En 2018, Irene Solà (Malla, 1990) debutó en la novela con Els dics (Altra Editorial) gracias a la obtención del confiable Premio Documenta de narrativa: era el principio de un fenómeno en la literatura catalana. La traducción al castellano de ese debut aparece ahora, y puede jugar en su contra el sesgo retrospectivo, puesto que llega al lector después de Canto yo y la montaña baila (Anagrama, 2019), su segundo libro pero el primero traducido. Una maravilla frente a la que Los diques puede parecer un esbozo o pieza menor. Sin embargo, hay un montón de buenas razones para disfrutar con estas páginas en parte desbordadas y en parte serenas, dispersas a conciencia, luminosas, maduras.
Lo más fácil es decir que Los diques habla de vidas que transcurren en el mundo rural, en un pueblo con bares y tiendas pero también campo y animales y tractores que lo atraviesan. Solo que tanto la perspectiva de su protagonista como las herramientas de su autora desbordan ampliamente esa descripción. Empecemos por la primera: Ada es una veinteañera que regresa a la casa familiar tras una larga estancia en Londres, así que trae consigo otras memorias, otros paisajes y expectativas. Más aún: el “mundo rural” no es sino mundo conectado con todo mediante los objetos que portan su propia historia de producción y distribución internacional, las ficciones pop que entran por la pantalla, los libros y los idiomas que explican otras latitudes… La naturalidad con que Solà trata ese entorno vivo, nada mitificado ni aquejado de nostalgia, es compatible con la reelaboración respetuosa del folclore (aparecen cuentos tradicionales de Mallorca, canciones populares, etcétera) o los giros de fábula, como un capítulo magistral en el que una vaca se convierte en nuestra narradora favorita.
"En este luminoso debut, Irene Solà construye un universo complejo, entre la saga familiar y el 'mosaico íntimo'"
Solà, ya lo he dicho, dispone de un montón de recursos estructurales y estilísticos híper-conscientes, y entrecruza escenas y relatos de varias épocas, personajes o tonalidades hasta construir un universo complejo, entre la saga familiar y el “mosaico íntimo” (tal y como dice la sutil contraportada del libro). Al final, lo que parece interesarle más a la autora es la naturaleza misma de la narración, las posibilidades siempre abiertas de las historias que cuenta y las variaciones que implica un cambio de perspectiva o de legitimidad: por volver a mi vaca querida, al escucharla a ella el lector comprenderá que la moraleja de un cuento nunca debería ser un dogma clausurado.
Seguramente, una de las cosas que Solà aprendió en el paso de Los diques a Canto yo y la montaña baila fue que podar casi siempre es buena idea: al libro que nos ocupa tal vez le sobren algunas páginas (¡nada grave!, nunca nos agota). Hecho este matiz, añadamos que su humor y su capacidad digresiva se sobreponen siempre, lo mismo que las apariciones casi mágicas de jabalíes o garduñas. El crítico Ponçs Puigdevall lo llamó en 2018 “vitalidad extrema”, y es cierto. También destacó el uso insistente del pronombre “este” por parte de la narradora, que es el modo rítmico y casi mediúmnico que tiene Solà de convocar cosas y personas, de señalarlas como si ella fuera un Dios creador o una niña ávida de constatar cada cosa que ve. Claro, es que es novelista.