Los poetas bajaron del Olimpo y organizaron una cena de Navidad. Yo, gracias a Dios, no soy poeta, pero por algún motivo me invitaron igual. Puede que me confundieran con otro o puede que me quisiera gastar el destino una broma macabra. El caso es que, al despertar, el grupo de WhatsApp “CENA POETAS” ya estaba allí y yo atrapado en él y durante un par de días los poetas estuvieron poniéndose de acuerdo, algo imposible, pero poco a poco todas las propuestas buenas fueron abandonadas por una falta de consenso y un exceso de GIF, y se decidieron por un restaurante más o menos malo y más o menos caro del centro. Poetas, me dije, y para allá que fui.
Llegué un poco tarde, aterrorizado por la idea de ser de los primeros, y me encontré con una mesa larga y solemne, poblada ya por distintos ejemplares de esta especie tan curiosa que de ninguna de las maneras podría considerarse en peligro de extinción. Las cenas que fabrican nuestras antologías, me dije, sin detectar el alejandrino.
A la cabeza de la mesa estaba el venerable poeta. Lo reconocí porque lo había visto recientemente en la televisión y porque tengo, no sé por qué, uno de sus primeros libros, donde hay una foto de él en la solapa, mucho menos venerable pero quizá más poeta. Me quedé pensando en eso mientras lo miraba y el venerable poeta, quien por lo visto había sido el único en advertir mi entrada, levantó su copa en señal de saludo. ¡Un brindis!, exclamó uno de los poetas, que parecía estar ya un poco borracho o querer aparentar que estaba ya un poco borracho. ¡El maestro quiere hacer un brindis! Se hizo un gran silencio y el venerable poeta me miró con una mezcla de incredulidad y hastío. Bueno… Feliz Navidad… ¡y por un 2020 estupendo para todos!, dijo el venerable poeta y todos aplaudieron, sobre todo el borracho o falso borracho, que aplaudió muy fuerte mientras miraba a su alrededor y decía con una voz grave bravo, bravo, maestro. Poetas, me dije, y busqué un sitio junto a un tipo flaco que parecía un poco menos poeta que los demás.
En la foto se ve a un grupo de hombres y mujeres que no tienen nada que ver entre sí, pero que por algún motivo han decidido llamarse igual: poetas
Cuando los camareros empezaron a retirar el primer plato –algún infeliz, con toda seguridad el mismo que había seleccionado el retrato de Bécquer para el grupo de WhatsApp, había acordado con el restaurante un menú triste y le había dado un nombre poético-patético a cada plato. Así, nos retiraban ahora los ‘Haikus Ibéricos’ desdeñados y las poco alabadas ‘Odas al Queso’–, comprendí que la noche acabaría mal. O muy bien, desde mi punto de vista, pues pocas cosas hay más dulces en esta vida que ver a dos poetas abofetearse. Pero tardaría mucho tiempo en ocurrir, si es que ocurría, así que me distraje observando a mis compañeros y compañeras de mesa, a quienes ya empezaba a agrupar y a categorizar, sin esperanza pero con convencimiento.
En el centro de la mesa estaban los tres poetas más conocidos (Poeta adustus). Estaba claro que se llevaban mal, incluso para ser poetas. Se reían mucho y se llenaban los unos a los otros las copas de vino.Tenemos que mirar eso, dijo el primero. Sí, sí, desde luego, hombre, que por lo menos llegue al jurado, comentó la segunda. ¡Y que decidan ellos!, exclamó el tercero. Los otros dos lo miraron con espanto. Frente a ellos había tres poetas muy jóvenes (Rimara remora) que simulaban hablar entre ellos pero que no se perdían una palabra de lo que decían los otros tres, mientras procuraban beber al mismo ritmo que sus patrones. La más joven parecía un poco mareada.
A la derecha había un grupo de poetas que no paraban de hacerse selfis. No tardé en entender que estos debían de ser los polémicos poetas de Instagram (Pluribus followarius), los representantes de la llamada Nueva Poesía, esa poesía sentimentaloide y atroz que había venido a destruirlo todo o quizá no. Era obvio que se lo estaban pasando mucho mejor que los demás, e hice una nota mental para no perderlos de vista cuando la cena emigrara hacia los bares. Uno de ellos se hizo un selfi con el venerable poeta y lo subió a sus stories con la canción ‘Demasiadas mujeres’ de C. Tangana.
En una esquina de la gran mesa estaban los poetas concretos (Poetas concretos). Hablaban poco y escudriñaban mucho. Uno de ellos dijo ‘hambre’. Otra negó con la cabeza y dijo ‘HAMBRE’. Los demás poetas concretos lo celebraron con un solo aplauso invisible.
Los camareros sirvieron el segundo, a elegir entre ‘Fabada sobre fabada’ y ‘Bacalao castellano’. La verdad es que los dos tenían buena pinta. Lástima tener que escoger. Entonces, se pusieron de pie sobre sus sillas una poeta y un poeta. Los dos llevaban gafas de sol y tenían megáfonos. Oh, no, me dije, poetas performers (Poeta escenistatus). Nunca había visto a dos ejemplares en libertad tan de cerca. Nos bombardearon unos minutos con sus versos amplificados y, a modo de traca final, lanzaron un montón de papelitos al aire que ponían POEMA. Todos aplaudimos con entusiasmo.
Mi vecino, el poeta flaco, resultó ser muy simpático. Me dijo que estaba muy contento de haber sido invitado a la cena, ya que sólo había publicado cinco libros de poesía, a pesar de tener ya veintisiete años. Le dije que yo no escribía poesía, pero que a veces leía poesía. ¡Un lector!, exclamó, con los ojos húmedos.
Después del postre –‘brownies de Glück’, ‘milhojas de Whitman’ o ‘natillas’–, varios de los poetas tuvieron que salir a atender súbitas llamadas telefónicas y ya no los volvimos a ver. La cuenta quedó varada en medio de la mesa, aparentemente sin molestar a nadie, y un Poeta adustus se pidió un gin-tonic. La ejemplar más joven de Rimara remora, a pesar de tener mala cara, le pidió al camarero otro igual.
Los poetas bajaron del Olimpo por Navidad, cenaron, y después se fueron perdiendo en la noche navideña, como suelen
hacer los poetas, sea o no Navidad. Pero, antes de que eso ocurriera, descubrí por qué me habían invitado. Los poetas son pesados, sí, pero no todos son tontos, y uno de ellos había advertido que, aparte de novelista, yo era un buen fotógrafo. Y como ya no pueden juntarse más de cuatro poetas sin imaginarse plasmados en un libro de texto, uno de ellos –puede que el falso borracho que, a esas horas, se había transformado en un falso sobrio para intentar despedirse con dignidad del venerable poeta, no sin antes solicitarle un “po-pólogog” para su nuevo libro– me entregó una cámara y me balbuceó si podía “ácano una boto, anda”. Poetas, me dije, y saqué la foto. ¡Decid Quevedo!, dije, pero nadie lo hizo. La foto no quedó mal. El venerable poeta parece feliz. La tengo delante ahora, en esta Navidad pandémica y celeste. En ella se ve a un grupo de hombres y mujeres que no tienen nada que ver entre sí, pero que por algún motivo han decidido llamarse igual: poetas. Poetas todas y poetas todos. Todos poetas. Y quizá sea esto lo más poético de todo.