Miguel Delibes sigue en tierra de nadie, soportando un injusto exilio. Pertenece a una generación sobre la que ha caído un inmerecido silencio: Cela, Laforet, Torrente Ballester, Martín Gaite. Casi nadie niega su genio, pero su orbe literario ha quedado relegado por muchos a simple testimonio de una época con unas preocupaciones muy alejadas del mundo actual. Pienso que es un juicio tan desacertado como el que intentó menoscabar en un pasado reciente el mérito de la obra de Galdós. Miguel Delibes no es un simple testigo de su tiempo, sino un escritor clarividente que atisbó los signos más preocupantes del porvenir. En 1975 leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, escogiendo como tema las agresiones contra la Naturaleza perpetradas por la civilización industrial. Su “humanismo ecológico” alertaba sobre los riesgos de una economía basada en la producción desaforada y el consumismo ciego, afirmando que el aislamiento social y el desarraigo existencial crecerían al mismo tiempo que el voraz e irracional progreso científico y tecnológico. Cazador de perdices y conejos, su amor al paisaje de Castilla le hizo alzar la voz tempranamente contra el fenómeno de la despoblación. Para su sensibilidad, siempre atenta a los cambios y matices del paisaje rural, las grandes ciudades eran gigantescos aparcamientos donde solo prosperaban la soledad, la indiferencia y el desencanto.

Su visión del campo no era idílica, como se aprecia en novelas como Las ratas (1962) o Los santos inocentes (1981), pero entendía que era un escenario donde el hombre conservaba sus vínculos con la tierra y su comprensión del ser como un trágico conflicto entre la vida y la muerte. Publicada en 1950, El camino expresa esa visión nada ingenua de la existencia, un interminable diálogo entre la fragilidad y la permanencia. Sin embargo, Delibes no escribió solo sobre el campo. La hoja roja (1959), Cinco horas con Mario (1966) o El príncipe destronado (1973) acreditan su finura para captar y reproducir la vida de las pequeñas ciudades de provincias, con una burguesía nada ilustrada y una clase trabajadora siempre soñando con el ascenso social.

Miguel Delibes nace el 17 de octubre de 1920 en Valladolid. Hijo de un catedrático de Derecho Mercantil y tercero de ocho hermanos, estudia primaria con las Hermanas Carmelitas y bachillerato con los Hermanos de la Salle. Su educación religiosa deja una profunda huella en su espíritu. Católico de ideas avanzadas, se identificaría plenamente con las reformas del Concilio Vaticano II. En 1936, ingresa en la Escuela de Comercio. Al mismo tiempo, realiza estudios de dibujo y modelado en la Escuela de Artes y Oficios de Valladolid. Dos años después, se alista voluntario en la Marina del bando franquista. De este modo, evita ser movilizado y destinado a infantería. Se forma en el buque escuela Galatea y sirve en el crucero Canarias.

Su experiencia de la guerra le inculca una profunda repugnancia hacia la violencia. No se siente identificado con ninguna de las dos Españas y sueña con una reconciliación que percibe muy improbable, al menos a corto plazo. Durante la posguerra, finaliza la carrera de Comercio y empieza Derecho. El 10 de octubre de 1941 comienza su larga colaboración con El Norte de Castilla. Inicialmente, es contratado como caricaturista, pero ya en 1942 publica su primer artículo: “El deporte de la caza mayor”. Delibes nunca fue un matarife. De hecho, se sentía incapaz de disparar a un venado, pues sus ojos le parecían muy humanos. Sufría incluso cuando tenía que rematar a un conejo. En Diario de un cazador (1955) y Diario de un emigrante (1958), dos novelas sobre la caza, deja muy claro que matar es algo marginal, no la esencia de una actividad que implica madrugar, pasear por el campo y establecer un alto grado de complicidad con un perro. La caza contribuye a la conservación de las especies, evitando la proliferación de ciertos animales y conteniendo la voracidad de los grandes depredadores. No sé si es cierto, pero sería injusto interpretar el idilio nunca roto entre Delibes y la caza como una forma de complacencia con la violencia.

