Al contemplar la historia, los hombres han perseguido conceptos para forjar teorías y hechos para armar relatos veraces. Por su parte, los artistas y poetas han procurado extraer de esos relatos, el elemento emocional. Es común, y acaso inevitable, la admiración o desprecio hacia un gobernante concreto, la devoción hacia un santo o un héroe, la veneración o rechazo hacia una civilización pretérita: los artistas y poetas siempre han trabajado sobre los materiales del pasado más eminente para estimular estos y otros afectos. Pues bien, nos dicen los manuales que la poética de la historia cambia, de alguna manera, a comienzos del siglo XIX, cuando irrumpe la novela histórica. ¿No se había mirado ya antes al pasado? Pues bien, ya no parece tan necesario un pasado eminente. Roma o Atenas sirven tanto como cualquier otro lugar.
Según este nuevo afecto, de cuño romántico, lo principal es el pasado, que se ha hecho hondo y sin término como una gran noche. En la novela histórica todo se subordina al exotismo de vivir en un tiempo extinto. El nuevo gusto por el pasado es más difuso ahora: antes había para el poeta en la historia un esplendor estimulante o un ideal; ahora hay, adosado a ello, una lejanía indefinida. Tras el crepúsculo de Napoleón Bonaparte, entre las cenizas de Europa, un nuevo cauce se abrió para las emociones con respecto al pasado por el pasado mismo. Walter Scott publicó anónimamente en Edimburgo, en 1820, Ivanhoe. Un romance. Es la primera novela histórica, si no cronológicamente, sí al menos en rango. ¡Sublime pasado, emociónanos!
En el año Galdós no importará que dejemos un hueco para este otro aniversario. Al fin y al cabo, los Episodios nacionales, no se entienden fuera del "siglo Scott", el siglo XIX. Goethe, Byron, Wordsworth, Chateaubriand, Balzac, Pushkin: todos ellos, contemporáneos, leyeron y comentaron a Scott. Lo admiraron más o menos. Hoy no sé si se lee poco, pero su lista de emuladores en las letras y el número de sus ediciones y traducciones a otras lenguas es impresionante. Este escocés de clase media fue abogado de formación, y nunca perdió la relación profesional con los tribunales. En paralelo con su vida de jurista, cultivó las letras, desde mucho antes de ser conocido. Escribió baladas sobre la salvaje Escocia y tradujo del alemán en su juventud, se enriqueció con las novelas en su madurez y padeció dos bancarrotas consecutivas en la vejez. Para la gente colgada de las antiguallas, para los eruditos del gran pasado y del pequeño pasado, los ingleses tienen la voz “antiquarian”: además de todo, Scott fue justamente eso. Ivanhoe, la apoteosis de este polígrafo, tiene algo de libro de anticuario. Parece un libro libresco, inspirado por otros libros, por las baladas y el folclore. Veamos de qué va.
Estamos en la región de Yorkshire, en 1192. Pisamos una Inglaterra dividida entre sajones y normandos. Los sajones son rudos, los normandos repipis. Éstos son el pueblo invasor que domina en la isla después de la Batalla de Hastings (1066). Además, la Tercera Cruzada ha fracasado. Los guerreros cristianos vuelven de Oriente, aunque el líder, el normando Ricardo Corazón de León anda extraviado: algunos lo esperan, otros aprovechan el vacío de poder. Hay castillos, hay caminos, hay pequeñas ciudades y espesos bosques. Nos topamos, de vez en cuando, con el judío Isaac de York y a su hija Rebecca, con bandidos (liderados por el mítico Robin Hood) o con un ermitaño.
Pues bien, en medio de este caos, el cruzado Sir Wilfred de Ivanhoe, un pequeño noble, retorna. Por un lado, los sajones (los suyos) están sufriendo el abuso de los normandos, malamente liderados por Juan Sin Tierra. Por otro lado, tiene Ivanhoe ambiciones amorosas con Lady Rowena. Además, debe hacer frente (en una justa o con la espada) al templario antagonista: Brian de Bois-Guilbert, uno de los villanos preferidos de Fernando Savater en Malos y malditos…
En el prólogo que hizo para Ivanhoe diez años después de su primera edición, Scott defiende que una "novela" se centra en hechos verídicos y cotidianos, mientras que un "romance", en el sentido anglosajón del término, es más bien una narración "maravillosa". Esto quiere ser este libro de 1820. Pero, ¿hay dragones, hay milagros, hay "criaturas intermedias" en Ivanhoe? Nada de eso. Lo maravilloso es, justamente, el mentado afecto hacia la historia. Hace poco, José Luis Pardo contó en una conferencia que, en la Galería de Retratos de Edimburgo, hay un cartelito junto a un retrato de Scott, que señala que se trata de un "romántico". Por tanto, (¡cuidado!) no habría que fiarse de la veracidad de sus emocionantes libros de ficción.
Aunque tampoco es sólo sobre el gusto sobre pasado, este retrato veraz o no de la "merry England". Como señaló Georg Luckács, un tema clave de la novela histórica en Scott, es la búsqueda pragmática del término medio "que mantiene, pese a todo, los extremos". Es decir, la sociedad está fragmentada, y el héroe (nada atormentado, nada byroniano) debe ser una suerte de aglutinante. Así, Ivanhoe, el miembro de la pequeña nobleza, representa un puente entre normandos y sajones, entre cristianos y hebreos.
En lo que respecta a los judíos, parece que el libro tuvo algo de inspiración para el programa político filosemita de la Joven Inglaterra (la de la reina Victoria y Benjamin Disraeli), según apuntan Antonio Lastra y Ángeles García en su introducción para la editorial Cátedra. Ciertamente, los románticos españoles también leyeron el medievalismo de Scott en clave liberal. Al de tres años de su publicación, nuestro heterodoxo exiliado José María Blanco White tradujo al español, desde Londres, unos pasajes de Ivanhoe, al inicio de la Década Ominosa.