Los acontecimientos que siguieron al apaciguamiento de Alemania en la década de 1930 fueron tan espeluznantes que “apaciguamiento” se ha convertido en un término peyorativo inequívoco que evoca una nefasta combinación de inconsciencia ciega y aquiescencia cobarde. Por ello, no deja de ser chocante ver con qué ligereza se utilizaba la palabra antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. En 1937, el primer ministro británico Neville Chamberlain presumía de los “grandes planes” que tenía en mente “para el apaciguamiento de Europa y Asia”, y un año después llamaba al “apaciguamiento general” de Adolf Hitler en “la cuestión checoslovaca”. Incluso después de que Hitler invadiese ese país y luego Polonia, algunos altos cargos británicos seguían aconsejando, en palabras de uno de ellos, “un poco más de apaciguamiento”.
Hoy en día, esta política parece una locura, y eso fue lo que resultó ser entonces. Sin embargo, no era tan inexplicable como nuestra mirada retrospectiva pudiera hacernos creer. “El deseo de evitar una segunda guerra quizá fuese el anhelo más comprensible y universal de la historia”, sostiene Tim Bouverie (Gran Bretaña, 1987) en Apaciguar a Hitler. Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra. Como dijo Chamberlain en 1938 en una emisión radiofónica dirigida al público británico: “La guerra es algo temible”. Chamberlain y sus compañeros apaciguadores creían que el carácter punitivo del Tratado de Versalles había arrojado a los alemanes a los brazos de los nazis. Si un nazismo revolucionario era el desdichado producto del sufrimiento alemán, reflexiona el autor, los aliados seguramente “podrían ‘apaciguarlo’ reparando los agravios sobre los que había prosperado”.
Bouverie, un joven periodista e historiador británico, es consciente de que se adentra en un terreno trillado. A diferencia de otros libros sobre el preludio de la Segunda Guerra Mundial, Apaciguar a Hitler evita centrarse únicamente en un acontecimiento (la Conferencia de Múnich) o un personaje (Chamberlain) en favor de un relato más completo y envolvente que comienza con la designación de Hitler como canciller alemán en 1933 y acaba en 1940. El autor pone el acento en las sorprendentes ironías, más que en el evidente melodrama. La suya es una historia narrativa a buen ritmo, inteligente, lúcida, absorbente a pesar de poseer el terrible conocimiento de lo que sucedió después.
Bouverie construye una historia inteligente, lúcida y absorbente de las sorprendentes ironías que supuso el apaciguamiento
Cuando los británicos se enteraron de quién era el nuevo canciller alemán, este parecía tan vulgar como para considerarlo inofensivo. Hitler, a quien un periódico británico describió como un “austriaco bajito y rechoncho con un flácido apretón de manos y un bigote a lo Charles Chaplin”, transmitía una imagen anodina y ridícula. Al cabo de un mes había utilizado un incendio en el Reichstag para suspender en parte la Constitución alemana, y un mes después los nazis anunciaban el boicot a las tiendas judías. Alemania empezó a rearmarse y reconstruyó su Ejército violando las disposiciones del Tratado de Versalles.
Bouverie muestra cómo los británicos respondieron con una ecuanimidad beatífica y, a fin de cuentas, delirante. Ello se debió en parte al trauma de la Primera Guerra Mundial, que nadie quería repetir. “No aceptaré otra guerra”, declaró categóricamente Jorge V. Cada vez que Alemania o la Italia de Mussolini iban un poco más allá, volviéndose cada vez más desafiantes e insolentes, los británicos se preguntaban si la última transgresión era lo bastante grave como para merecer una “guerra preventiva”. Hitler seguía presentándose como un hombre de paz, aunque Mi lucha, su belicosa autobiografía para su propio ensalzamiento, indicaba lo contrario. Las traducciones inglesas del libro eran versiones expurgadas que omitían los pasajes más desagradables. Además, las memorias se publicaron en 1925, años antes de que Hitler alcanzase el respetable cargo de canciller.
La exposición cronológica de Bouverie muestra cómo el apaciguamiento cambió con los años, dejando de ser una política temerosa de reacción y convirtiéndose en un proyecto entusiasta e idealista y, por fin, en lo que no puede ser considerado sino un agotador ejercicio de negación deliberada.
El autor deja claro que la política de apaciguamiento de la década de 1930 fue un fracaso espectacular, tanto desde el punto de vista estratégico como moral
En la década de 1930, Gran Bretaña seguía siendo el país más poderoso del mundo. Churchill había hecho sonar la alarma sobre las ambiciones nazis muy pronto (“Todas las señales indican peligro. Las luces rojas destellan en las tinieblas”), pero debido a su responsabilidad en la desastrosa campaña de Galípoli en la Primera Guerra Mundial sus compañeros conservadores lo consideraban poco fiable. Chamberlain, por su parte, vacilaba entre el optimismo extremo (en cuanto a las intenciones de Hitler) y el fatalismo extremo (en cuanto a la capacidad militar del país). Una serie de emisarios británicos, entre ellos el secretario de Asuntos Exteriores lord Halifax, cuyo “cambio radical de actitud” respecto a Hitler llegó extremadamente tarde, siguieron insistiendo en que los deseos de paz del canciller alemán eran sinceros.
En el relato de Bouverie, Chamberlain aparece como un político trágico y patético, deseoso de conectar, en sus propias palabras, con “la cara humana de los dictadores” y, sin embargo, con un entendimiento demasiado limitado. El primer ministro era sencillamente incapaz de entender el mal. El autor deja claro que la política de apaciguamiento de la década de 1930 fue un fracaso espectacular, tanto desde el punto de vista estratégico como moral. Pero incluso cuando la insaciabilidad de Hitler se hizo evidente, para los británicos y los franceses la respuesta correcta siguió sin ser evidente más allá de toda duda: “Se trataba de un dilema entre el honor y los horrores de una guerra que no estaban en absoluto seguros de poder ganar”.