Solo el azar, la mala suerte de aparecer a finales de marzo, en plena pandemia, explica que una novela tan interesante, dolorosa y profunda como La intimidad, de Rosa Moncayo (Palma de Mallorca, 1993), haya pasado casi desapercibida. En ella se narra la historia de una pareja autodestructiva, enredada en el aburrimiento y las drogas, enganchada a obsesiones varias que llevan a sus protagonistas a detectarse síntomas inequívocos de enfermedades terminales y a intentar escapar.
Cuando la angustia y el hastío se hacen insoportables, pues ella ha dejado de trabajar, de salir incluso a la calle, casi de hablar, deciden abandonar la ciudad e instalarse en el campo a vivir. Lo malo es que no tardarán demasiado en descubrir que el paraíso tiene fisuras y, lo que es peor, que sus fantasmas personales (el divorcio de sus padres, la muerte de una amiga de la infancia, la soledad, el vacío profesional) no se han quedado atrás. Y que su cuerpo, ese sutil enemigo, esa “máquina escacharrada”, según la narradora, sigue condicionando su vida, acentuando sus miserias.
Espléndido relato de amor, de nostalgia de la pasión adolescente y voraz que alguna vez sintió por él, y que añora a su pesar, La intimidad es también una sutil reivindicación de la ciudad, pues como no tarda en descubrir, vivir entre jaramagos no le trae la paz si no está dispuesta a aceptarse y asumir la realidad.