Richard Holbrooke (Nueva York, 1941- Washington, 2010) era un hombre corpulento de apetitos pantagruélicos ‒para la comida, las mujeres, los elogios y, sobre todo, las maniobras diplomáticas y no diplomáticas‒ que a duras penas lograban satisfacer un ego desmedido igualado tan solo por sus inseguridades. En su condición de último gran verso suelto de la diplomacia del Siglo Americano, Holbrooke, con su celo turbopropulsado y su irrisoria falta de autoconciencia, se ganó admiradores fervientes y enemigos febriles, incluidos unos cuantos compañeros de toda la vida que pertenecieron apasionada y paradójicamente a ambos bandos. De hecho, el mismo Holbrooke quedó atrapado en la dualidad de ser su admirador más fervoroso y su peor enemigo.
Dudo que cualquier novela, ni siquiera una escrita conjuntamente por Graham Greene y Scott Fitzgerald, hubiese podido captar a Holbrooke en tu totalidad, y desde luego, pensé que ninguna biografía lo haría. Pero una lo ha conseguido. Nuestro hombre, de George Packer, retrata a Holbrooke en todo su adorable y exasperante voluntarioso esplendor: implacable, ambicioso, voraz, brillante, idealista, noble y necesitado; un hombre que contenía multitudes. El libro es, al mismo tiempo, una trepidante historia diplomática y una tragicomedia shakesperiana con Holbrooke pavoneándose y agitándose en el escenario.
Fundamentado en el acceso sin límite a los diarios y las cartas íntimas de Holbrooke, además de en casi 250 entrevistas, Nuestro hombre rebosa el atributo que dio la gracia salvadora a su protagonista: una honestidad intelectual provocadora sin contaminar, como lo estaba la de Holbrooke, por la posibilidad de ser manipulada. El resultado es tan vigorizante que Nuestro hombre no solo revitaliza, sino que, en cierta medida, reinventa el arte de la biografía periodística.
Packer no se muerde la lengua, y retrata los complejos matices de unas personalidades tan humanas como las de cualquiera –incluida su jefa Hillary Clinton y su archienemigo Barack Obama– con vibrante complejidad. Posiblemente a los aludidos se les crispará la cara al leer, pero luego harán un gesto de asentimiento. Lo mismo le ocurriría al propio Holbrooke. Casi puedo oírlo gritar a Packer desde la tumba, reprendiéndole por los pasajes más brutales, para luego deshacerse en halagos y derrochar su torpe encanto tras advertir la brillantez del retrato y el retratado.
Ocasionalmente, el autor establece con el lector una intimidad al estilo de su protagonista. "¿A Holbrooke?", empieza. "Sí, lo conocí. Su voz no se me va de la cabeza". Y, unas páginas más adelante, pregunta: "¿Le importa si pasamos por los primeros años con cierta premura? El jardín de infancia no encierra las claves de ninguno de los misterios que se abordan en este libro".
'Nuestro hombre' es al mismo tiempo una trepidante historia diplomática y una tragicomedia shakesperiana con Holbrooke pavoneándose y agitándose en el escenario
La clave de los misterios, por el contario, se encuentra en Vietnam. Cuando Holbrooke llegó a Saigón en 1963 como recién nombrado funcionario del Departamento de Estado, Estados Unidos todavía no estaba metido en un lodazal hasta la cintura. Su función como asesor en asuntos rurales era ayudar a ganarse "los corazones y las mentes" de las "aldeas estratégicas" como parte del programa de "pacificación" antes de que el napalm y los mecheros Zippo impregnasen esas palabras de un hedor irónico y, más adelante, siniestro. Él y sus compañeros leyeron El americano impasible, la novela de Graham Greene sobre Vietnam, pero no llegaron a apreciar del todo la inteligente descripción de su protagonista: "Nunca conocí a un hombre que tuviese mejores motivos para todos los problemas que ha causado".
Holbrooke fue uno de los primeros que albergaron dudas sobre la guerra. “A veces pienso que ese primer año en Vietnam fue lo mejor de Richard Holbrooke”, dice Packer. “Su ambición todavía tenía un aroma limpio, y la juventud jugaba a su favor: su coraje físico, su pasión moral, su energía y su entusiasmo, sus ganas de divertirse, su escepticismo, su disposición a hablar directamente a embajadores y generales”.
La carrera del diplomático alcanzó la cumbre con el presidente Clinton, cuando se dedicó a ir de acá para allá por los Balcanes lisonjeando a los señores de la guerra bosnios y a los criminales de guerra serbios para que hiciesen las paces. Su labor culminó en noviembre de 1995 con tres semanas de negociaciones en una base de las Fuerzas Aéreas cerca de Dayton, en Ohio, donde presionó al líder serbio Slobodan Milosevic y a otros participantes para que firmasen un acuerdo de paz. "Es justo reconocerlo. Él puso fin a una guerra", escribe Packer. "Para la diplomacia, para la verdadera diplomacia, hay que tener buenos pulmones".
Fiel a sí mismo, Holbrooke encabezó personalmente su propia campaña de cabildeo para el Premio Nobel de la Paz. Escribió cartas ensalzando su logro y presionó a otros para que las firmasen. También encontró repetidas excusas para viajar a Oslo, donde se reunió varias veces con el secretario del comité noruego del Nobel. "Hizo tanta campaña por el Premio Nobel que probablemente esa fuese una de las razones de que no lo obtuviese", comentó Clinton.
