Finalista del Premio Goncourt y succès d’estime en Francia, El gueto interior recrea el destino del abuelo de Santiago Amigorena (Buenos Aires, 1962). En 1928, Vicente emigró a Buenos Aires (descrita aquí como una capital eléctrica y optimista) desde Polonia, cargando con una herencia, su condición de judío, que él tenía por desactivada y olvidable. Hasta que llegan el nacionalsocialismo, la caída de su antiguo país, el gueto de Varsovia, la Shoah: y entonces ya no puede desentenderse de su compleja identidad (¿polaco, argentino, judío, padre, hijo?), porque su madre y su hermano siguen allí, en el gueto, víctimas del nazismo y su industria de muerte; con el agravante de que Vicente, como el resto del mundo, no puede acceder a una información clara de lo que ocurre en la Europa de Hitler. Impotente, desbordado por la culpa, el protagonista se somete a ese gueto interior del título, opta por un silencio casi bíblico, convierte su piel en un muro infranqueable. Su nieto, décadas después, nos lo cuenta en estas páginas.
Se me ocurre que la industria editorial y buena parte de los lectores que celebran El gueto interior habrán encontrado en ella un tratamiento de la Historia similar al de Éric Vuillard (ambos tienen experiencia como guionistas). Sea como sea, en el caso que nos ocupa convendría distinguir dos cosas: en la construcción de la memoria escrita de la Shoah, un libro como este ocupa un lugar, aunque sea menor, subsidiario, periférico; es algo que no diría nunca, en cambio, de pastiches afortunadamente ya olvidados como Las benévolas de Jonathan Littell.
En la memoria escrita de la Shoah 'El gueto interior' ocupa un lugar, aunque sea menor, algo que nunca diría de pastiches como 'Las benévolas' de Jonathan Littell
Porque lo que no es menor, ni periférico, es el tipo específico de dolor que revela la vida de Vicente, esa conexión íntima que traslada la violencia infligida a un cuerpo y una conciencia a otros cuerpos y conciencias. Esta crónica de una identidad múltiple y desgarrada podría desplegarse ante la cámara de Claude Lanzmann sin desmerecer en nada desde la perspectiva de su relevancia ética. Sin embargo, lo cierto es que Shoah de Claude Lanzmann no solo es una obra maestra por esa relevancia, sino también por la sabiduría de su puesta en escena y montaje: y si hablamos de literatura, El gueto interior provoca dudas. Aunque entendamos la apuesta por un estilo esquelético, lo cierto es que nos pasamos toda la lectura esperando que el libro arranque de una vez. Y no hablo de “arrancar a contar cosas”, no es esa clase de reproche ingenuo; además, la novela, en efecto, “cuenta cosas”. No, aquí me refiero a la sensación plana de su prosa; a su preferencia por la explicación explícita y didáctica; al esquematismo, en última instancia.
El lector observa cómo se ponen en marcha una serie de recursos que nunca alzan el vuelo: el montaje paralelo de la Gran Historia con la pequeña historia de Vicente; el paso ocasional a la perspectiva de su esposa… Además, hay una escena esencial resuelta en un tono folletinesco muy discutible, haciendo converger en un cambio de episodio dos elementos intensos de la trama que representan la vida y la muerte. No quiero ser más explícito, pero es el momento menos convincente. En definitiva, tampoco ayuda que algunos pasajes reflexivos parezcan parafrasear el diario de Viktor Klemperer de un modo, como dije antes, tan subsidiario.
Quizás lo mejor de El gueto interior llegue en sus dos últimas páginas, cuando el autor exhibe una pregunta fundamental sobre la memoria y la pequeña, íntima respuesta que él acierta a darle. Añadamos a eso la traducción y la nota final de Martín Caparrós, primo mayor de Amigorena, que ha vertido el francés original a un argentino arraigado y significativo: porque esta historia, al ser trasladada a un lenguaje que es léxico familiar y marca de época, enriquece su condición europea, argentina, vigente, nuestra.