La nota que encabeza Baricentro dice que este libro no es una autoficción ni unas memorias, y a continuación advierte al lector: “Tú no estás invitado, pero puedes pasar sin llamar”. Así, Hernán Migoya (Ponferrada, 1971) nos deja claro que estamos ante una escritura personal que no se esconderá bajo etiquetas legitimadoras ni reivindicará ningún prestigio. Por supuesto, nosotros “pasamos” esa puerta con total desvergüenza propia de cotillas, dispuestos a recorrer un texto que empieza y acaba con referencias dramáticas (escritas, eso sí, en una prosa desdramatizadora) a los ancianos padres del autor: él ha perdido la memoria, ella tiene cáncer y añora a su hijo instalado en otro país.
En efecto, Migoya vive en Perú, donde ha prolongado su leyenda de escritor desacomplejado, guionista de cómics iconoclasta (atención a su adaptación de Pepe Carvalho junto al dibujante Bartolomé Seguí, o a las antifascistas Nuevas Hazañas Bélicas) y azote de la seriedad hispana.
Pero volviendo a Baricentro, su desarrollo central funciona como una novela de aprendizaje, con el centro comercial que da título al libro como referencia gravitacional y algunas coordenadas constantes: el origen de clase social media-baja y extracción obrera; una relación con la cultura más deudora de “lo popular” que de lo solemne; y una llegada tardía al sexo, marcada por la torpeza en el ligue, aunque finalmente resuelta con desinhibición y mucha felicidad. Migoya escribe con ritmo ágil, adoptando una estructura saltarina no lineal, más bien yuxtapuesta, aunque mantiene el hilo en todo momento.
Sobre la base de esas coordenadas y esa estructura, se mezclan mil asuntos: los juguetes de la infancia, la tele, la música (¡Julio Iglesias!), los tebeos, las novelas baratas, o la cadena trófica del instituto donde el protagonista, para no ser víctima de bullying, tratará de acercarse a algunos ‘malotes’ oficiales… Con éxito regulero. En fin: he aquí una atmósfera. Su tono y estilo son antipedantes, casi coloquiales. Atiendan, por ejemplo, al momento en que un adolescente Migoya se declara traicionado por su madre, quien se ha burlado de su amor patán por una vecina. La madre tiene las mejores intenciones, sí, pero no comprende que su hijo está descubriendo algo nuevo e intenso, y solo consigue herirlo. Este es un pasaje que rebosa verdad y provoca una empatía inmediata (¡yo mismo les contaría por qué me reconozco en él, si no fuera porque esto es una reseña y ustedes están invitadísimos a leerla!).
'Baricentro' narra una historia entretenida y creíble. Entramos en la novela como chafarderos y salimos como cómplices, y eso no es efecto de la confesión, sino de la literatura
Y por si alguien teme a los excesos sentimentales, hay un gamberrete acechando en Baricentro, fascinado por los zurullos que colapsan el váter de casa o flotan en un mar que es materia prima de la industria turística. “A eso me he dedicado el resto de mi vida, sobre todo cuando escribo: a regodearme dichoso en revolver mi propia mierda”, dice Migoya. Que el lector justifique esa pulsión escatológica, si lo necesita, con Freud, Rabelais, El Víbora, los chistes de Jaimito, o con sus propios recuerdos de la nunca suficientemente ponderada fase anal.
Baricentro es entretenido y creíble en su atmósfera de serie B y su estilo popular. No descarto que algún lector se pueda sentir confuso por el modo en que rebasa constantemente el tema vertebral de la relación entre padres e hijo, pero es justo ahí (en ese desorden y esa totalidad) donde el libro logra desplegar su propio estilo: salvo el madrileño Fernando San Basilio, pocos en España han escrito tan bien sobre el microcosmos de los centros comerciales populares; salvo el barcelonés Javier Pérez Andújar, pocos han sabido demostrar con tanta naturalidad el valor autónomo y gozoso de toda aquella cultura que no tiene cabida en las bibliotecas más plastas. Si entramos en Baricentro como chafarderos, salimos como cómplices. Y eso no es efecto de la confesión, sino de la literatura.