No cabe duda de que la desinformación y sus ramificaciones, de las fake news a la posverdad, se ha convertido en uno de los temas de nuestro tiempo. Habrá que ver si la salida de escena de Donald Trump no disminuye el interés de autores y editoriales; de momento, la inercia creada por la ansiedad del último lustro sigue rindiendo frutos en forma de traducciones al español de trabajos recientes. Coinciden así en nuestras librerías dos obras de valor desigual: el periodista Richard Stengel reflexiona sobre los peligros de la desinformación a partir de su experiencia como Subsecretario de Estado con Obama; Thomas Rid, profesor de Estudios Estratégicos en la Universidad Johns Hopkins, ofrece una detallada historia de la desinformación con especial hincapié en las campañas orquestadas por agencias estatales o paraestatales durante el pasado siglo.
Curiosamente, ambos empiezan presentando de manera algo rimbombante sus credenciales como expertos públicos. Stengel nos cuenta su primera experiencia en la Sala de Crisis de la Casa Blanca. Rid relata su participación en una sesión del Comité de Inteligencia del Senado dedicada a la injerencia rusa en las elecciones de 2016. Y ambos se sirven de esa anécdota inicial para subrayar la importancia capital de su tema para el buen funcionamiento de las sociedades liberal-democráticas.
Si uno subraya que nuestro mundo vive una guerra informativa que se libra a gran velocidad mediante la difusión de historias falsas y engañosas dirigidas a los ciudadanos, el otro pone el dedo en la llaga cuando señala que las campañas de desinformación tratan de erosionar un “orden epistémico liberal” que deposita su confianza en los guardianes de la autoridad fáctica: expertos, burócratas y periodistas llamados a poner la razón por delante de la emoción y de las meras opiniones. Habría que añadir que esa autoridad fáctica debe a su vez ser respetada por los ciudadanos, que están llamados a entablar con los expertos una relación de prudente confianza.
Ambos autores, con experiencias en la administración estadounidense, subrayan la importancia capital de su tema para el buen funcionamiento de las sociedades liberal-democráticas
A partir de esta premisa compartida, los dos volúmenes siguen caminos distintos. Stengel, con un tono acaso demasiado periodístico, se centra en su experiencia en el Departamento de Estado como jefe de Diplomacia y Asuntos Públicos: desde el laborioso proceso de confirmación en el Senado a las reuniones con John Kerry, pasando por sus frustraciones burocráticas, su participación en el manejo de la crisis desatada con la anexión rusa de Crimea o la lucha propagandística contra el Estado Islámico. Mediante una prosa tendente al narcisismo, Stengel nos confía que el gobierno funciona “a base de reuniones”, cuenta su apasionada relación con Twitter y profesa su rechazo al populismo de Donald Trump o Nigel Farage.
En sus páginas finales, regresa a la pregunta sobre los remedios contra la desinformación —aquella cuyo origen es deliberado y tiene por objeto confundir al público— sin proporcionar una respuesta demasiado convincente: en ausencia de fórmulas mágicas, una regulación pública más estricta de las plataformas digitales “podría incentivar la creación de contenidos basados en hechos”. El propósito es bienintencionado y la propuesta es voluntarista; la verdad es que nadie sabe cómo mejorar de manera significativa el debate público. Pero algo hay que decir, claro: ningún libro deja vacía la casilla de las posibles soluciones.
Para Rid, la desinformación contemporánea debe contextualizarse: se trata de un fenómeno que empieza a gestarse en la década de los años 20 del siglo pasado y atraviesa distintas etapas hasta reconfigurarse en la era digital. No es un fenómeno novedoso, aunque lo parezca; solo cambia de forma. Su enfoque es sistemático, como corresponde a un investigador universitario que quiere llegar a un público más amplio. Y el libro, documentado repaso a la historia de la desinformación desde 1921 en adelante, hará las delicias del lector interesado a pesar de la tosquedad académica de su prosa.
el desdibujamiento de los frentes geopolíticos tras el final de la Guerra Fría desordena la vieja estructura tradicional de la desinformación
Se relatan aquí con detalle muy variopintos episodios: la Operación Confianza mediante la cual los bolcheviques engañaron a los monárquicos rusos; el Proyecto LCCASSOCK con que la CIA diseminó información falsa en Alemania durante la Guerra Fría; la Operación Neptuno, montada por los servicios secretos checos en colaboración con el KGB para hacer creer a los alemanes que habían descubierto papeles nazis en un lago fronterizo; las primeras filtraciones digitales; el funcionamiento del grupo de hackers Anonymous; etc.
Entre ellos se cuenta uno que implicó a la entonces joven democracia española: la publicación allá por 1978 en la revista Triunfo (con adelanto previo en El País, como ha recordado estos días Juan Luis Cebrián) de unos presuntos documentos secretos del Pentágono de cuya lectura se deducía que el gobierno estadounidense participaba en acciones terroristas en países aliados para generar sentimiento anticomunista, pero que resultaron ser una fabricación del espionaje soviético. Hoy, el desdibujamiento de los frentes geopolíticos tras el final de la Guerra Fría coincide con una digitalización que no solamente desordena la vieja estructura de la desinformación, sino que crea un serio problema metodológico a los historiadores: ¿cómo harán su trabajo de aquí en adelante?
En última instancia, ninguno de estos libros proporciona un análisis demasiado estimulante del fenómeno de la desinformación. Su interés es otro y reside más bien en su caudal informativo, más abundante y original en el caso de Rid. Pero el tema es atractivo y hace afición; es plausible que ambos encuentren sus lectores.