En paralelo a la edición póstuma de Los viernes en Enrico’s (2014), la figura de Don Carpenter (Berkeley, 1931 - Mill Valley, 1995) vivió en los Estados Unidos un breve amago de revitalización gracias también a la publicación en un solo volumen de lo que vino a denominarse su “trilogía de Hollywood”, conformada por los títulos The True Life Story of Jody McKeegan (1975), Turnaround (1981) y este Un par de cómicos (1979) que ve ahora la luz en España por primera vez.
Los cómicos a los que hace referencia el título son los ficticios Jim Larson y Dave Ogilvie, que por más que vivan en Los Ángeles, hagan comedias musicales y actúen en Las Vegas, no tienen en realidad nada que ver en cuanto a fama y estatus con los Jerry Lewis y Dean Martin de la portada, de ahí que estos salgan desdibujados, casi en proceso de desintegración. Digamos que Larson y Ogilvie son cómicos lo suficientemente famosos como para poder entrar sin problemas en la mansión Playboy pero no lo suficientemente famosos como para que la gente los atosigue si se sientan una tarde a tomar algo al aire libre en el Enrico’s.
“Nuevas canciones y nuevos chistes, eso es lo nuestro”, llega a afirmar Ogilvie en un momento de la novela, y en cierto modo ahí está todo lo que le interesa a Carpenter contarnos de la faceta artística de este dúo de éxito, al que perseguiremos durante varias jornadas frenéticas precisamente durante todo aquello que ocurre en Hollywood entre toma y toma (valga la redundancia).
Así visto, Un par de cómicos vendría a hacer las veces de contrapunto posmoderno de la clásica El día de la langosta (1939), de Nathanael West: mismas miserias, mismos estragos, mismo Hollywood en definitiva, solo que desde perspectivas totalmente opuestas. Estremecedora me parece en este sentido la siguiente reflexión de Ogilvie, el narrador de la novela, apostado en su habitación de hotel, ante la llegada de una camarera: “Miro amenazador su sonrisa y noto el terror en sus ojos. No debe derramar nada, no debe perturbar la concentración de la estrella, no debe ojear la de cosas extravagantes que atestan la sala, debe limitarse a servir el Perrier y salir cagando leches. Sobre todo viendo que la estrella se queda ahí sentada y no abre la boca”.
Hay en esta obra momentos sublimes, escenas llenas de vida y verdad, patéticas y hermosas al mismo tiempo
Ya puestos (valga también la redundancia), la escena anteriormente descrita apunta sutilmente a su manera a aquella otra que sucedía en un hotel y que Hunter S. Thompson vomitaría en su ya mítica Miedo y asco en Las Vegas (1971), cuyo espíritu disipado, dentro de un orden, sobrevuela Un par de cómicos. Carpenter, no obstante, no se recrea nunca en los excesos (consumistas), la suya sigue siendo aquí una prosa limpia que se crece incluso en lo coral de las situaciones —esas fiestas, esas reuniones de trabajo— así como en los grandes momentos humorísticos, surgidos no tanto de las gracietas que pudieran soltar sus protagonistas como de lo absurdo de algunas de las situaciones descritas, centradas en su mayoría en los desmadres provocados por la inseguridad de la fama así como por la propia ilógica de la industria del cine.
Hay dos momentos en la novela que me han parecido especialmente sublimes a este respecto: la reacción de acojone cósmico que vive Karl, el productor del dúo, al saber que va a heredar todo un imperio fílmico; y la fiesta nocturna que de forma espontánea organiza Larson mientras espera que aparezca su compañero temporalmente desaparecido. Son escenas llenas de vida y verdad, patéticas y hermosas al mismo tiempo, propias de un escritor en estado de gracia, como se muestra aquí de nuevo Don Carpenter.
Al final, en el retrato lateral de Hollywood que se ofrece en esta magnífica novela, hay también mucho del espíritu cainita –al final y al cabo, Carpenter fue también guionista de cine– que presidía buena parte del monumental ensayo Moteros tranquilos, toros salvajes (1998) de Peter Biskind. Como todo gran relato sobre Hollywood, Un par de cómicos tiene también hechuras propias de película, una dirigida por Robert Altman, o Hal Ashby, o Paul Mazursky, en todo caso con banda sonora a cargo de Randy Newman y su “Lonely At the Top”.