Bienhumorado pese a todo, Alfredo Bryce Echenique (Lima, 1939) tiene claro que ha llegado el momento del adiós, al menos en lo que a la escritura se refiere. “Desde luego —nos confirma—, no hace mucho leí las célebres Memorias de ultratumba de Chateaubriand, pensando en escribir unas Antimemorias de ultratumba, pero nada me salió. Sentía la misma sequía de hace un tiempo”. Por eso Permiso para retirarse (Anagrama) “no es ninguna broma, sino mi despedida definitiva”, insiste, casi enfadado.
Hecho de “retazos y momentos de una vida dedicada a la literatura, la amistad y el amor”, este tercer tomo de Antimemorias combina realidad y ficción, y evidencia, según el peruano, “el gusto por contar historias que mantengo intacto desde los veintiocho años, cuando inicié mi carrera como escritor con los cuentos de Huerto cerrado”.
Jugando con la literatura, los recuerdos amorosos y el pasado, el narrador peruano se detiene en su última obra, tras un divertimento titulado “Entre dos clósets y una hermosa dama”, en sus andanzas francesas. A París llegó en 1964, diplomándose en La Sorbona en Literatura francesa clásica en 1965 y en Literatura contemporánea un año después. A aquellos momentos vuelve en “Siempre nos quedará París… y todo aquello”, donde explica cómo “el descubrimiento de Europa empieza para mí en el techo de un edificio, en París”, donde convivió con obreros sicilianos, andaluces “como Paco el Muecas y su esposa la gorda Carmen, a la que llamábamos Carmen la de Ronda”, vietnamitas, y de Marruecos, “y un viejo sordo portugués que escuchaba la radio a un volumen insoportable, más algún estudiante francés y algunos otros personajes sin ocupación conocida”.
Ahora, al hacer memoria, confiesa a El Cultural que sí, que le debe mucho a “Francia y a España, que son los dos países en que he vivido y tengo grandes amigos. La amistad es algo sagrado para mí. En el Perú mantengo todas las amistades de mi infancia y adolescencia. En España tengo grandes amigos médicos. Recuerdo siempre a Ramón Vidal Teixidor, que trató con desvelo mis depresiones nerviosas”.
Volar juntos al otro mundo
Otro amigo constante, que aparece desde las primeras páginas para no abandonar el volumen jamás, es Julio Ramón Ribeyro, con el que coincidió en Francia, España, Portugal y Perú en más de una ocasión, siempre cómplices y amigos. Así, recuerda cómo, tras planear pasar las dos familias juntas las vacaciones en El Algarve portugués, a los Ribeyro no les gustó la casa alquilada y desaparecieron… hasta el día en que debían tomar el avión de vuelta a París. Allí, en el aeropuerto, se reencontraron, aunque por una sorprendente razón: según Julio Ramón, les estaban esperando porque “no existe ni un solo caso en que dos escritores se hayan matado juntos en un avión”. Eso aterrorizó de inmediato a un Bryce seguro de que ese “sería el primer caso en que dos escritores volaban juntos al otro mundo”. Aterrizaron sanos y salvos, pero el peruano jamás lo olvidó.
Compañeros íntimos de aventuras sentimentales, etílicas y culturales, recuerda ahora Bryce que a Julio Ramón Ribeyro le “ligó siempre una amistad personal y literaria. Fue el lector que más me empujó, sobre todo en mis comienzos. Incluso le cambió de título a mi primer libro de cuentos…”
Con García Márquez, en cambio, el peruano descubrió la diferencia entre bares de verdad y “lloraderos”. Según el Nobel colombiano, la inmensa mayoría de los lugares donde se sirven bebidas son eso, lloraderos, mientras solo unos pocos merecen el nombre de bar. Se lo enseñó, como un tesoro, en Cartagena de Indias, en un local “semioscuro y, en vez de una rockola de ruido atronador la música se escuchaba sin estruendo alguno”, mientras conversaban , con un par de negronis, de política y literatura “sin que nada ni nadie nos interrumpiera”. De Vargas Llosa narra en el libro alguna aventura incluso escatológica, pero para quienes hablan de lejanías, explica jovial que las únicas distancias que los separan son “geográficas, pues él vive en España y yo volví a Perú”.
Cantor y presidente
Con Ribeyro compartió también un momento único, que marca el tono de gran parte del libro, ya que varios episodios del mismo están dedicados a narrar sus desencuentros con la clase política de su país. Una noche de farra en París estaban los dos engolfados discutiendo quién era más decisivo como autor, si Stendhal o Flaubert, cuando un músico “de esos que canta primero y pasa la gorra después” se puso a cantar a su lado “con un tremendo poncho y un chullo que, a nuestro parecer, solo podía provenir del Perú”.
Cuando les reconoció como compatriotas renovó sus cantares entonando nada menos que “El cóndor pasa” pero, empobrecidos los dos, cuando pasó el sombrero en busca de una propina solo Bryce pudo dar unas monedas… al futuro presidente Alan García, pues de él se trataba. Y el entonces insospechado corrupto, “ejemplo de pésimo gobierno en la historia del Perú contemporáneo”, jamás se lo perdonó. Ahora, al hacer balance, un Bryce compasivo comenta a El Cultural que “el suicidio de Alan García fue su confesión final”.
De Lima a Madrid, de Barcelona a París, el libro recorre aventuras, pasiones y tristezas, literatura y mucha, pura vida. ¿Suficiente para retirarse? Ojalá aún no.