Amor. Convencida de que había tres cosas “por las que he nacido y por las que doy mi vida. Nací para amar a los demás, nací para escribir, y nací para criar a mis hijos” (Jornal do Brasil, 1968), el amor (tanto el filial, como el maternal y el erótico o sentimental) la hizo profundamente desdichada. Quizá por eso, cuando murió uno de sus mejores amigos, escribió: “No, no quiero amar a nadie más porque duele. No puedo soportar una muerte más de alguien que me sea querido. Mi mundo está lleno de personas que son mías y no puedo perderlas sin perderme a mí misma”.
Brasil. Casada con un diplomático, la escritora pasó fuera de Brasil casi dieciséis años. “Cuando no soportaba la nostalgia volvía”. Brasileña de corazón (“Tengo una alegría: pertenezco a mi país”), jamás quiso regresar a Rusia, aunque según Benjamin Moser, autor de la biografía definitiva Por qué este mundo (Siruela), muchos de sus compatriotas siempre la consideraron extranjera. La razón no era su lugar de nacimiento, o no solo, sino su peculiar manera de hablar, pues “ceceaba y sus erres ásperas y guturales le conferían un acento extraño”. No quiso operarse y siempre se debatió “entre su necesidad de pertenecer y la terca insistencia de mantenerse aparte”.
Chechelnik. Aldea de Ucrania en la que el 10 de diciembre de 1920 nació Clarice. Según la propia Lispector era “tan pequeño e insignificante que ni siquiera está en el mapa. Cuando mi madre estaba embarazada de mí, mis padres se dirigían a Estados Unidos o a Brasil, aún no lo habían decidido. Se detuvieron en Chechelnik para que pudiera nacer y luego prosiguieron su camino. Llegué a Brasil cuando tenía solo dos meses” (Descoberta).
Dinero. La vida y obra de Lispector estuvieron marcadas por la pobreza padecida en su infancia. La suya fue la miseria del inmigrante, del superviviente de los pogromos europeos. En Brasil, su padre, convertido en buhonero, sobrevivió comprando y vendiendo ropa vieja y fabricando jabón. Quizá por eso, cuando se separó de su marido, Clarice aceptó cualquier colaboración en prensa que surgiera, aunque, para no perjudicar su imagen de novelista, a menudo recurrió a seudónimos como el de Teresa Quadros. También escribió en Diário da Tarde una página que firmaba como Ilka Soares, la actriz. “La mitad del dinero era para ella, y la otra mitad, para mí”, confesó, divertida, en una entrevista.
Enigma. La propia Lispector lo sabía: “Soy tan misteriosa –escribió– que ni yo misma me entiendo”. En su célebre biografía, Moser la describe como una mujer “parlanchina y extrovertida en ocasiones, silenciosa e incomprensible en otras”, admirada como escritora pero que se describía como simple ama de casa. Rosa Chacel, que la visitó en su casa del barrio de Leme, la retrató como una pantera. Sus oscuros relatos, llenos de sensaciones, acentúan un enigma que sus escasas entrevistas, repletas de telegráficas respuestas, no ayudan a despejar.
Feminismo. Convertida en icono del feminismo internacional por su mirada poco convencional a la realidad, Clarice era hija de su tiempo, y, por tanto, se mostraba equidistante del conservadurismo arraigado y del feminismo exaltado. Sus colaboraciones en prensa contenían consejos de belleza, sorprendentes recetas de cocina o recomendaciones para conseguir una vida familiar feliz. También la mayor parte de quienes protagonizan sus relatos son, en palabras de Laura Freixas, “mujeres domesticadas”.
Gurgel Valente, Maury. Mientras estudiaba Derecho en la Universidad del Brasil, carrera que inició en1939 casi por azar, en realidad por una observación de su padre sobre su afición a defender los derechos de los más humildes, Clarice conoció a su futuro marido, Maury Gurgel, con quien se casó en 1943. Al acabar la carrera, acompañó a Maury a una serie de viajes que les llevarían a Nápoles, Berna, Londres, París o Washington, donde nació su hijo Paulo, hasta la separación del matrimonio en 1959 y el regreso a Brasil.
Hijos. La maternidad fue una verdadera obsesión para la brasileña. Cuando le preguntaban por sus prioridades, aseguraba que si tuviera que elegir entre sus hijos, Pedro y Paulo, y la escritura, “desistiría de la literatura. No tengo dudas de que como madre soy más importante que como escritora”. Y, sin embargo, unía a menudo estas pasiones, como recuerda su hijo Paulo: “Un día le pedí una historia y ella escribió El misterio del conejo pensante”. La enfermedad de su hijo mayor, Pedro, esquizofrénico, acentuó su depresión.
