Ya en su libro anterior, Historial, Marta Agudo (Madrid, 1971) se enfrentaba a un mundo que conoce bien: el de la enfermedad. En Sacrificio da otra vuelta de tuerca a ese crucial asunto. Y, propio de alguien que escribe con inusitado rigor, lo hace (no hay otra expresión más exacta) a tumba abierta. Como merece lo que ella denomina “este revés”.
Cincuenta fragmentos (cuarenta y nueve poemas en prosa —salvo alguna excepción— numerados y sin título y uno que no quiere ser un epílogo) componen esta obra unitaria que, insisto, conmueve al lector. Se abre con tres citas muy bien elegidas. La primera, de Calderón, alude al “delito” de nacer. La segunda, de Varela, da en el centro de la diana: “Salvación de qué. Para qué. Férreo sinsentido”. La última, de Christensen, nos desarma: “Dicen que uno aprende a morir en su cama”. Y a “callar”.
Ella, no obstante, decide hablar. En un largo monólogo, con lapsos de diálogo, que dan forma a un libro donde la numerología cuenta. Así, cada siete poemas, uno muy breve que siempre empieza, a modo de estribillo: “He tenido que llegar hasta aquí…”. Siete en total. Por cierto, no es el único recurso matemático: pesos, fechas, cantidades… “Entre el margen del agua y la atmósfera sucede el mundo, su desmayo inaudito”. Ahí, el origen, el nacimiento, la génesis. El principio del fin. “Uno a uno lloramos al nacer”. Y la decisión de “padres que juegan a la ficción de ser padres”.
“No es un estado, es una condición. Estar enferma”. “No es la espina, es la enfermedad, desde el minuto uno de la existencia”. Y para nombrarla, Agudo utiliza un lenguaje seco, lacónico y elíptico, cortante, preciso como un bisturí. Tan misterioso y oscuro como ha de ser el que intenta expresar lo más cercano a lo inefable. “Este decir retráctil”, escribe. Donde “piensa el tacto, huele la escucha”.
Sí, “a zancadas y puertas vamos abriendo el mundo”. “Habito en la circunscripción del miedo”, leemos, otro elemento esencial de esta poética valentiana en los límites. “Dame la postura de la muerte”, dice en otro lugar, lo que nos permite recalar en la parte sombría de la enfermedad. A “las articulaciones del luto” y “las sílabas del daño”, términos que remiten, según creo, a la poesía agónica de Gamoneda.
Y todo en medio de palabras como hematíes, cáncer, morfina, suicidio, hospital, eutanasia, morgue… y dolor: “Es el dolor, lanza a tamaño humano”. Un campo semántico que sitúa al lector ante la áspera realidad: “Anota que te sangra la boca con la palabra ‘muerte’ aunque te asusta más una longevidad enferma”. “Depender es tener que dar las gracias permanentemente”. “Sólo la idea de poder matarme me ayuda a vivir”. Y el temido final, “cuando morir es una guerra en la que todos los bandos están de acuerdo”.
Leído lo leído, a uno le importa menos que el libro se levante sobre dos potentes imágenes oníricas: la del minotauro en su laberinto-iceberg y un territorio, el agua de un glaciar derretido o “sima azul” (como se indica en la nota editorial) al que hace alusión la sugerente fotografía de Cano Erhardt que ilustra la cubierta. Quiero decir que no hay construcción literaria que pueda sustituir la limpia verdad que transmiten los poemas de este libro sin concesiones.