En su discurso de recepción del Premio Cervantes, confesó: “Pasé la vida disfrazándome de otros. Veía crecer a mi alrededor seres como el mochuelo, el Nini... ellos son en buena parte mi biografía”

En 1944, consigue su carné de periodista con el número 1.176. Pasa a ser redactor de El Norte de Castilla y escribe críticas de cine que incluyen caricaturas de los actores. Firma como MAX: M de Miguel, A de Ángeles Castro, su novia, y X de futuro. Aún percibe su porvenir como una incógnita. En 1945, el futuro se aclara. Gana las oposiciones a la Cátedra de Derecho Mercantil de la Escuela de Comercio de Valladolid. Un texto de Joaquín Garrigues que memoriza para la oposición estimula su vocación literaria: “Garrigues consiguió interesarme por la palabra escrita, seducirme con sus múltiples combinaciones y ganarme para un mundo, el de las letras, en el que yo no hubiera soñado entrar”.

El 23 de abril de 1946 se casa con Ángeles Castro. Delibes le regala una bicicleta y ella le corresponde con una máquina de escribir. Viajan a Molledo Portolín, un pequeño pueblo de Santander del que procede la familia paterna del escritor. Escribe y publica su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, que obtiene el Premio Nadal e inicia su amistad con Josep Vergés, fundador de la Editorial Destino. La sombra del ciprés es alargada contiene los aspectos esenciales del mundo de Delibes: una aguda conciencia de fragilidad, un deseo unamuniano de inmortalidad, una interpelación permanente a Dios. Podemos afirmar que Delibes es un escritor existencialista. Su miedo a vivir en un universo absurdo solo se atenúa con una fe oscurecida por humanísimas dudas. El dolor de las pérdidas pone en tela de juicio la justicia divina. Delibes no elige la fe por capricho, sino porque la realidad le parece más inteligible a la luz de la providencia, que introduce orden y sentido en un cosmos aparentemente ciego y sin propósito.

Delibes en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes que ganó en 1994

En 1950, tras superar un brote de tuberculosis, publica El camino, su tercera novela y la evidencia de su madurez como escritor. Algunos señalan que la obra, con su exaltación de la vida en un pueblo, esconde un fondo regresivo, pero Delibes no se opone a la modernidad. Solo destaca el sufrimiento que experimenta la conciencia infantil del protagonista, Daniel, el Mochuelo, un niño de once años, cuando transita del paraíso de la inocencia a la crudeza de la edad adulta. El campo es el edén perdido, un lugar donde aún no ha penetrado la certeza de la finitud. Salpicada de imperfecciones y miserias, la ciudad es el escenario donde el ser humano se topa con sus límites, descubriendo que tal vez solo es una brizna en el vendaval del tiempo.

En 1952 es nombrado subdirector de El Norte de Castilla y no tardan en surgir los primeros roces con las autoridades, que no ven con buenos ojos su indiferencia hacia los actos oficiales y su preocupación por las clases más humildes. Delibes no es un revolucionario, sino un humanista y no encaja en la España de Franco. En 1955 obtiene el Premio Nacional de Narrativa por Diario de un cazador. En 1958 pasa a ser director de El Norte de Castilla, lo cual agravará sus problemas con el régimen. Viaja a Alemania, publica Las ratas, que le hace ganar el Premio de la Crítica, nace Camino, la última de sus siete hijos y, tras tormentosas desavenencias con Manuel Fraga, dimite como director de El Norte de Castilla, marchándose a Estados Unidos como profesor visitante de la Universidad de Maryland. En 1966 regresa a España y publica Cinco horas con Mario, considerada por muchos su obra maestra. El monólogo de Menchu frente a su marido no es un alegato antifranquista –de hecho, sorteó sin problemas la censura–, sino una indagación en esa España Negra que suspira por Trento y la Hispanidad, oponiéndose a cualquier transformación. Con Tiempo de silencio, La colmena y El Jarama, Cinco horas con Mario compone un conmovedor retablo de unas décadas de miedo, opresión e intolerancia.