Incendio. Adicta al tabaco y a las pastillas para dormir, una noche, a mediados de septiembre de 1966, se quedó dormida mientras fumaba. Al amanecer, la habitación estaba en llamas. En un intento desesperado por salvar sus papeles, intentó apagar el fuego con sus propias manos y se las abrasó, sobre todo la derecha, que quedó deformada e inútil. El dolor fue insoportable y durante tres días se debatió entre la vida y la muerte. Más tarde escribiría que había aprovechado para gritar pero no solo de dolor, sino “por el pasado y por el presente. Incluso por el futuro, por Dios”.
Maestros. Aunque aseguraba que no eran muchos los autores que le habían influido como narradora, en una entrevista recogida en Donde se enseñará a ser feliz (Siruela) reconoció que Crimen y castigo, de Dostoyevski le había provocado “una fiebre real” y que El lobo estepario de Hermann Hesse también le “afectó mucho”. Además destacó que con su primer sueldo compró el libro de una desconocida, al sentir que “Eso de ahí soy yo. No sabía que Katherine Mansfield era famosa. El libro era Felicidad”. En cuanto a Virginia Woolf, le fascinó Orlando; a Kafka lo descubrió más tarde, sintiendo, decía, “una gran proximidad”.
Narradora. Escritora vocacional (“desde los siete años yo ya fabulaba”), se estrenó como narradora a los veintitrés, con la publicación de Cerca del corazón salvaje (1943), premio Graça Aranha al mejor libro del año, aunque antes habían aparecido en periódicos y revistas dieciséis relatos. Después vendrían los cuentos de Lazos de familia (1960) y novelas como La manzana en la oscuridad (1961); La pasión según G. H. (1964), considerada su obra maestra; Un aprendizaje o el libro de los placeres (1969); Agua viva (1973) y La hora de la estrella (1977).
Piratería. La primera vez que Lispector visitó Argentina, se quedó pasmada al descubrir cuánto la admiraban, pues habían publicado allí casi todos sus libros, naturalmente sin pedir permiso ni pagarle un centavo. Entrevistas, homenajes, “incluso una mujer me besó la mano”, recordaba divertida. Afortunadamente, la legendaria Carmen Balcells le propuso convertirse en su agente. La brasileña aceptó, pues Balcells le demostró que “estaba siendo muy explotada incluso en su propio país”.
Rutina. Cuando comenzaba una novela o un relato, Clarice Lispector carecía de planes previos sólidamente estructurados. Así, solía decir que “Hay quienes sólo se ponen a escribir cuando tienen todo el libro en la cabeza. Yo no. Voy siguiéndome y no sé en qué va a acabar. Después voy descubriendo lo que quería”. Mientras creaba, prefería que nada, ninguna otra lectura o autor, la perturbarse, y evitaba las críticas, que interferían incluso en su vida íntima.
Sífilis. Por asombroso que resulte, la sífilis fue la causa del nacimiento de Clarice. Su madre, Mania, fue violada por soldados bolcheviques veinte años antes de que la penicilina fuese un tratamiento habitual, pero existía entonces la superstición de que el nacimiento de un hijo podía curar esa enfermedad. “Así que fui creada adrede –escribió años después Clarice–, con amor y esperanza. Pero no curé a mi madre. Y, hasta el día de hoy, me pesa esa culpa: me crearon con una misión específica y les fallé”.
Teatro. Aunque novelas como La manzana en la oscuridad o La pasión según G. H. fueron llevadas a la escena, en realidad Lispector solo escribió una obra teatral, La pecadora quemada y los ángeles armoniosos, “por diversión, mientras esperaba el nacimiento de mi primer hijo”. Publicada en 1964, en el volumen La legión extranjera, más tarde comentaría lo mucho que disfrutó con ella, “descubriendo una especie de estilo polvoriento, mezcla de lecturas vulgares de adolescencia”.
Vida. El nombre real de Clarice era Haia o Chaya, según se transcriban los caracteres hebraicos. Chaya, en yiddish, significa vida. Y a la vida hacía referencia una de las últimas anotaciones de la escritora. En La hora de la estrella, Clarice anuncia su muerte; pocos días después de su publicación fue ingresada en el hospital, donde murió de cáncer de ovarios el 9 de diciembre de 1977, víspera de su cumpleaños. En ese fragmento, escribe: “No llores a los muertos. Ellos saben lo que hacen”