Llama la atención la necesidad que tenemos aún hoy de refrendar a una escritora como Pardo Bazán con el argumento de su vivísima inteligencia, o de su capacidad de observación y humor, como si uno estuviera ante una especie de monstruo. Todavía nos tienta destacar de Emilia Pardo Bazán su capacidad intelectual, como si no se hubiera encargado de trabajarla.
Lo hizo. Como cuenta Isabel Burdiel en su monumental y apasionante biografía, Emilia Pardo Bazán tuvo desde bien temprano dos espejos en los que mirarse: una fue Concepción Arenal, y otra Juana de Vega, la condesa de Espoz y Mina. Las dos frecuentaban su casa, las dos eran de La Coruña y representaban todo lo que Emilia quería ser. Y no deja de ser asombroso que ella alcanzara su primera notoriedad pública arrebatándole a la primera un concurso en Orense, precisamente con un ensayo sobre el padre Feijoo.
Tenía entonces Emilia veinticuatro años. Concepción Arenal tenía cincuenta y cinco, y era ya una figura incontestable. Emilia tenía un claro propósito: encarnar lo que el padre Feijoo postulaba en su “Defensa de las mujeres”, y superarlo. No la arrobaron las polémicas ni las críticas. Todo le aprovechó, y de todo sacó partido. Y lo consiguió con un trabajo denodado y una formación incansable que le permitieron dejar de lado menudencias y sinsabores y alcanzar esa rara condición de genio que consiste en estar por encima del mal, del bien y de lo regular, integrando los intereses más contrapuestos, desde el liberalismo del padre al carlismo tradicionalista que abrazó en su juventud sin abandonar su catolicismo inexpugnable y haciéndolo coexistir con su tempranísima y ultramoderna conciencia feminista.
A la escritora no la arrobaron las polémicas ni las críticas. No renunció a nada de lo que era esencial en ella, en eso consistió su aventura intelectual
No renunció a nada de lo que era esencial en ella. En eso consistió su aventura intelectual. Jamás dejó de escribir, ni en la crianza de sus hijos —que la condenó a permanecer en La Coruña cuando ella hubiera deseado afincarse en Madrid—, ni la contestación del marido del que se separó, ni por supuesto la amedrentaron las amistades intelectuales que cultivó y que le aconsejaban dedicarse a la poesía o a escribir vidas de santos, como es el caso de Menéndez Pelayo, irredento misógino. Ella aspiraba a mantener relaciones vivificantes, y a ello se empleó, como con Francisco Giner de los Ríos, que fue su más larga y enriquecedora correspondencia, junto con Benito Pérez Galdós. Viajó, leyó, trabajó. Y mereció de sus contemporáneos como Clarín el muy distinguido elogio de “escritora varonil”, cuando Emilia nada más quería que estar a la altura de aquellas mujeres que la habían inspirado.
Todos los críticos coinciden en señalar tres novelas suyas: Los pazos de Ulloa, Insolación y Morriña. En Los pazos, Emilia abre el melón del naturalismo español y su lección nutrirá a otro compatriota suyo, Ramón María del Valle-Inclán, que toma el relevo de Pardo Bazán para ensañarse con los espejos de la realidad y parir su esperpento, y más adelante Camilo José Cela, con su novela tremendista. Los dos son hijos literarios de Emilia Pardo Bazán, como lo fue Truman Capote de la escritora Willa Cather.
Con Insolación el lector contemporáneo aún rastreará la desvergüenza y el atrevimiento con que Emilia Pardo Bazán abordó las relaciones sexuales y dio paso a una de las novelas más valientes del siglo XIX, un ejercicio que no se repitió en el XX hasta probablemente los años ochenta. Con Morriña, uno se sumerge en la prosa castiza más desternillante, una prosa que contiene todo un retrato de época y su propia autoparodia, con personajes masculinos inolvidables en su venerable santidad de objetos decorativos y monumentos de barrio.
Emilia es una feminista inédita, la que sabe que la liberación de una mujer comienza por el más despiadado principio de autocrítica
Emilia no quiso ser una estatua polvorienta de su barrio, allí en la calle Tabernas de La Coruña. Quiso ahondar en el arte supremo de la escritura, que consideró una ciencia, y se arropó para ello de las ideas más avanzadas, entre ellas el feminismo, del que fue estandarte para provecho de todos quienes la leemos hoy. Parece que Murguía, el marido de Rosalía de Castro, no la podía ver, y su misma esposa le dedicó a Pardo Bazán un poema que termina con una descripción tan irónica como exacta: “magnífica, absoluta, soberana”. Así debe imaginarse una a Pardo Bazán paseando por La Coruña.
Y el caso es que eso fue, sin asomo de ironía y con toda la del mundo. Pardo Bazán en cambio no regalaba lisonjas. Muchas de las mujeres que circulan por sus libros son soberbias, temibles, fallidas, como los hombres que las rodean. En Pardo Bazán hay una conciencia muy honda de la verdad humana, y una abierta y sincera asunción del teatro del mundo. En eso Emilia es aún hoy una feminista inédita, probablemente de la quinta ola, a la que aún no hemos llegado, la que sabe que la liberación de una mujer —y de toda condición humana— comienza por el más despiadado principio de autocrítica y por el propio autoconocimiento.
El feminismo de Pardo Bazán, explícito, activista, combativo, se tradujo en sus obras en una máxima de la libertad que fue también de la girondina Olympe de Gouges, guillotinada durante la Revolución Francesa: “La mujer, ya que tiene derecho de subir al cadalso, debe tener el de subir a la tribuna”. Ella subió, y desde su tribuna se permitió ser lo que pocos son: controvertida, contradictoria, única.