Madrid no es París ni Londres ni Berlín ni Roma ni tan siquiera Barcelona. Esta perogrullada ha servido para denostar las dimensiones relativamente pequeñas del centro histórico, así como el urbanismo torturado de una urbe que esconde sus tesoros. Los tiene, y abundantes, pero sobreviven aislados y uno diría que bajo permanente amenaza. Así hemos crecido los madrileños: tan convencidos de que las virtudes de nuestra ciudad no entran por los ojos, que nos sorprende cuando alguien la califica de bonita. Me pasó hace poco con una napolitana. En Madrid, salvo excepciones, cada reforma urbanística se ha hecho en contra de ella misma. Como si quisieran pertinazmente destruirla para reparar el error de Felipe II al colocar en ella la capital de un imperio que construía catedrales en América pero se olvidó de construirla en el centro del que emanaba todo ese poder. Además, fue víctima de una guerra y de la inquina posterior del general que la ganó.
Salgo de paseo una mañana de viernes laborable, víspera de un puente raro con confinamiento perimetral, uno de esos días claros de Madrid en los que no es descabellado sentir que vivimos efectivamente bajo el mismo cielo que pintaron Velázquez y Goya. El teletrabajo ha despojado a las calles de su bullicio de oficinistas y recaderos, y los comercios y bares lo acusan. Si no fuera por los dramas agazapados, sería motivo de celebración. La Puerta del Sol, adonde he llegado subiendo por Alcalá desde el cruce con Gran Vía, se contempla mejor así. Han desaparecido los pedigüeños disfrazados de peluche gigante o de estatua, ningún predicador atrona bienaventuranzas micrófono en mano e incluso las vendedoras de lotería parecen haber menguado. Aquí, el 2 de mayo de 1808, cuando ni siquiera era una plaza sino apenas un esquinazo ancho donde se alineaban la Casa de Correos con una iglesia y un convento ya desaparecidos, cargaron los mamelucos contra el pueblo de Madrid en rebeldía. Goya, que tenía su casa cerca, pintó la escena seis años después. Como correspondía a alguien que vivió la invasión francesa con ambivalencia, la despojó de cualquier épica patriótica para centrarse en la violencia de la refriega.
En la Plaza de Oriente, junto a la puerta de palacio, hay un monolito que recuerda el punto exacto donde estalló la revuelta. Lo colocó el Círculo de Bellas Artes en el primer centenario y resulta de una agradable sobriedad. Tocaría ahora asomarse a los Jardines de Sabatini, pero estos permanecen cerrados como consecuencia de la remodelación de la Plaza de España, cuyas obras se alargan hasta el comienzo de la calle de Ferraz. De camino hacia allí, por las aberturas en las lonas que recubren las vallas protectoras, es posible ver las bóvedas de ladrillo de los sótanos del antiguo palacio de Godoy, derribado en los años 30 del siglo pasado para ampliar la calle de Bailén. Pese al olvido y la injuria, sorprende su buen estado de conservación. A la altura de los jardines de Fanjul, y también por un agujero en la lona, echo un vistazo al monumento Al Pueblo del dos de mayo de 1808: un hombre y una mujer caídos sobre los que se alzan en confuso revoltillo un cañón, un niño asustado, un militar y un ángel sosteniendo una bandera plegada. Al parecer el día de su solemne inauguración en presencia de Alfonso XIII, de Antonio Maura y del Conde de Peñalver el bronce no estaba listo y se sustituyó por un modelo en escayola pintado. Por supuesto, días después, antes de que se pudiera rectificar el cambiazo, lo destiñeron las lluvias.
En la explanada del templo de Debod, en lo alto de la colina de Príncipe Pío, está el que probablemente sea el mirador más espectacular de Madrid. A un lado, la cornisa de la ciudad hasta la cúpula de San Francisco el Grande; al frente, la masa arbórea de la Casa de Campo; y, a la derecha, el Parque del Oeste. En vida de Goya, desde aquí y hasta el Pardo se sucedían las dehesas. La de la Florida, que alcanzaba Argüelles, pertenecía a los reyes desde que María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, se celó de la finca de recreo que tenía la Duquesa de Alba. Unos cientos de metros más adelante, en el actual Paseo del Pintor Rosales, donde se ubica la estación del teleférico, había una tejería que fue el escenario del arcabuzamiento por soldados franceses de 44 madrileños acusados de participar en los disturbios. Hubo otras ejecuciones en otros puntos de la ciudad, pero esa fue la que representó Goya en El 3 de mayo en Madrid. Gracias a que una de las víctimas se escabulló colina abajo salvando la vida, pudo situarla con todo verismo.
Si descendemos por las escaleras del teleférico hacia el Paseo del Rey, llegamos al que debiera ser uno de los rincones más bellos de la ciudad, donde comparten vecindad la Escuela de Cerámica y el Cementerio de la Florida. Sólo lo es en parte debido a que los trenes de Príncipe Pío pasan demasiado cerca y el lugar se ha convertido en una encrucijada de grafitis y excrementos ocultos tras los lienzos pétreos de un fallido monumento a Goya que sólo se divisa en plenitud al cruzar las vías por la pasarela.
Qué extrañeza produce entrar luego en la Ermita de San Antonio e imaginar a Goya, no hace tanto tiempo, subido al andamio para pintar los frescos. ¿A quién quería representar en esos sensuales ángeles femeninos que descorren los cortinajes de la cúpula donde se reproduce el milagro? Con todo, mi mayor sorpresa no me la deparan la ermita, que ya conozco, ni reparar por primera vez en una solitaria tumba fuera de la nave. Es de una mujer y está sola porque murió joven y su marido, como sugiere la leyenda, volvió a casarse. La enterraron en 1887, doce años antes de que la tumba de Goya, que reposa sin cabeza y con su consuegro, fuera trasladada desde el cementerio de Burdeos. El verdadero colofón de mi paseo llega al salir y es casi sobrenatural. En la isleta donde está la estatua de Goya sentado, un mariachi con traje charro de color negro canta ahora Las mañanitas ante una multitud invisible.