Hay dos registros que se alternan en la obra narrativa de David Torres (Madrid, 1966). En algunas ocasiones, su escritura cobra una densidad inusual, al enfrentarse a retos que exigen documentación, memoria política y cultural de arraigo profundo, cierta solemnidad. Esta “línea” de Torres nos ha dejado tres libros que me gustan mucho, exactos en su tono: La sangre y el ámbar, que no es novela sino libro de viajes, pero ponía en juego mil mecanismos narrativos; El mar en ruinas, con el que se atrevió a dar continuidad a La Odisea con mucho acierto, gracias en parte al calado moral de su historia y sus personajes; y, sobre todo, Palos de ciego, una inmersión simultánea en la propia familia y en la historia rusa del siglo XX que es un libro extraordinario y ya reseñamos en estas páginas.
Luego, en libros como Niños de tiza o, ahora, Cartas a las novias perdidas, su prosa gana levedad y velocidad, se vuelve más juguetona, saca a relucir tonalidades que recuerdan al noir norteamericano, apuesta por una mayor accesibilidad. Esto es compatible con unos patrones éticos muy claros: Torres es un escritor de la lealtad, la dignidad, la derrota… Un escritor de la heroicidad perdedora, pero superviviente. Este último trabajo se lee a velocidad de crucero y es amabilísimo, un buen compañero, incluso cuando la muerte ronda sus páginas (pienso en el final, no sé si más triste o feliz, en todo caso emocionante y cómplice).
Este libro se lee a velocidad de crucero y es un buen compañero, incluso cuando la muerte ronda sus páginas
Cartas a las novias perdidas es una novela sobre dos hermanos que se admiran mutuamente, que se reconocen uno en el reflejo del otro y viceversa, y que sostienen sobre sus hombros la herencia de los padres cada uno a su modo: el mayor se quedó al frente de los asuntos familiares, el menor (narrador y protagonista) es un escritor viajero que vive sus mejores aventuras en el terreno indoloro de la imaginación. Un día, la madre desaparece y la salud del padre empeora. El reencuentro de Fran y Pablo le permite al autor abrir juego: en estas páginas desfilan temas y motivos diversos, como el pasado franquista, la mitomanía cinematográfica, el espíritu popular de la vida de barrio, el amor, el alpinismo como metáfora de la propia biografía.
Quien conozca la obra de Torres ya habrá reconocido sus querencias y preocupaciones, que aquí se combinan en una “carrera de relevos”, que es como el narrador define a las familias. La novela tiene menos profundidad que otras del autor, diría que deliberadamente, pero sabe detenerse, de pronto, en picos poéticos o abstractos evocadores: pienso en las cartas que Pablo escribe inventándole un futuro a su madre desaparecida, o a la identificación de la muerte como un agujero negro que genera su propio “horizonte de sucesos”.
David Torres es un escritor de la dignidad y la derrota. de la heroicidad perdedora pero superviviente
Pienso, sobre todo, en una anécdota magnífica del padre que sintetiza con humor el drama de un país: cuando trabajó como extra en la producción de Hollywood, 55 días en Pekín, le tocó interpretar en dos escenas distintas a un chino rebelde y a un yanqui que defendía sus posiciones. Viéndose luchar consigo mismo, el padre se echa a reír: “Soy una guerra civil”, remata.
“Regocijémonos por haber añadido más y más al pasado”, dice la cita de Anthony Burgess que encabeza el libro. Burgess, diseccionador prodigioso de los poderes terrenales, es uno de los autores de cabecera de Torres (lo sabemos porque, como ya dijimos, estamos ante un escritor leal), y de él, como de otros, ha aprendido a reconocer la Historia en las historias, las ideas en el ritmo narrativo. Cartas a las novias perdidas es cercano, su tristeza tiene un punto consolador, su estructura no aspira a ser un mecanismo perfecto sino una fluidez atravesada, eso sí, por más de un “bajo continuo”.