Delibes no es un revolucionario, sino un humanista y no encaja en la España de Franco. En 1958 pasa a ser director de ‘El Norte de Castilla’, lo cual agravará sus problemas con el régimen

En 1973 Miguel Delibes fue elegido miembro de la Real Academia Española. La alegría por este logro se enturbió bruscamente cuando un año más tarde falleció su mujer, Ángeles Castro. Delibes perdía así su “equilibrio”, el afecto que durante años había logrado aplacar sus tendencias depresivas y su hondo pesimismo. Hasta 1991, no lograría escribir sobre su pérdida, alumbrando Señora de rojo sobre fondo gris, un bellísimo planto, transido de nostalgia y ternura. El vacío que abrió la muerte de Ángeles nunca se cerraría. Delibes era un hombre de fidelidades. Su amor a su esposa, a Castilla y a los viejos amigos creció con los años. Sucedió algo semejante con El Norte de Castilla y el Real Valladolid, dos pasiones firmes e indestructibles. Cuando le ofrecieron ser el primer director de El País, declinó la oferta, alegando que le quitaría demasiado tiempo y no podría seguir cultivando sus viejas lealtades.

Con Rosa Chacel y Rafael Alberti en 1991

A partir de los ochenta, los grandes galardones se suceden: Premio Príncipe de Asturias de las Letras, Caballero de las Artes y las Letras de la República Francesa, hijo predilecto de Valladolid, Premio Nacional de las Letras, Medalla de Oro de la Junta de Castilla y León. Propuesto para el Nobel en varias ocasiones, la Academia Sueca desestimó concederle el galardón. Esa omisión lo incluyó en la lista de los grandes agraviados: Galdós, Rubén Darío, Unamuno, Borges. Miguel Delibes falleció el 12 de marzo de 2010 en su casa de Valladolid, después de una larga batalla contra el cáncer de colon. El hereje fue su última novela. Con ella obtuvo el Premio Nacional de Narrativa de 1999. Al igual que Cervantes, Delibes simpatizó con el espíritu erasmista, que abogaba por una reforma de la Iglesia, capaz de recuperar la pureza del Evangelio, una meta imposible sin erradicar la corrupción del clero. El hereje narra la historia del imaginario Cipriano Salcedo, un comerciante de pieles de Valladolid que se integra en el círculo del doctor Cazalla y el noble Carlos de Seso, ambos personajes históricos. No se trata de un conventículo protestante, sino de un grupo de carácter iluminista inspirado por las enseñanzas de Juan de Valdés. Se ha acusado a Delibes de cometer ciertos anacronismos en la novela, pero es irrelevante en una ambiciosa sinfonía narrativa que reproduce con exactitud la melodía del siglo XVI, cuando el rumor de las plegarias convivía con el crepitar de las hogueras.

La fe de Delibes no excluía el humor. Cuando le preguntaron qué escribiría en su epitafio, respondió: “Cristo, espero que cumplas tu promesa”. ¿Es posible conocer completamente a un ser humano? ¿Sabemos quién era realmente Delibes? En su discurso de recepción del Premio Cervantes, confesó: “Pasé la vida disfrazándome de otros. Veía crecer a mi alrededor seres como el Mochuelo, Lorenzo el cazador, el viejo Eloy, el Nini, el señor Cayo, Azarías, Pacífico Pérez, seres que eran yo en diferentes coyunturas. Ellos iban redondeando sus vidas a costa de la mía. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía”.

Se ha dicho que Delibes fue un hombre de pocas ideas. Puede ser, pero sus ideas contenían lo esencial: pasión por el hombre y por la vida, amor a la libertad, anhelo de trascendencia y sensibilidad para lo pequeño y humilde. El escritor vallisoletano asumió la enseñanza fundamental de Adorno: “Dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Delibes prestó su voz a los que nadie quiere escuchar: niños, pobres, ancianos, enfermos. Su obra pertenece a la mejor tradición del realismo español. Con Cervantes y Galdós, nos invita a fijar nuestra mirada en los marginados y excluidos, protagonistas silenciosos de esa otra historia que solo los escritores pueden salvar del olvido. Pienso que si Delibes se hubiera cruzado con los galeotes del Quijote, los habría dejado en libertad, asumiendo que su gesto tal vez le acarrearía un disgusto. A pesar de su timidez y su aire de patricio romano, corría por su sangre el inconformismo ibérico.

@Rafael_Narbona