Mauricio Jalón, que desde la editorial Cuatro (Valladolid) rescató, en impecables ediciones, una parte sustancial de la obra ensayística de Juan Benet, se ha ocupado de armar con excelente criterio El amanecer podrido (Galaxia Gutenberg), colección de prosas narrativas escritas al alimón por Luis Martín-Santos y Juan Benet muy a finales de los años 40, en el momento más álgido de su amistad. Se trata de “pruebas de escritura”, de extensión y naturaleza muy dispar, en las que sus autores, entonces veinteañeros, ensayan su voz, con espíritu unas veces grave y otras lúdico. Sólo en algunas de estas piezas se perciben destellos de la promesa que en ellas late; lo que sí se reconocen, retrospectivamente, son notas, tonalidades, direcciones temáticas. Los originales no llevaban fecha, ni firma, ni orden. No de todas las piezas —67 en total— es posible identificar el autor, y constituye un reto entretenido especular, en esos casos, a quién pertenecen. En cualquier caso, fue iniciativa de sus autores agruparlas bajo el título que ahora llevan, razón por la que, a la muerte de Martín-Santos, en 1964, sus herederos consideraron publicarlas. Un propósito del que Juan Benet los disuadió con razones expuestas con radical franqueza en una admirable carta inédita que, junto a otros materiales de inestimable valor, se da aquí en apéndice.
La lectura de El amanecer podrido satisface con creces la muy razonable curiosidad que despierta. Pero su interés mayor reside en observar de qué modo, por los años en que se enderezaba la tendencia al realismo que iba a ser predominante en la narrativa española de los 50, dos novelistas llamados el uno (Martín-Santos) a desbordarla y el otro (Benet) a refutarla comparten dudas sobre sus alcances. A este respecto, el volumen incluye dos reveladoras “cartas abiertas”, supuestamente dirigidas a la revista Correo Literario en 1950, donde Martín-Santos y Benet postulan con actitud irreverente la práctica del “bajorrealismo”, concepto sobre el que teorizan en forma aún tímida e irresuelta.
Más de diez años después, el mismo año 1962 en que veía la luz Tiempo de silencio, la primera novela de Martín-Santos, Juan Marsé emprendía en compañía de un fotógrafo un recorrido por Andalucía, con el propósito de reflejar sus impresiones. Se trataba de un encargo de José Martínez, el impulsor de Ruedo Ibérico, con quien Marsé había establecido contacto durante su reciente estancia de casi un año en París. El resultado fue Viaje al sur, un texto que, terminado la primavera de 1963, Marsé mandó a Martínez, pero que, debido a las dificultades que pasaba la editorial, vio aplazada su publicación repetidamente, hasta que unos y otros se olvidaron del asunto, perdiéndose en el camino tanto el manuscrito como las fotografías que lo acompañaban. Los intentos que se hicieron mucho después de recuperarlo resultaron infructuosos, y el material se dio por perdido.
En 2012, durante los trabajos de investigación que precedieron a su formidable biografía de Marsé (Mientras llega la felicidad, Anagrama), Josep Maria Cuenca dio con una primera versión de Viaje al sur que el escritor conservaba, sin él recordarlo, entre sus papeles. El interés del texto era suficiente como para que los editores de Marsé contemplaran su publicación, que encomendaron a Andreu Jaume, responsable —para la misma editorial Lumen— de ediciones modélicas de Carlos Barral y de Jaime Gil de Biedma. El mismo Jaume narra en su introducción la cadena de circunstancias que, en el transcurso de su riguroso trabajo, condujeron al milagroso hallazgo, en Ámsterdam, del manuscrito definitivo.
Dado que la prensa dio cumplida noticia de este sensacional descubrimiento, obvio sus pormenores. Lo importante aquí es subrayar el valor altísimo de un texto de enorme importancia en la trayectoria de Marsé, en cuanto se imbrica decisivamente con la escritura de Últimas tardes con Teresa (1966), la novela en la que cuajó como escritor.
En la correspondencia con Martínez que se da como apéndice de Viaje al sur, Marsé se manifiesta persuadido de que este libro “es el mejor que he escrito hasta la fecha”, por encima de Encerrados con un solo juguete (1960) y Esta cara de la luna (1962). Y tiene razón; pues, aun tratándose, en definitiva, de un reportaje, o precisamente por eso, cabe aquí observar cómo la mirada y la técnica del novelista elaboran una realidad que Marsé no sólo registra fotográficamente (algo que ya hacen espléndidamente las fotografías de Albert Ripoll Guspi), sino que consigue atrapar y animar.
Viaje al sur se inserta en lo que constituye un subgénero del realismo de los años 50 y 60: la crónica documental de las zonas más deprimidas de la España franquista, realizada con abierta intención de denuncia. Pero en su correspondencia con Martínez, Marsé insiste en hacer “algo con más hondura; en fin, distinto”, aspira a escribir un libro de viajes “sólido, a ver si sentamos precedente y se acaban de una vez los ‘recorridos sentimentales’ de señoritos y el miserabilismo”.
Cuesta pensar que al escribir esto tuviera en mente Marsé precedentes como Campos de Níjar (1959) de Juan Goytisolo, y Caminando por las Hurdes (1960) de Antonio Ferres y Armando López Salinas, libros con los que sin embargo no queda más remedio que comparar Viaje al sur para, al hacerlo, apreciar de qué modo Marsé pone al servicio de su escritura no sólo su conciencia política, su cabreo y su rabia ante lo que ve, sino también su carnalidad, sus ganas de cachondeo y su congénita y esencial simpatía –además de su compasión– por la destartalada humanidad que contempla.
Con una década de diferencia, El amanecer podrido y Viaje al sur documentan cómo el imperativo ético y estético del realismo, que de manera ruin y tendenciosa se ha pretendido proyectar sobre la práctica totalidad de la narrativa española del franquismo, constituyó un patrón que ya desde sus comienzos dio lugar a reparos e insatisfacciones. Más de diez años tardarían Martín-Santos y Benet, desde posiciones ya para entonces marcadamente distanciadas, en fraguar su réplica a la fórmula literaria que prevaleció en los años de su juventud más temprana. Marsé, por su parte, varios años más joven, y novelista bastante más precoz, educado él mismo en esa fórmula, enseguida asumió la necesidad de complicarla y superarla.
Así, en uno y otro extremo del arco temporal que va de 1948 a 1963, los tres lustros en que el realismo vino a ser una especie de “estilo internacional”, estos dos libros ilustran los incipientes forcejeos con el estricto concepto de realidad al que éste pretendió atenerse, con la austeridad y la obediencia y la tristeza que comportaba.