John le Carré se ha marchado con la misma discreción y elegancia con la que vivió. Desde hacía veinte años residía en Cornualles, lejos del vértigo de las grandes ciudades, pero siempre pendiente de la actualidad. Indignado por el Brexit, al que calificaba de idiotez sin límites, se preguntaba si Boris Johnson y Donald Trump no trabajaban para la Unión Soviética, pues su agresivo populismo se había convertido en una gravísima amenaza para la estabilidad de las democracias occidentales.
Nacido en 1931 en Poole, condado de Dorset, Inglaterra, había crecido en un hogar inestable. Su padre, Ronnie, era un estafador que pasó en varias ocasiones por la cárcel y que maltrataba a su mujer y a sus hijos. El futuro espía y escritor se llamaba entonces David John Moore Cornwell. Su madre huyó del hogar familiar cuando él solo tenía cinco años. David continuó soportando los malos tratos de un padre que le intimidaba no tanto por la violencia, sino por sus gestos amenazadores. Su mandíbula desencajada y sus ojos turbios le inspiraban más terror que los golpes. El padre de Le Carré pasó por las cárceles de Hong Kong, Singapur, Yakarta, Zúrich.
Con los años, sorprendido por el éxito editorial de su hijo, le exigió una parte de los derechos de autor, pues sostenía que le había servido de modelo para construir a algunos de sus personajes y, sobre todo, como guía en un mundo donde no es posible sobrevivir, mostrándose sincero y honesto. En su autobiografía, Volar en círculos, Le Carré reconoció que se había acostumbrado a mentir. Era un requisito imprescindible para ser agente del MI6 británico. La mentira no era un simple engaño, sino una realidad alternativa. La objetividad solo es una ilusión, especialmente en un mundo donde los grandes asuntos de la política internacional se resuelven en la trastienda.
En Volar en círculos, Le Carré cumplió su promesa de ser leal a su país antes que a sus amigos. No hizo un ajuste de cuentas con su pasado como espía, ni denigró a los servicios secretos para los que había trabajado, pero admitió que en la era de la Guerra Fría carecía de sentido hablar de métodos inmorales. La Unión Soviética se anticipaba a Occidente en todo, como un diestro jugador de ajedrez que ha deducido el movimiento de su adversario antes de que se produzca. ¿Significa eso que Le Carré era un cínico? En absoluto. Solo era realista y obraba de acuerdo con los criterios de una ética de la responsabilidad.
Dentro de esa perspectiva, la discreción no era una opción, sino un principio irrenunciable. Nunca explicó cómo había adoptado su pseudónimo, ni contó nada que comprometiera la seguridad de su país. “Nací para mentir”, reconoció. “Me educaron para ello. Sin esa habilidad, no habría sido novelista”. Le Carré parece evocar la reflexión de Vargas Llosa sobre la ficción. La novela es una fantasía, una mentira, pero alberga verdades intemporales. Mientras la realidad se desvanece, la ficción pervive, proporcionando claves que nos permiten interpretar y comprender la realidad.
La infancia de David, un drama digno de Dickens, le convirtió —según sus palabras— en “un niño congelado”. Se acostumbró a reprimir sus emociones, a fugarse de la realidad por una esquina, a ser invisible cuando las circunstancias lo aconsejaban. En Volar en círculos, nos cuenta que a los diecisiete años se marchó a Berna, adquiriendo enseguida una “afición indiscriminada por todo lo alemán”. Visitó las ciudades destruidas de la cuenca del Ruhr y los campos de concentración de Dachau y Bergen-Belsen. Durante ese viaje iniciático, comenzó a trabajar para el servicio secreto británico. Políglota, recorrió el mundo con identidades falsas. Vivió peripecias que se fueron desdibujando con los años. Al mirar hacia atrás, descubrió que los recuerdos son tan escurridizos como “una pastilla de jabón mojada”. Profesor en la elitista Eton, entendió que escribir y espiar eran actividades similares.
En 1961 nació George Smiley con Llamada para un muerto. Smiley había sido reclutado en Oxford. Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, se dedicó a buscar alemanes que estuviera dispuestos a trabajar como agentes británicos. Después de la contienda, admitió con pesar que Occidente no podía desperdiciar el talento de antiguos espías nazis. Su experiencia constituía una baza esencial para luchar contra el oso ruso, cuyas ambiciones habían partido en dos Europa, levantando un infame telón de acero. Casado con Lady Ann Sercombe, una hermosa y disoluta aristócrata, Smiley era un hombre de apariencia gris y anodina. Tras la ruptura de su matrimonio, dedicó su vida a cazar a Bill Haydon, un topo del KGB en el MI6.
Bill Haydon es una recreación de Kim Philby, el famoso doble —o triple— agente que desertó tras entregar secretos de Estado a la Unión Soviética, refugiándose en Moscú, donde su afición al vodka le convirtió en un despojo humano. Póstumamente, fue nombrado héroe de la Unión Soviética. Bon vivant de la vieja escuela y hombre de mundo, dejó una huella perdurable en las novelas de Le Carré y Graham Greene.
