¿Dónde se gestó la mirada de Berlanga, su agudeza para atrapar esos detalles que revelan el interior de un ser humano? Miguel Ángel Villena (Valencia, 1956) nos cuenta que detrás del mostrador de la pastelería Postre Martí, situada en el centro de Valencia. Fundada en 1868 por Tomás Martí, abuelo materno del cineasta, desfilaron por ella las clases medias y altas, fascinadas por unos expositores que ofrecían golosinas, fruta confitada y carne de membrillo. Un niño larguirucho, de enormes orejas y ojos azules con destellos de picardía, observaba a los clientes, estudiando sus gestos y escuchando sus conversaciones. Berlanga siempre dijo que su oficio era espiar a los demás, que no creía en métodos ni en tecnicismos. Villena ha obtenido el XXIII Premio Comillas con Berlanga. Vida y cine de un creador irreverente, un estudio fresco y desenfadado del cineasta, un ácrata gamberro que concibió el cine como una síntesis de voyerismo, fetichismo y provocación.
El autor recrea con acierto la genealogía de la familia Berlanga. Hijo de una familia de la alta burguesía valenciana, Luis parecía predestinado a la política, pues su abuelo paterno fue un liberal de ideas reformistas y su padre consiguió un acta de diputado. Luis siempre se sintió un “anarquista conservador”, lo cual le mantuvo alejado del dogmatismo marxista y del anhelo de cargos políticos. “Mequetrefe y enfermizo” en su niñez, el paso por un colegio jesuita despertó en él un anticlericalismo feroz que no se aplacaría con los años.
Villena nos ofrece el retrato de un hombre que apenas cambió desde su juventud. Golfo y mujeriego en su adolescencia, su filosofía vital siempre fue el carpe diem. Haber crecido en la ciudad de las Fallas dejó en su sensibilidad una propensión permanente a la ordinariez, la procacidad y la horterada. El cine de Buster Keaton completaría su forma de ver el mundo, añadiendo una acusada inclinación hacia la paradoja, la incongruencia y el absurdo. Según su biógrafo, Goya, Valle-Inclán y Solana rematarían una perspectiva que alumbraría algunos de los grandes clásicos del cine español: Bienvenido, Mister Marshall (1953), Plácido (1961), El verdugo (1963), La escopeta nacional (1978) o La vaquilla (1985).
Golfo y mujeriego, la filosofía vital de Berlanga fue el 'carpe diem', combinado con una acusada inclinación hacia la paradoja y el absurdo
Dos películas deslumbraron al joven Berlanga: El hombre invisible (James Whale) y Don Quijote (Georg W. Pabst). Ambas de 1933, inspiraron su determinación de convertirse en director de cine. El estallido de la Guerra Civil acabó con su existencia de joven burgués. El verano del 36 fue alegre y despreocupado hasta que un grupo de anarquistas obligó a exiliarse a su padre en el norte de África. Movilizado por el ejército republicano, Berlanga participó en la batalla de Teruel, pero no disparó un solo tiro. Destinado al botiquín de su compañía, conoció de cerca la crueldad de la guerra, pero también su lado grotesco y esperpéntico. La victoria de Franco no trajo la paz, sino la humillación y la injusticia. Su padre fue encarcelado y condenado a muerte. Luis se alistó como voluntario en la División Azul con la esperanza de conseguir un indulto. De nuevo, se libró de pegar tiros, pero no del hambre y el frío.
En 1946 se traslada a Madrid, matriculándose en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Allí conoce a Juan Antonio Bardem, iniciando una amistad que se malogrará por culpa de los celos profesionales y las discrepancias estéticas e ideológicas. Con él escribirá el guion de Bienvenido, Mister Marshall. Miguel Mihura será la tercera pluma que intervendrá en una película memorable que suscitó la ira del embajador estadounidense y del actor Edward G. Robinson, fiel escudero de la cruzada anticomunista lanzada por el senador McCarthy.
Por el contrario, el régimen sonrió, pues interpretó que el filme ridiculizaba a los americanos al mismo tiempo que exaltaba la raza hispánica. Según Villena, el rodaje fue un infierno, pues la juventud de Berlanga despertaba burlas e insubordinación entre actores, que lo llamaban “niño” de forma despectiva. Su tendencia a decir que cada toma era “una cagada” inspiró el apodo que le acompañaría el resto de su vida: “Mister Cagada”.
El régimen no se mostró tan comprensivo con Plácido y El verdugo, dos obras inconcebibles sin la colaboración del guionista Rafael Azcona, la amistad “más pasional” de Berlanga. La censura impuso cortes y algunos políticos hablaron con Franco, acusando al cineasta de subversivo. A pesar de que Plácido fue nominada a un Óscar y El verdugo obtuvo el premio de la crítica del Festival de Venecia, Berlanga tardó casi cuatro años en rodar de nuevo. Tamaño natural fue estrenada en el extranjero, no sin sufrir acusaciones de machismo y misoginia. Con una madre dominante y una esposa de fuerte carácter, María Jesús Manrique, Berlanga se definía a sí mismo como un “calzonazos”. Villena apunta que en sus películas las mujeres parecen indestructibles e imponen a los hombres su criterio, precipitando a veces su destrucción.
Con pluma ágil y amena, Villena nos muestra en esta biografía fresca y desenfadada la sala de máquinas del cineasta
Después de la muerte de Franco vendría la trilogía de la familia Leguineche (La escopeta nacional, Patrimonio nacional, Nacional III), la evocación desmitificadora de la Guerra Civil (La vaquilla) y un testamento cinematográfico (París-Tombuctú) que ajustó cuentas con la vida, el sexo y la muerte. La prematura muerte de su hijo Carlos Berlanga, una de las grandes estrellas de la Movida, impregnó de tristeza los últimos años del cineasta.
Con su pluma ágil y amena, Villena nos muestra la sala de máquinas de un cineasta que rehuía las composiciones artificiales, explotando el movimiento y la fluidez del plano secuencia para humanizar a sus personajes. No se limita a reconstruir el itinerario vital del director de cine, también recrea con eficacia su época. El resultado es un fresco de la España del siglo XX por el que se pasea un cineasta irreverente, iconoclasta y descreído. Berlanga se perfila como un tipo algo esnob y distante. No es cercano ni sencillo. A veces indiscreto, entrometido e incluso impertinente, protege celosamente su intimidad y sus lazos afectivos no incluyen grandes complicidades.
En esta biografía hay varios Berlangas. El crítico social implacable de Plácido y El verdugo. El erotómano de Tamaño natural. El nostálgico de París-Tombuctu. Todos son ciertos y al mismo tiempo levemente contradictorios. Berlanga no era un canalla, pero tampoco un santo. Simplemente, era un cineasta con un indudable genio. De todos los Berlangas, yo me quedo con el de Calabuch. Frente al desgarro de sus grandes obras maestras, el cineasta explotó por una vez un registro más entrañable y lírico. No mostró el mundo tal como era, sino como debería ser. Se acercó a Frank Capra. Quizás no es el mejor Berlanga, pero sí el Berlanga que nos hace sentir el viento de la utopía, soplando en un istmo que parece querer desprenderse de la realidad.