Phillip Ball (Londres, 1962) es un escritor británico freelance de ciencias, colaborador de diversas publicaciones como New Scientist y que ha trabajado más de veinte años de editor en Nature (donde continúa escribiendo regularmente). Sus escritos sobre ciencia para la prensa popular han cubierto temas de actualidad que van desde la cosmología hasta el futuro de la biología molecular. Nadie más preparado que él para lanzarse en apasionantes y solventes elucubraciones a partir de que en el verano de 2017 le sacaran un trocito de carne de su brazo. Sus células puestas en una placa empezaron a crear grupos de nuevas neuronas que él fue denominando “mini cerebros”. La fascinación que le produjo ese nuevo mundo que surgía propició la escritura de un libro donde examina conceptos tan en la frontera del conocimiento como la identidad y la conciencia.
Su formación como químico licenciado en Oxford y doctor en Física por la Universidad de Bristol le permite partir desde la bioquímica, la física cuántica y la ciencia de los materiales para admirar lo que la célula y el cuerpo tienen en común: la organización. Los organismos unicelulares como las bacterias replican sus cromosomas y después brotan en dos, un proceso que recibe el nombre de fisión binaria. En las células eucariotas el proceso es considerablemente más complejo y recibe el nombre de mitosis. Ese profundo pasado evolutivo de la Humanidad, de cómo criaturas complejas como nosotros pudieron emerger de la vida unicelular, le ofrece al autor una nueva perspectiva sobre cómo pensar sobre nosotros mismos.
La vida es maravillosa, y también llena de enigmas. Muchas veces nos parece que nuestro entendimiento ha avanzado mucho y que estamos a punto de desvelar los secretos del significado de la vida. Pero estos van revelándose por capas, cada vez más profundas. Porque un fenómeno sólo existe en un nivel particular de una escala jerárquica, y es invisible tanto por encima como por debajo de ella. “Vayan a los quarks y habrán perdido la química”, dice irónicamente el divulgador científico Ball.
Sólo alrededor del 1,5 por ciento del genoma humano codifica proteínas y desconocemos lo que hace el resto. A esto se une que la mayoría de genes codificadores de proteínas lo hacen para más de una proteína cada uno. Y de las proteínas codificadoras de genes sólo conocemos lo que hacen alrededor del 50 por ciento. Incluso desconocemos qué aspecto tienen. Al resto se las denomina en ocasiones proteínas oscuras, con la inclinación poética que le despierta al propio investigador esa parte de la vida y del universo que se hurta obstinado a su indagación.
No se conoce ni un solo aspecto del comportamiento humano que no muestre alguna correlación con nuestras variantes genéticas. Incluso experiencias como nuestra posibilidad de divorciarnos son parcialmente hereditarias
¿Qué somos, quién somos? La cultura es importante y ejerce una influencia decisiva. Pero no se conoce ni un solo aspecto del comportamiento humano investigado hasta la fecha que no muestre alguna correlación con nuestras variantes genéticas. Incluso hábitos o experiencias que son aparentemente contingentes o ambientales como “la cantidad de tiempo que pasamos delante del televisor o nuestra posibilidad de divorciarnos”, dice el autor, son parcialmente hereditarias, lo que significa que las disimilitudes entre las personas se achacarían en parte a diferencias ente sus genes.
Pero “gen” es también algo impreciso, insiste. Es una idea útil, igual que son útiles palabras como “familia, amor y democracia”. Son “recipientes para las ideas” que nos permiten entablar conversaciones prácticas. Normalmente son lo suficientemente precisas para ello. Pero las propensiones genéticas se filtran, interpretan y modifican en el proceso de crear un humano célula a célula y es precisamente por eso que no determina plenamente cómo se forman nuestros cuerpos, por no hablar de cómo se conectan nuestros cerebros… ni de cómo nos comportamos realmente.