"Hizo tanta campaña por el Premio Nobel que probablemente esa fuese una de las razones de que no lo obtuviese", comentó Clinton
Tampoco obtuvo el otro premio que quería. Después de Dayton, Clinton prescindió de él para la Secretaría de Estado y dio el puesto a Madeleine Albright. A pesar de que estaban de acuerdo en la mayoría de los temas (o precisamente por ello), el desprecio de Holbrooke por Albright, mezcla de sexismo y rivalidad, brotaba cada cierto tiempo. En este universo, las partículas con la misma carga están destinadas a repelerse. Cuando Obama fue elegido presidente, Holbrooke volvió a presionar insistentemente, pero el presidente entrante se volvió alérgico a él. Cuando le llamó Dick en su primera reunión, Holbrooke lo interrumpió y le pidió que le llamase Richard. “Si Holbrooke se hubiese propuesto caerle mal de primeras, no podría haberlo hecho mejor”, cuenta Packer.
En vez de a Holbrooke, Obama reclutó a Hillary Clinton para la secretaría, quien desafiando valientemente la intensa resistencia de la Casa Blanca nombró a Holbrooke su representante especial para Afganistán y Pakistán. A diferencia de la multitud serena e inalterable que rodeaba a Obama, pues se dio cuenta de que lo mismo que hacía de Holbrooke una persona difícil, también le hacía un hombre competente.La tenacidad del diplomático mientras se movía por la zona le podría haber permitido, si hubiese tenido tiempo y apoyo, engatusar e intimidar a los orgullosos señores de la guerra de la misma manera que lo había hecho en los Balcanes. Pero pronto quedó claro que carecía por completo del respaldo del presidente.
En 2010, cuando corría a una reunión con Clinton, de repente, la cara se le puso roja y le fallaron las piernas. En su corazón había estallado un aneurisma y le había abierto un agujero en la aorta. Cuando llegó a la unidad de traumatología del hospital, el médico le dijo que se relajase. “No puedo relajarme”, respondió. “Estoy a cargo de Afganistán y Pakistán”. Murió al cabo de tres días, el 13 de diciembre. Los múltiples actos en su honor estaban repletos de amigos y enemigos. Obama tuvo que aguantar dos horas de testimonios. "Nunca pude entender a las personas que no lo apreciaban", dijo Clinton en su panegírico. "La mayoría no eran ni de lejos tan competentes como él".
El tema predominante de la vida de Holbrooke, detallado con perturbador detalle en el libro, fue la ambición. “De cerca, la ambición no es bonita”, dice Packer. “Es salvaje y grosera, y vergonzosa en los detalles. Debido a la mutación psicológica de Holbrooke que lo incapacitaba para verse a sí mismo […] nos permitió devorar con los ojos la ambición al desnudo”. Esta descripción esconde algo más sutil. La ambición de Holbrooke no fue su única traba; fue su incapacidad para disfrazarla como hacían los miembros más refinados de la élite aspirante de Washington.
Si solamente se pudiese leer un libro para entender la política exterior estadounidense y sus incursiones quijotescas a lo largo de los últimos 50 años, sería este
Lo difícil de escribir la biografía de un personaje influyente, como me enseñó mi intento de escribir la de Steven Jobs, es mostrar sinceramente la rudeza de su personalidad al mismo tiempo que se guía al lector a la conclusión, tan cierta para Holbrooke como para Jobs, de que sus impulsos sin adornos forman parte de su grandeza. "No creo que pisotee a la gente, pero si algo está mal, se lo digo a la cara", declaró Jobs en una ocasión. "Sé de lo que hablo, y por lo general resulta que tengo razón. Quizá exista una manera mejor, pero yo no la conozco". O, dicho de una manera más poética, "Las personas que están lo bastante locas para creer que pueden cambiar el mundo son las que lo cambian".
¿Por qué semejante mamotreto sobre un diplomático de nivel medio cuyo único gran logro fue ayudar a resolver un conflicto bélico en un lugar lejano con nombres impronunciables? Porque si solamente se pudiese leer un libro para entender la política exterior estadounidense y sus incursiones quijotescas en arenas movedizas a lo largo de los últimos 50 años, sería este. Hay que empezar por Vietnam, como hizo Holbrooke, y entender que la intervención de Estados Unidos fue una compleja mezcla de sinceridad y ceguera, de idealismo y arrogancia. Del mismo modo, en nuestras intervenciones posteriores, incluidas las de Irak, Siria y Afganistán, hubo buenas intenciones, ambiciones desmedidas y un déficit de humildad. Al igual que le ocurría a su protagonista, "nuestra confianza y nuestra energía, nuestra capacidad de llegar y de retener, nuestros excesos y nuestra ceguera no eran tan diferentes de los de Holbrooke", afirma Packer. "Él era nuestro hombre".
Totalmente. "Su voz todavía no se me va de la cabeza", concluye el autor. "Sé que un día empezará a desvanecerse junto con su recuerdo y con la idea de una vida vivida como si el mundo necesitase una mano estadounidense que ayude a arreglar las cosas. A estas alturas ya sabemos muy bien cuáles fueron sus errores. Pero ahora que Holbrooke se ha ido y empezamos a descubrir las alternativas, ¿no siente uno también cierto pesar? Vista así, la historia es cruel. De todas maneras, él la amaba".