Cuentista, biógrafa, dramaturga y, sobre todo, revolucionaria y mujer de acción, María Teresa León (Logroño, 1903-Madrid, 1988) comenzó a redactar Memoria de la melancolía a finales de los años sesenta en su refugio del Trastevere que compartía con su marido, Rafael Alberti y con su hija Aitana (1941), tras los más de veinte años de exilio vividos en Buenos Aires. Nostálgica de los años en los que fue la gran animadora cultural en los frentes de batalla de la España republicana, responsable también de la selección, traslado y protección de obras de arte durante la guerra, la autora del drama La tragedia optimista, y de novelas como Contra viento y marea o Juego limpio era, en palabras de Alberti, “una mujer maravillosa, pero maravillosamente desgraciada” la que comenzó a escribir su autobiografía.
El problema es que entonces, según el editor del libro, el poeta Benjamín Prado, tal vez estaba descubriendo los primeros síntomas del alzhéimer que padeció al final de su vida. Quizá por eso, ella misma confesaba en este libro que sabía bien que “vivir no es tan importante como recordar. Lo espantoso era no tener nada que recordar, dejando tras de sí una cinta sin señales”, mientras sentía el horror de que esos recuerdos se precipiten sobre uno, “y te muerdan y se revuelquen sobre tus entrañas, que es el lugar de la memoria”.
El resultado, esta Memoria de la melancolía, resulta “bellísima en su forma e interesantísima en su fondo”, según Prado, pues tiene la doble virtud de contar de primera mano episodios decisivos de nuestra historia, “y que esa mano sea una magnífica narradora cuyo estilo raya a menudo el territorio de la poesía”. Por no mencionar, insiste, que “su capacidad de análisis está a la altura de su poder de evocación, con lo que el volumen llama la atención tanto por lo que cuenta como por lo que sugiere. Es un gran libro de una gran mujer”.
De manera aparentemente dispersa, María Teresa León recrea todo lo que vio y sintió, a veces como si narrara el cuento de la niña “a la que se le iba a desarrollar junto con las trenzas un principio de crítica”, o fuese esa adolescente rebelde expulsada del colegio de monjas por leer libros prohibidos. Otras veces, en cambio, se recuerda junto a Alberti en las trincheras o en las calles del Madrid devastado por la Guerra Civil, exaltada y libre, a veces demasiado.
Antídoto contra la nostalgia
No evita, por ejemplo, si lo cree necesario, “llamar pobre a mi España ni desgraciado a mi pueblo ni desamparados a los que padecieron persecución”. Es el antídoto contra la nostalgia y el olvido de una republicana y comunista fervorosa que aún confiaba en que “siempre habrá quedado el eco, pues el único camino que no hemos hecho los desterrados de España es el de la resignación”. Memoria de la melancolía es por eso “la autobiografía de una mujer que amaba a su país, luchó por él, se lo quitaron y lo echó de menos cada día que pasó en el exilio”, subraya Prado. Cansada entonces de no saber dónde morirse, ajena a los cementerios “de los países donde vivimos”, León se preguntará, angustiada, si son conscientes los españoles “que quedaron por allá, o nacieron después, de quiénes somos los desterrados. Nosotros somos ellos, lo que ellos serán cuando se restablezca la verdad de la libertad. Nosotros, los del paraíso perdido”.
Ese paraíso perdido estaba repleto además de grandiosos personajes. Así, de niña la futura "Sinsombrero" conoció a Emilia Pardo Bazán, “redonda y riendo, como un gran perro sentado”; saludó en un palacio a la emperatriz Eugenia de Montijo, y aprendió a jugar al tenis con Américo Castro, guapo y fuerte, “gorjeando un poco de alegría cuando hablaba”. Ya casada con Alberti, una tarde fue a visitar a un conocido de luto y allí se encontró a Antonio Machado, “arrebujado y triste”, “con los pies sobre el braserillo pobre, consolando a un amigo”. De García Lorca afirma que era “el hombre que siempre llegaba tarde”, que a veces se citaba con amigos “y no llegaba nunca”, y lo retrata necesitado “de ataduras, respuestas, espejos. Su amistad, tierna y flexible, era dicha en voz alta”. Nuestra memorialista también destaca cuánto le gustaba hablar a Unamuno y que mientras charlaba, “sabio y torrencial”, sus dedos se movían incansables haciendo figuritas de papel; cuando menciona a León Felipe lo describe “siempre preocupado por la felicidad”, y de Bergamín destaca que no conoció “una inteligencia que chisporroteara más”.
La prueba definitiva de camus
En estas páginas se agolpan los amigos, los recuerdos. Por eso menciona a menudo a Pablo Neruda, que siempre les tendió la mano. Y a Bertolt Brecht, Juan Ramón, Picasso, Buñuel, Boris Pasternak, Stalin, Hemingway, Gide, o Frida Kahlo (“su presencia daba un agudo acento inteligente”). Y Camus: “que una tarde nos dijo: Si quiero conocer a alguno le pregunto: ¿Con quién estaba usted en la guerra de España? Si me dice con Franco, no vuelvo a saludarlo”.
De Madrid a Roma, de Buenos Aires a Cuba y París, de los años de gloria a los del exilio y el llanto, son cientos las aventuras que se deslizan en unas páginas en las que brilla Alberti. Así, leemos esta confesión abrumadora: “Ahora yo soy la cola del cometa. Él va delante. Rafael no ha perdido nunca su luz”. Ella tampoco, aunque a menudo las páginas de este libro estén cegadas por la falta de autocrítica y el entusiasmo comunista, que le hace proclamar que los años de la Guerra Civil fueron “los mejores de nuestra vida”. Lo triste es que cuando al fin regresó a España, con la memoria casi extraviada, no comprendió hasta qué punto, en su caso, tenía razón.