Los parias de la tierra nunca han perdido la esperanza de asaltar los cielos. Con Thomas Müntzer, ese anhelo adquirió el espesor de lo posible. Un ejército de ocho mil campesinos, artesanos y mendigos le siguió hasta Frankenhausen, Turingia, para luchar contra los príncipes que los oprimían. Müntzer creyó que había llegado el Armagedón y animó a sus seguidores a pelear sin cuartel, comunicándoles que Dios le había asegurado la victoria. Un ejército de seis mil lansquenetes y caballeros exterminó a los rebeldes. Müntzer fue torturado y decapitado.
Éric Vuillard (Lyon, 1968), recrea esta peripecia en La guerra de los pobres, un libro muy breve, casi un cuento, que presenta su fórmula habitual: narrar la historia como si fuera literatura. En El orden del día, Vuillard nos contó con acierto la alianza entre el poder financiero y el partido nazi, recreando los pormenores del Anschluss. Ahora ha trasladado su procedimiento a la guerra de los campesinos alemanes del siglo XVI. El resultado, sin ser despreciable, no es tan brillante. La brevedad es una virtud que no debe confundirse con el esquematismo. No hace falta escribir mil páginas para componer un ambicioso fresco histórico, pero las noventa empleadas por el escritor francés para narrar el ascenso y la caída de Thomas Müntzer resultan insuficientes. La sublevación de los campesinos prefigura las grandes convulsiones de la historia de Europa. Su grito de emancipación traspasa los siglos, marcando el inicio de un largo proceso de ruptura que desemboca en la Revolución francesa.
Vuillard nos entrega reflexiones de notable calado, advirtiendo que “las historias verídicas nadie sabe contarlas”, pues la verdad tiene muchas caras. La rebelión encabezada por Müntzer solo puede comprenderse desde una perspectiva que incluya indistintamente lo material y lo teológico, lo histórico y lo sobrenatural. Ernst Bloch lo entendió y escribió un extraordinario ensayo que vinculaba el impulso revolucionario con la expectativa del Reino de Dios. Cuando se ha sufrido mucho en la tierra no es posible conformarse con la justicia. Se espera, además, la realización de una utopía que trascienda cualquier límite natural. La eternidad no es una simple prórroga de la vida, sino la reparación definitiva de los agravios y ultrajes. Así lo entendió Müntzer, que inflamó sus discursos con la presunción de que había llegado la hora de la segunda venida de Cristo, tal como profetiza el Apocalipsis.
Vuillard se queda en la cáscara del personaje, sin profundizar apenas. Cita a Bloch y a Kautsky, que dedicaron notables páginas al predicador, pero no va más allá. Nos revela, eso sí, que Nietzsche se inspiró en Thomas Müntzer, copiando su estilo sentencioso y apocalíptico, y establece una original analogía con el pintor chino Shen Zhou. La realidad no es una sucesión de compartimentos estancos, sino una red donde cada nudo está enlazado con otro. La cuerda que vibra en Occidente produce un eco en Oriente, mostrando que la vida es una constelación de simetrías. Los pájaros que pinta Shen Zhou son las fantasías de una muchedumbre oprimida que sueña con escapar de las páginas de la Historia. La libertad es un clamor que circunda toda la Tierra.
Vuillard nos recuerda que el Dios crucificado, el que eligió morir entre dos ladrones, no puede ser el dios de los ricos y satisfechos. Su mensaje siempre será incómodo y subversivo. Jesús no pretendió crear una nueva religión, sino llamar a los hombres a una nueva vida. La guerra de los pobres no es un mal libro, pero parece un viaje interrumpido. Su vuelo debería haber sido más largo o quizás más profundo, como esos cuentos de Borges que en unas pocas páginas desbrozan un problema filosófico o esclarecen el sentido de un mito. La concisión exige hondura y exactitud. Vuillard posee los recursos para lograr ese objetivo, pero esta vez ha medido mal. Sin embargo, logra emocionar y moviliza el ansia de conocer más a fondo la historia de Müntzer, falso profeta y rebelde sincero.