Hablar de un crimen bestial, elegir ese adjetivo para calificar aplastamiento, destripamiento o desangramiento, implica que hay crímenes que no son bestiales. Existe el crimen elegante. Del crimen, como diría Thomas de Quincey, considerado como una de las Bellas Artes, que convierte a quien lo comete en artista; en el lado opuesto, los cuerpos violentados aparecen como bellos fetiches que, por fin, adquieren su razón de ser en su condición de víctimas bellas y hermosas imágenes. Es decir, existe la posibilidad de que premeditación y alevosía, la selección de las armas y la disposición de los cadáveres —preparación de un escenario—, sean el fruto de inteligencias superiores o, por lo menos, artísticas…
Más allá de que la sinonimia entre la inteligencia superior y lo artístico sea borrosa, algo de ese sentido estético del crimen, que postula una especialísima no-ética, hay en Tom Ripley, asesino virguero y gran actor, que burla la ley y mata como quien apuesta al rojo, siempre arriesgando un poco más. Ripley sería el correlato sanguinario de quienes nos dedicamos a los oficios artísticos e, incluso, de un modo más concreto y acusador, de la propia Highsmith que siempre anda reflexionando sobre la posibilidad de las palabras de intervenir en lo real. De su responsabilidad. De ello da testimonio El diario de Edith (1977). Sin embargo, los crímenes de estos relatos son crímenes cometidos por bestias: hurones, ratas, perros, camellos, elefantas… Y las bestias no se andan con remilgos. Highsmith les da una razón para matar y los contempla con más compasión que a sus víctimas. La escritora, ajena al buenismo, nos cuenta un secreto a voces: algunas muertes nos complacen. Entonces, ¿quiénes son las bestias? La escritora tejana no nos deja en paz. Quizá porque la paz solo la merecen los muertos.
En Crímenes bestiales sentimos una estremecedora simpatía por los asesinos, nos colocamos a su lado y de su lado. Quienes ejercen la violencia física explícita son animales, tan salvajes como inocentes, frente a seres humanos abyectos que practican otras violencias no menos brutales: la domesticación y la vida en grupos en los que unos mandan y otros sirven. Con la lectura de Highsmith, nos replanteamos el significado de cada palabra porque la escritora juega con el lenguaje para situarnos en una encrucijada moral y, a menudo, política. Indaga en el límite entre instinto y civilización, y casi siempre concluye que, si el instinto es indomable y voraz, las enseñanzas de la civilización pueden ser aún más sangrientas y devastadoras.
Ajena al buenismo, Highsmith nos cuenta un secreto a voces: algunas muertes nos complacen. Entonces, ¿Quiénes son las bestias?
No hay escape. Highsmith habla de la inocencia brutal y de la sofisticación brutal. Nos coloca en el lugar del que infringe las leyes y, a menudo, está en desventaja. Nos pone unas gafas para entender nuestro lado más oscuro, pero dudando siempre de si esa oscuridad es la de la bestia que nos habita, el animal que llevamos dentro, el Míster Hyde de Robert Louis Stevenson, o, por el contrario, nuestro lado más oscuro reside en el corsé, regla, contención, represión, en todo lo que aparentemente nos dota de humanidad. Leemos a Patricia Highsmith y nos leemos: encontramos el conradiano corazón de las tinieblas. El horror de Kurtz. La tristeza lúcida de Marlow. La civilización especulativa y la selva interior. La avaricia naturalizada por la ley y el pelo de la dehesa. En estos Crímenes bestiales, Highsmith dibuja un cuadro en el que las líneas de fuerza se basan en las relaciones de poder, y la obligación de la bondad y la generosidad, de la clemencia, deberían caer siempre del lado de quien tiene la sartén por el mango. Nunca sucede de esa forma.
Los animales se personifican a través de la articulación del pensamiento por medio del lenguaje, la memoria y la conciencia biográfica —puede que los animales se personifiquen incluso por su capacidad de matar. Por su parte, las personas se bestializan cuando se adaptan a códigos alienantes —Galdós trabajó esta idea en Miau (1888). Ese malestar frente a sociedades corrompidas, que solo puede denunciarse a partir de una mirada deshumanizada porque en el campo semántico de lo humano ya solo reconocemos el sello de una paradójica deshumanización, recorre también El coloquio de los perros (1613), Soy un gato (1906) de Soseki o Dingo (1913) de Mirbeau: el perro se convierte en un forajido que aterroriza a los burgueses revelando la perversidad del orden social. Los humanos también se bestializan cuando olvidan las represiones y se metamorfosean en monstruos, vampiros, caníbales y licántropos. No hay salida.
Para expresar estas ideas, el juego con el punto de vista es fundamental. Mirar desde arriba o desde abajo. A qué altura. Desde qué condición… En Crímenes bestiales algunos relatos se construyen a través de la perspectiva del animal (“La venganza de Djamal”, “Corista”, etc.…); otros, los más terribles, se focalizan por medio de personajes humanos: “El ajuste de cuentas” con su perturbadora granja de gallinas; “Los hámster contra los Webster”; y “Harry, el hurón”. “El caballo máquina” se plantea como contrapunto de miradas animales (la yegua, la gatita) y humanas: hay en este cuento una imagen espeluznante. Highsmith dosifica la crudeza y, cuando la usa, es temible como un escorpión. Con estos animales relatores y pensadores, la escritora emparenta con los fabulistas. Porque los animales de Patricia Highsmith pueden ser efectivamente animales y una rosa es una rosa es una rosa y la metáfora animalista es posible; pero los animales también funcionan como representación literaria de la vulnerabilidad humana, del justo rencor y del resentimiento de los débiles.
En su amoralidad, es una escritora moral que escribe fábulas para escarbar en nuestro miedo sin la pretensión de aliviarlo
Highsmith deforma la fábula, como género aleccionador, desbordando sus reglas y poniendo en solfa la raíz civilizatoria y sus estratos. Se sirve del género que representa los males que anidan en una idea de educación —incluso literaria— que es domesticación. Frente al lugar común de que los textos de Highsmith tratan del bien y el mal, me parece que la escritora se siente incómoda con el ordenamiento social y sus codificaciones. También con las literarias. A la vez, sabe que no puede escapar de tales codificaciones y las usa con sorna, desesperación y crueldad..
En su amoralidad, Highsmith es una escritora moral que escribe fábulas para escarbar en nuestro miedo sin la pretensión de aliviarlo, sino más bien de darnos la razón al sufrir la pesadilla. Highsmith no es una escritora light y, cuando la lee una mujer como yo, nunca es más subversiva, más transgresora, incluso más europea… Veo a Patricia Highsmith por detrás de cada uno de los textos que escribe, pese a que estos relatos no sean netamente autobiográficos: veo su condición de mujer estigmatizada por su opción sexual, su inclusión dentro del saco de las raras, su fobia por el país de las pistolas y las hamburguesas, su necesidad de huir y su no tener claro hacia dónde, su dificultad para sonreír… La veo identificada con “La rata más valiente de Venecia” y puede que esa rata, que acaba comiéndose la cara de un bebé, también sea yo. Ustedes. Contemplar esa posibilidad bestial es la que nos convierte en personas piadosas y nos humaniza.