Siempre he creído que Smiley y Bill Haydon son dos personajes de la misma estirpe que las criaturas de Shakespeare: figuras trágicas que muestran la insondable profundidad de la condición humana. Si la supervivencia de un autor se mide por su capacidad de incorporar a la realidad arquetipos que expresan emociones universales, Le Carré tiene garantizada la posteridad, pues ya es imposible comprender la Guerra Fría sin Smiley y “Karla”, dos agentes que soportaron en sus carnes las paradojas y aberraciones de un tiempo donde ser fiel a una causa implicaba transigir con la traición, el chantaje y el crimen.
Con El espía que surgió del frío, publicada en 1963, Le Carré logró su primera obra maestra. Magistralmente adaptada al cine por Martin Ritt, que explotó sabiamente los contrastes entre el blanco y el negro para crear una atmósfera opresiva y claustrofóbica con tintes expresionistas, el agente británico Alec Leamas (en la pantalla un Richard Burton en estado de gracia) encarna una vez más el dilema de hacer cosas éticamente reprobables por un fin justo.
Sin embargo, su cinismo no llegará tan lejos como para renunciar al amor. Su debilidad le costará muy cara, evidenciando que en el mundo de los espías los afectos no tienen cabida. Le Carré señaló que el espionaje fue para él algo análogo al mar para C. S. Forester o la India para Paul Scott. No se trata del único espía que se hizo escritor. Somerset Maugham, un espía mediocre, y Graham Greene, un católico atormentado por los sentimientos de culpa, también pusieron su inteligencia al servicio de su país, trabajando como agentes secretos y sembrando en sus libros las vivencias que había acumulado como celadores y rastreadores de secretos.
Publicada en 1974, El topo es la novela más perfecta de Le Carré. Ya es imposible separar a Smiley de Alec Guinness, que le dio vida en la pantalla, logrando unas interpretaciones llenas de fuerza y matices. El topo, lejos de ser una obra que ensalza la lucha contra el espionaje soviético, muestra la triste suerte de los espías, obligados a sacrificarlo todo por su causa. Matrimonios rotos, alcoholismo, depresiones, soledad. Casi todos los agentes pasan por esas experiencias. Lo más grave es que su infelicidad corre pareja a su deshumanización. Un espía vende su alma al diablo. Lo hace por convicción, aceptando condenarse para salvar a su país de las peores calamidades. Sus sentimientos mueren poco a poco hasta transformarlo en un autómata. El topo es una novela muy triste que recorre el paisaje interior de los agentes, seres que viven entre ruinas emocionales, sin otro punto del fuga que el trabajo, el alcohol y la apatía emocional.
Le Carré a veces enreda demasiado las tramas, fatigando al lector, pero sus personajes siempre actúan como una brújula que marca el rumbo. El honorable colegial, La gente de Smiley o El legado de los espías prolongan el universo de Smiley, ese agente sagaz y valiente que pasa desapercibido en la vida cotidiana. Smiley no es mediocre, pero su trabajo le impone parecerlo. Con Le Carré y Graham Greene, la novela de espías dejó de ser un subgénero. Frente a los libros que solo pretendían entretener, los dos autores británicos tejieron un universo complejo, con personajes muy humanos y tramas que destruían el mito de James Bond. El espía no es un superhombre, sino un funcionario que trabaja en un despacho o que se infiltra en el servicio secreto rival, aceptando vivir una impostura incompatible con la amistad y la familia. Alejado de la épica, el espía siempre es un perdedor, pues sus hazañas —si las hay— permanecerán ocultas y sus errores se airearán para excusar a sus superiores.
Le Carré nunca olvidó su infancia. Se acostumbró a dormir con un palo de golf para defenderse de su padre y evitar que pegara a sus sucesivas parejas. No volvió a ver a su madre hasta los dieciséis años. Por entonces, tenía otros dos hijos y el encuentro fue glacial. “Todavía hoy sigo sin saber qué clase de persona fue”, escribiría años después. A menudo, citaba la frase de Graham Greene, según el cual la infancia es el saldo que tiene un escritor a su favor. “Si es así —ironizaba—, yo nací millonario”. Europeísta convencido, Le Carré afirmó que “Boris Johnson es un niño haciéndose pasar por ministro” y advirtió que el Reino Unido podría desintegrarse por culpa de los conflictos con Escocia e Irlanda del Norte.
Desengañado por la deriva autoritaria de países como Hungría y Polonia, nunca se cansó de defender la idea de una Europa libre de nacionalismos y populismos. Siempre se opuso a la teoría de una democracia asamblearia basada en referéndums. Alarmado por el rumbo de los acontecimientos en una Europa cada vez más polarizada, se preguntó: “¿Qué nos ha pasado, qué ha pasado con la gente moderada, decente, con los pragmáticos?”. Los que aman la libertad, la democracia, el sentido común y la buena literatura echarán de menos a Le Carré, pero siempre nos quedarán sus libros, donde el ser humano se debate entre lo bueno y lo posible, lo digno y lo necesario, lo adecuado y lo inevitable, sin ignorar que la voluntad de un hombre es una brizna insignificante en el convulso escenario de la historia.