La versátil obra narrativa de Blanca Riestra (La Coruña, 1970) tiene natural inclinación a la inventiva, al simbolismo, a lo poemático y a la imprecisión alegórica espacio-temporal. Le gusta la realidad evanescente y elude el realismo directo. Podría parecer que en Últimas noches del Edificio San Francisco le ha dado un nuevo rumbo a su escritura al abordar un retrato histórico con una fuerte base documental donde recrea los años finales de la peculiar Zona Internacional de Tánger. Sin embargo, el cambio no es tan grande porque el gusto por la fantasía se trasmuta aquí en afición por el exotismo y la excepcionalidad, rasgos icónicos de esa villa norteafricana antaño considerada una Sodoma contemporánea.
No estamos, por otra parte, ante la recreación arqueológica de una realidad prescrita porque Tánger y aquellos años de las posguerras española y europea sigue conservando una seducción actual. La revista trimestral madrileña Al Medina ha venido manteniendo la memoria de dicha época. Y hace poco la editorial Cabaret Voltaire ha rescatado tanto el ensayo La seducción del mirlo blanco, de Mohamed Chukrí, como El gran espejo, impactante relato tradicional de Mohamed Mrabet que transcribió Paul Bowles. El mito de aquel Tánger territorio de la libertad máxima y de todas las transgresiones sigue vivo y a él viaja en su novela Blanca Riestra.
Los nombres mencionados aparecen en Últimas noches… y junto a ellos, hasta formar un relato coral, otros muchos, presentes o aludidos: Bowles junto con su mujer, Jane, William Burroughs, Francis Bacon, Jean Genet, Truman Capote, Allen Ginsberg, Cecil Beaton…, la flor y nata de la agitación artística y del comportamiento vital licencioso. A esta espectacular nómina se añaden varios españoles, el inevitable Ángel Vázquez, gran cronista de aquella vida enloquecida en la novela La vida perra de Juanita Narboni, y una desnortada escritora que ha ido a la ciudad para consumar la separación de su marido, Carmen Aribau, la cual encubre con algunas licencias a Carmen Laforet.
La novela consigue una plástica estampa del canto del cisne de la libertad que asumen los personajes. Lástima de descuidos…
Últimas noches… ofrece un desfile de diversas clases de artistas y, sobre todo, de escritores en crisis. Las acciones de tal pluralidad de personajes se enmarcan en un medio cosmopolita de una extrema liberalidad de las conductas, de desenfreno y promiscuidad. En el anecdotario encontramos a los Bowles sometidos al expolio de sus criados, con quienes se encaman; amantes venales e inconstantes; trajín prostibulario; excursiones incansables a miserables tugurios para caer en la borrachera del kif; violencias varias y aniquilante desesperación. En suma, un mundo degradado que supone la cara resplandeciente del señoritismo intelectual que se exhibe impúdicamente frente a la miseria más absoluta de los lugareños. Esa estampa global también cuenta con el contrapeso de acciones positivas, en particular la hermosa historia de amor entre una niña rica y un joven marroquí a quien abre horizontes de alentador futuro.
El ajetreo de los extranjeros que convirtieron Tánger en un lugar legendario lo trata Riestra desde la perspectiva del ocaso de una forma de vida que, en efecto, se intuye en las amenazas todavía difusas que se consumarían cuando la ciudad perdió su estatus, dejó de ser un raro protectorado y pasó a depender de Marruecos, justo en las fechas en que se desarrolla la acción del libro, 1956 y 1957. Por eso, tiene aire de reportaje melancólico de un fin de época.
Últimas noches… consigue una plástica estampa del canto del cisne de la libertad que simbólicamente asumen los personajes. Pero este atractivo palidece por culpa de grandes y graves deficiencias expresivas y lingüísticas, graves defectos gramaticales y llamativos anacronismos verbales. También una historia interesante y atractiva, esa que busca el lector masivo, exige una prosa sin tantos descuidos y errores.