Se nota que el autor no ha renunciado a un gesto de rebeldía, pero éste se ciñe a la expresión de su disgusto por los rumbos que ha tomado el mundo y su país”.
Un joven poeta de 70 años
Además de novelista, el escritor destacó como cuentista desde su juventud, en 1956 obtuvo el Premio Sésamo por su cuento “Cine de barrio”, y en 1971 fue antologado por Félix Grande en 22 narradores españoles de hoy. Su última aportación al género fue en 2018 el libro El color amaranto. Cuentos reunidos, editado también por Gadir.
Pero más allá de los relatos y las novelas, Ferres no había dejado de escribir y estaba entregado a la poesía, que descubrió cumplidos sus 70, en 1997, cuando publicó La inmensa llanura, al que seguirían otros poemarios como La inmensa llanura no creada (2000) y La desolada llanura (2005). Desde entonces, no pasaba un día sin escribir un nuevo poema, como demuestra este inédito enviado a su editor hace unos días:
AÑO 2020
Por las arboledas del Tamarit
han llegado los perros de plomo…
F.G.L.
Habíamos olvidado
que a pesar del buen augurio
de los idus de marzo
ese día asesinaron a César.
Pero sobre todo habíamos olvidado
que era el equinoccio de primavera
—cuando las noches se hacen iguales
a los días—
Sabíamos que en los parques cerrados
no podían entrar los niños
por la gran epidemia del coronavirus
que parecía asolar el mundo
pero que dentro retoñaban los árboles
y revoloteaban las mariposas.
Teníamos miedo
aunque en lo hondo de la memoria
sabíamos todos los hombres
que pronto triunfaría la vida
y que las ciudades arderían de festejos.