La gran mayoría de las personas apenas dejan trazas de su paso por la vida. Al principio las recuerdan los familiares, los amigos, pero poco a poco su recuerdo se debilita y en dos o tres generaciones caen en el completo olvido. Es inevitable, pero contribuye a que olvidemos que son las personas normales y corrientes las que, con sus trabajos, sus sufrimientos, sus pequeñas alegrías y sus modestos logros, hacen en verdad la historia. Mucho debemos a Euclides, a Colón, a Galileo, a Ada Lovelace, a Edward Jenner y a Winston Churchill, pero mucho más debemos a la muchedumbre de nuestros ignotos antepasados, que sentaron las bases del mundo en que vivimos, mucho mejor, aunque no esté de moda reconocerlo, que aquel en que ellos mismos vivieron. Por ello resulta encomiable el esfuerzo de quienes, mediante una paciente investigación, logran rescatar retazos de la vida de personas que no fueron excepcionales, pero que se encontraron entre los anónimos protagonistas, en este caso habría que decir víctimas, de grandes fenómenos históricos que no debemos ignorar.
En su monumental investigación literaria Archipiélago Gulag, Aleksandr Solzhenitsyn rescató del olvido a muchas de las víctimas del sistema de campos de concentración fundado por Lenin y desarrollado por Stalin. Entre ellas aparece, muy de pasada, un español, Julián Fuster Ribó, cuya pista ha seguido una joven politóloga e historiadora de origen rumano, hoy profesora en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Luiza Iordache Cârstea (Târgoviste, 1981). En 2007 entró en contacto con su hijo Rafael, quien, en la casa familiar de La Pobla de Montornès, donde su padre vivió sus últimos años, había conservado los papeles de este.
Allí había documentos laborales, cartas personales, fotografías, algunos escritos inéditos. En las fotografías aparece siempre como un hombre apuesto, demasiado apuesto como para que se pudiera utilizar una de ellas en la portada: no daba el tipo de un preso del Gulag y ha sido sustituido por la imagen de algunos de quienes a comienzos de los años treinta construyeron el infausto canal del Mar Blanco al Báltico, una empresa en la que murieron entre 12.000 y 25.000 trabajadores forzados.
Se calcula que unos 345 españoles pasaron por el Gulag, entre ellos "niños de la guerra" a quienes sus padres habían enviado a la seguridad de la Unión Soviética
Los papeles de Fuster eran muy insuficientes para reconstruir toda una vida, pero dada la pobreza de testimonios directos de los españoles que pasaron por los campos de concentración soviéticos, Iordache, gran especialista en el tema, se dio cuenta de que era un tesoro, que luego completó con documentación de diversos archivos. Se calcula que 345 españoles pasaron por el Gulag, entre ellos “niños de la guerra” a quienes sus padres habían enviado a la seguridad de la Unión Soviética, algunos de los maestros que los acompañaron, pilotos militares en formación, marineros de los buques españoles que se hallaban en puertos rusos al acabar la guerra y un puñado de militantes comunistas, que el partido debió considerar de espacial valía y que sin duda se sintieron muy afortunados al ser admitidos en la patria del socialismo.
Entre ellos se hallaba Fuster Ribó, militante comunista desde muy joven, que se licenció en Medicina en 1935 y al iniciarse la Guerra Civil se convirtió en jefe de Sanidad de una Brigada del Ejército Popular de la República. Fue uno de los miles y miles de refugiados que cruzaron la frontera al caer Cataluña y, como tantos otros, fue llevado a uno de los campos de concentración que la República francesa improvisó en las playas. Cabe imaginar su alegría cuando, unos meses después, supo que se hallaba entre los pocos que habían sido seleccionados para marchar a la Unión Soviética.
Volvió a España veinte años después, en uno de los buques que trajeron de regreso a su país a muchos españoles a los que finalmente se les permitió salir de Rusia. Desembarcó en Almería y quedó admirado sobre todo por los escaparates de las zapaterías. Puede parecer banal, pero no lo era. En la Unión Soviética todo el gigantesco esfuerzo económico, apoyado en una férrea disciplina laboral, se había centrado en la industria pesada y en la de armamento: las chimeneas y los cañones eran importantes, pero los zapatos no lo eran. Y por supuesto en ninguna tienda estatal soviética había nadie que colocara escaparates con tanto esmero como en las zapaterías de Almería.
Cuando Julián empezó a hablar de sus años en el Gulag sus familiares no le creía, preferían aferrarse a la imagen idealizada de la URSS que reconocer el horror
Su familia española se hallaba sin embargo en Cuba y allí marchó Julián con su esposa rusa. Al poco de llegar quedó aterrado: oyó un discurso de Fidel Castro y le recordó demasiado su experiencia en la Unión Soviética. Comenzó a hablar sobre ella y se encontró que ni su madre ni su hermana le creían, preferían aferrarse a la imagen idealizada del primer Estado socialista. Él debió pensar que la España de Franco era el mal menor, y tras una breve experiencia en la Organización Mundial de la Salud se asentó definitivamente en su país natal. Su competencia como cirujano le ayudó, como previamente le había ayudado en otras etapas de su agitada vida, incluida la más terrible: la del Gulag.
En realidad, es comprensible que sus propios familiares no quisieran oír nada de ello, era demasiado duro para quienes habían incorporado el sueño revolucionario a su propia identidad personal, admitir que en nombre de la revolución millones de personas habían sido enviadas al infierno de los campos de concentración, la mayoría de ellos sin motivo o por motivos triviales. En el caso de Julián, sus “culpas” eran el ser demasiado franco en criticar lo que no le gustaba, trabajar en una embajada, la de Argentina, y empeñarse en que se le autorizara la salida de la Unión Soviética. Dos de sus compañeros de la embajada habían intentado huir con ayuda de diplomáticos argentinos y fueron descubiertos. El propio Fuster contó el episodio en una carta a su hermana, que le fue incautada a un diplomático, en la que culpaba de la situación de los expatriados a “los líderes criminales del partido comunista español”, Dolores Ibárruri en primer lugar. Esa carta no debió ayudarle durante los brutales interrogatorios a que fue sometido tras su detención.
El testimonio de Julián Fuster es particularmente importante porque vivió en primera persona un destacado episodio en la historia del Gulag: la rebelión en el campo de Kergin en la primavera de 1954, muerto ya Stalin, que se prolongó durante un mes hasta que los reclusos fueron atacados por el ejército. Al hospital de Fuster llegaron personas aplastadas por las orugas de los tanques. Él nunca lo olvidó, nosotros tampoco debemos hacerlo.