Philip Ball es editor colaborador de la revista Prospect (para la cual escribe un blog científico), columnista de Chemistry World y también de la revista científica italiana Sapere. Es autor de muchos libros populares sobre ciencia, incluidos trabajos sobre la naturaleza del agua, la formación de patrones en el mundo natural, el color en el arte, la ciencia de la filosofía social y política, la cognición de la música y la física en la Alemania nazi. También divulga desde los medios audiovisuales. Ha trabajado en muchas ocasiones en radio y televisión y es presentador de Science Stories en BBC Radio.
Como vemos por la diversidad de sus aficiones, le interesan las interacciones entre el arte y la ciencia, y ha impartido conferencias para audiencias científicas y generales en lugares que van desde el Museo Victoria and Albert hasta el Centro de Investigación Ames de la NASA y la Escuela de Economía de Londres. Hoy es uno de los protagonistas que la Fundación Telefónica ha reunido en el programa 'Repensando el Mañana', una serie de foros de reflexión y pensamiento sobre lo que está por venir. Es claramente un perfil “Tercera Cultura”, alguien que rechaza la disociación que demasiado frecuentemente se da entre ciencias duras y blandas como si pertenecieran a dos culturas (estereotipo cultural contemporáneo que se tomó del título de la influyente conferencia de C. P. Snow pronunciada en 1959).
En una de sus obras más divulgadas, Critical Mass: How One Thing Leads To Another, que obtuvo el Aventis Prize de 2005, trata un amplio conjunto de materias conectadas con la complejidad que relacionan las ciencias sociales y las ciencias naturales. Su tesis radica en que la ruptura de comunicación entre las ciencias y las humanidades y la falta de interdisciplinariedad son algunos de los principales inconvenientes para la resolución de los problemas mundiales. A lo largo de la historia de la ciencia y la medicina, las cavilaciones de cómo podría crearse la vida han bebido de la imaginación de grandes autores mezclada con desafiantes hipótesis científicas. Provienen del mito, la ciencia ficción y la fantasía. Es el mundo de Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley (recientemente versionado por escritores como Jeanette Winterson o Ahmed Saadawi), de Un mundo feliz de Aldous Huxley o de La isla del doctor Moreau de H. G. Wells.
Ball teje en este ensayo una convincente reflexión sobre lo que significa ser humano y tener un “yo” frente a los nuevos desarrollos científicos. Una nueva edición del eterno desafío de “jugar a ser Dios”. ¿Pero no ésta, finalmente, la obligación del Hombre?
El autor ha publicado en Turner libros como Curiosidad, Cuántica, El peligroso encanto de lo invisible y Contra natura: Sobre la idea de crear seres humanos. Este último, publicado en el 2011 (Unnatural: The Heretical Idea of Making People en el original) ya se adentraba en la fascinación por el tema central del libro que reseñamos. Allí ya apelaba a esa mezcla de incredulidad, deslumbramiento y esperanza con que nos acercamos a cuestiones como la congelación de embriones y a dilemas morales tales como la gestación subrogada, la clonación humana o las células madre. Asuntos que, como sabemos, desembocan muchas veces en conversaciones encendidas, incluso viscerales entre grupos de amigos o familiares.
Philip Ball teje en este ensayo una historia convincente que es una reflexión sobre lo que significa ser humano y tener un “yo” frente a los nuevos desarrollos científicos. Un relato de creación corporal que va más allá del papel de los gametos para contar una recapitulación de la investigación más actualizada en la que la manipulación de una variedad de tipos de células dará lugar al desarrollo de partes del cuerpo que nunca, in vivo, hubieran emprendido. Así, pone ante nuestros ojos una mezcla erudita de experimentos biológicos del pasado o en curso –incluyendo algunos que involucran a su propio tejido– para acceder al potencial creativo completo de nuestras células. El autor de Cómo crear un ser humano no ignora que más de un lector pensará que los avances y experimentos que nos presenta son una nueva edición del eterno desafío de “jugar a ser Dios”. ¿Pero no ésta, finalmente, la obligación del Hombre?