Lorrie Moore (Nueva York, 1957) domina el arte del cuento: sus historias tienen el don de dejar en el rostro del lector la mueca extraña de quien se ríe y se duele a la vez o de quien no sabe muy bien si sentir lástima por un mundo sin remedio o morirse de amor una vez más. Así es la literatura de Moore: contundente, pero nunca fría; dura, pero siempre al final, cuánto lo necesitamos, esperanzada. Por eso me alegra tanto su reconocimiento en vida: en 1998 recibió el Premio O. Henry por su cuento “Gente así es la única que hay por aquí”; en 1999 ganó el Irish Times International Prize por su libro de relatos Pájaros de América; en 2004 obtuvo el Rea Award for the Short Story y en 2005, el PEN/Malamud Award, en ambos casos por su excelencia narradora. Desde 2006 es miembro de la American Academy of Arts and Letters e imparte clases de Lengua Inglesa en la Universidad de Wisconsin.
Cuentos completos reúne en un único volumen todos sus libros de relatos: Autoayuda (1985), Como la vida misma (1990), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2004). Que nadie se amedrente por el número de páginas: es una edición comodísima de manejar y además ahí dentro les espera un festín de humor quebradizo y de pequeñas miserias, una oda al desaliento de nuestras existencias (pos)posmodernas y a la risa fundamental que amortigua toda desgracia. Moore toma los pedazos insulsos de la vida cotidiana y los convierte en historias capaces de contar la condición humana de los siglos XX y XXI. El paisaje es el de Estados Unidos, es cierto, pero podría ser perfectamente el nuestro; de hecho, lo es: ciudades grises y lluvia, sol y días de primavera, aeropuertos, restaurantes, fiestas y vino, urbanizaciones de clase media, jardincitos y pubs, oficinas, hospitales, bebés enfermos y viejitas seniles. Vidas contadas en clave femenina que le sirven a la autora para señalar las contradicciones y las tensiones de las mujeres en sus relaciones con los hombres, el matrimonio, la familia, la maternidad, el amor y el paso del tiempo.
Autoayuda es una colección de cuentos deslumbrante. Como su título indica, se trata de una burla descarada y llena de aire fresco contra el lenguaje cursi y la ideología blandengue de esos manuales que vienen a prometernos la dicha eterna. Moore adopta el uso de la segunda persona imperativa y se dirige a un tú que somos todas nosotras para explicarnos cómo convertirnos en amantes ejemplares e insertarnos así en la tradición histérica, perdón, histórica (la broma es de la autora; ojalá fuera mía) de las mujeres enamoradas hasta las trancas de un hombre casado y, por lo general, más viejo, más feo y más egoísta que ellas. También utiliza la primera persona testimonial para que escuchemos la voz de esas madres que enseñan a sus hijas que “los hombres de talento tienen la cabeza muy ocupada” y que hay que perdonarles que nunca estén en casa. Hay historias de mastectomías y de divorcios, de esposas cleptómanas que comen para no morirse de pena porque una poeta escuálida se acuesta con su marido. Los relatos hablan de huecos y de vacíos y de vidas malogradas, pero lo hacen con una ironía tan lúcida y luminosa que nos descuadra.
Los cuentos de Lorrie Moore son como ponerse gafas para leer: de repente descubrimos que antes no veíamos bien
Los cuentos de Moore son como ponerse gafas de leer: de repente descubrimos que hasta ese momento no veíamos bien. La autora juega con los límites de la risa y del horror y con la capacidad del lector para soportar la desesperanza. Una de sus protagonistas dice que siente como si hubiera “una bomba nuclear colgada sobre todos y cada uno de nosotros”; pues bien, así escribe ella, como quien sostiene esas bombas en sus manos y decide sin aspavientos ni ruido estirar los dedos y girar las palmas de sus manos. Dejarlo todo caer, a ver qué pasa.
En Como la vida misma, las historias ahondan en la reflexión acerca de los motivos por los que deberíamos vivir o, como explica una de sus protagonistas: “si [el avión] no se estrellaba, si conseguías mantener en el aire toda tu inutilidad, se trataba simplemente de salir, localizar el equipaje y, en el tiempo de encontrar un taxi, haber dado con un motivo convincente para seguir viviendo”. Todos aquí están muertos de dolor y a la autora se le han quitado las ganas de reír. Es cierto que el humor no desaparece de forma radical, pero este conjunto de relatos es más seco, más terrible y al mismo tiempo más lírico, más delicado, como si la falta de fe exigiera más delicadeza para evitar el derrumbe de lo todavía humano.
Hundida en el hastío de lo cotidiano, la gente come sopas de lata y pan de sándwich mientras espera a que ocurra algo, cualquier cosa, una pequeña perturbación en la nada del día a día. La juventud se pierde, se termina la belleza y las mujeres, pero también los hombres, sienten pavor. Pese a la grisura de los cuentos me parece, sin embargo, que la autora nos propone concebir el amor como una solución desesperada (pero es que ¿hay acaso otra forma posible?) a la perspectiva de caer por el hueco del tiempo. Por eso las mujeres acumulan amantes y llenan las ausencias de sus hijos con seres desconocidos.
En este volumen les espera un festín de humor quebradizo y pequeñas miserias, una oda al desaliento de nuestras existencias
Entre el deseo y la realidad, siempre la grieta, una rasgadura que, en este libro, pero también en el siguiente, Pájaros de América, se dice con una sutileza brillante, conmovedora: “Si hubiera un lago, la luz de la luna bailaría sobre él con rabia”, pero no hay luna ni hay lago. Los pájaros de América son las actrices fracasadas que beben jerez y que engordan, las esposas que se van pronto a dormir para huir de la vida conyugal, los matrimonios terminales, las mujeres de 45 años que ensayan ante el espejo cómo rechazar citas porque ya se sabe que pronto estarán viejas y feas y qué vergüenza tener que ligar con estas edades. Eso lo digo yo porque Moore dice las cosas por elisión y por alusión y es el lector quien debe leer los agujeros abiertos en la textura de los cuentos. Agujeros que pretenden llegar a una comprensión aceptable de qué significa vivir y ser humano. Y lo consigue, vaya si lo consigue, porque es imposible leer esto y no sentir que algo se mueve adentro: “no había nada tan complejo en el mundo (ni una flor ni una piedra) como un simple hola de un ser humano”.
En Gracias por la compañía, la carcajada deja de ser “un aullido de perro” o “una tos seca” y vuelven la ironía y la sorna. Sonreímos aliviados con unos protagonistas que rondan los cincuenta años, una edad extraña donde “juventud y vejez cantan canciones a la vez”. Hombres y mujeres que prefieren estar locos a ser viejos deprimidos. La nostalgia, las plantas de oncología y de radiología contrastan con la cirugía plástica, las bodas y los bailes, como si de verdad, nos dijera Moore, no importa mucho que no haya nada que celebrar, porque la vida es en sí misma la celebración más bella y más absurda, igual que lo son sus cuentos.