Las dudas religiosas de Tom Holland (Oxford, 1968) comenzaron de niño, cuando en una Biblia infantil vio una ilustración en que Adán y Eva aparecían junto a un braquiosaurio. Como todo joven que se precie, él sabía perfectamente que ningún ser humano había convivido con los dinosaurios y el hecho de que su profesor no diera importancia al tema no lo tranquilizó. Su alejamiento de la fe cristiana se fue acentuando y cuando pudo leer a Gibbon quedó convencido de que el triunfo del cristianismo representó un desastre para la civilización.
Su pasión por los dinosaurios dio paso a un entusiasmo por el mundo clásico, que lo ha conducido a escribir excelentes libros sobre el imperio aqueménida (Fuego persa), Julio César (Rubicón) y los primeros emperadores romanos (Dinastía), todos ellos traducidos al español. Se dio cuenta, sin embargo, que los valores éticos de Leónidas o de César le eran completamente ajenos. La cultura clásica de Grecia y Roma no daba valor alguno a los pobres y a los débiles, mientras que él mismo seguía apegado a la ética del sermón de la Montaña. Su fe cristiana había desaparecido en la adolescencia, pero los fundamentos de su concepción moral seguían siendo cristianos. Y ello no era para nada extraño, ya que llegó a la convicción de que, aunque las iglesias estén casi vacías, la sociedad occidental sigue anclada en los valores cristianos.
Esa es la tesis que desarrolla en Dominio, que resultará convincente a algunos lectores, parecerá exagerada a otros y provocará rechazo a bastantes. La afirmación de que existen ateos o agnósticos cristianos puede resultar tan ofensiva para muchos creyentes como para muchos que repudian la tradición cristiana. Pero se esté de acuerdo o no, a mí personalmente me parece muy sugerente, el hecho de que una historia se escriba desde un enfoque determinado suele suponer un valor añadido, porque ofrece un criterio para seleccionar los temas más relevantes y hacer reflexionar al lector.
Lejos de presentar una erudición árida, esta historia del cristianismo es una narración amena que recorre dos mil años
De acuerdo con una expresión muy utilizada en inglés, esta historia del cristianismo provoca pensamiento. Logra en quinientas cincuenta páginas recorrer dos mil años de historia a través de una hábil combinación de personajes y episodios. Su gran mérito es que lejos de presentar una erudición árida, da vida a los debates que a lo largo de los siglos han preocupado y dividido a los cristianos y permite al lector comprender que los dilemas conceptuales y morales a los que se enfrentaron esos personajes no son tan distintos de aquellos que hoy se plantean acerca del sentido de la vida o de la aplicación de los grandes principios sobre el bien y el mal.
Hace mucho que la explicación de la historia a través de la acción de los grandes hombres (junto a unas poquitas mujeres) ha sido abandonada y la explicación a través del análisis de las estructuras sociales no ha corrido mejor suerte. Hoy interesan los destinos de las mujeres y los hombres comunes, incluidas las víctimas de la guerra, la intolerancia y el fanatismo. Sin embargo, si todas las vidas humanas tienen interés, el historiador se enfrenta a la dificultad de elegir. Hay que entrelazar tendencias generales y episodios individuales y para ello hay que tener muy buena pluma. Holland la tiene. Su estilo se podría definir como impresionista ya que construye el cuadro general de la historia del cristianismo mediante la combinación de múltiples episodios con protagonistas muy concretos.
Algunos de los personajes eran inevitables. Sería difícil escribir una historia del cristianismo sin mencionar a Moisés y a Job, a Aristóteles, a Jesús y a María, el Apocalipsis de Juan, las epístolas de Pablo, a Gregorio VII, a Tomás de Aquino, a Lutero y a Calvino, a Galileo, a Darwin y a Nietzsche. Holland sabe destacar la inquietante presentación de la actitud de Dios ante el sufrimiento humano que ofrece el libro de Job. Da adecuada relevancia a Pablo de Tarso, cuyas cartas considera las más influyentes que se hayan escrito jamás. Muestra, en cambio, una sorprendente animadversión hacia Galileo. Es cierto que su condena ha sido demasiado a menudo presentada como la prueba de una hostilidad generalizada de la Iglesia hacia la ciencia, pero resulta excesivo presentar como un “panfleto de autopromoción” el texto en que describió por primera vez la superficie de la Luna, las lunas de Júpiter y la naturaleza de la Vía Láctea.
La tesis fundamental del libro de Holland es que la visión occidental del mundo tiene un indudable fundamento cristiano
Junto a esas grandes figuras aparecen muchos personajes secundarios, a veces muy poco conocidos y algunos de ellos admirables, que ofrecen una imagen multiforme del cristianismo. Supongo que muy pocos españoles habrán oído hablar de Benjamín y Sara Lay, un matrimonio cuáquero de diminuta estatura, pero formidable coraje que a comienzos del siglo XVIII se consagraron a denunciar la esclavitud como contraria a la ley de Dios. No fue aquel un episodio aislado. A menudo se olvida el origen cristiano del propio concepto de Derechos Humanos y de la lucha por su aplicación.
Holland recuerda que la violencia y la crueldad que acompañaron a la conquista española en América no fueron en absoluto una novedad histórica. Sí lo fue que en la propia España se alzaran voces que la denunciaran en nombre de la igualdad entre todos los seres humanos que proclama el cristianismo. Ya no hay judío ni gentil, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer porque todos sois uno en Cristo, escribió Pablo a los gálatas. Ello no evitó que durante siglos los cristianos persiguieran a los judíos, tuvieran esclavos o restringieran los derechos de las mujeres, pero, como subraya Holland, el mensaje evangélico permaneció siempre como un fermento de inquietud entre los poderosos.
Holland no oculta el lado oscuro del cristianismo, que acompañó incluso a los grandes movimientos que trataron de purificarlo. Su tesis fundamental es, sin embargo, que la visión occidental del mundo, incluido el concepto universal de los Derechos Humanos, tiene un indudable fundamento cristiano. Ello plantea la cuestión de cómo este puede ser asumido por quienes parten de una tradición cultural distinta, cuestión ante la que cabe ser optimistas, dada la capacidad de las religiones para reinventarse.