Diarios (1912-1940)

Stefan Zweig

Traducción de Teresa Ruiz. Acantilado. Barcelona, 2021. 592 páginas. 32 €

Stefan Zweig se ha convertido en el símbolo de la Europa tolerante e ilustrada que intentó destruir el nazismo. Durante décadas, se le consideró un biógrafo elegante y un novelista menor. Con buen criterio, su nombre se situó por debajo de Thomas Mann, Robert Musil o Franz Kafka, pero en los últimos años se ha rescatado y revaluado su obra, especialmente en España, donde la editorial Acantilado ha realizado una extraordinaria labor con nuevas y rigurosas traducciones. El mundo de ayer, sus memorias, se ha convertido en un éxito de ventas y en un ejercicio de memoria colectiva. El continente que alumbró la Enciclopedia, la física de Newton, la poesía de Rilke y la democracia liberal sucumbió a la tentación totalitaria, encendiendo hogueras donde —como ya advirtió Heine— ardieron, en primer lugar, libros y, poco después, seres humanos.

Zweig no fue un intelectual beligerante. A diferencia de los hermanos Mann, Ödön von Horváth o Bertolt Brecht, se abstuvo de condenar el nazismo en sus inicios. Ni siquiera la prohibición de sus libros en Alemania, ni la experiencia del exilio, lograron que abandonara su silencio. Cuando en su gira por América del Sur le instaron a que condenara el nazismo, respondió: “Nunca hablaré contra Alemania, el intelectual debe permanecer cerca de sus libros, no está preparado para lo que requiere el liderazgo popular”.

Zweig comprendería tardíamente su error, cuando la caída de Singapur en manos del imperio japonés le hizo creer que el totalitarismo se extendería por todo el planeta. El 22 de febrero de 1942 se suicidó en Petrópolis, Brasil, acompañado por su segunda esposa. En su nota de despedida, escribió: “Saludo a todos mis amigos… Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes de aquí. Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra”.

La publicación de estos Diarios de Zweig en la excelente traducción de Teresa Ruiz Rosas constituye un verdadero acontecimiento editorial. El lector español dispone por primera vez de un testimonio crucial para comprender un período particularmente dramático de la historia de Europa. Los Diarios abarcan del 10 de septiembre de 1912 hasta el 19 de junio de 1940, cuando el escritor parte hacia el exilio, hundido en sombríos pensamientos. Como sostiene Mauricio Wiesenthal en su prólogo, son más interesantes hoy que cuando se escribieron. Aún contemplamos con perplejidad cómo Europa dilapidó la herencia de Erasmo y Montaigne, permitiendo que el odio sepultara el ideal de libertad, igualdad y fraternidad acuñado por la Revolución francesa. Mientras los sabios se ocultaban, los demagogos escalaban hasta lo más alto, despertando el fervor de unas masas fanatizadas.

Al margen de su extraordinaria calidad literaria, los 'Diarios' de Zweig son una elocuente lección de historia y moral

Zweig no observa la realidad desde su escritorio. Viaja por París, Londres, Nueva York, Suiza, Brasil. A veces por placer; otras, por necesidad. En esos lugares, se encuentra con los grandes intelectuales y artistas de la época: Richard Strauss, Romain Rolland, Rilke, Hofmannsthal, Alma Mahler, Schnitzler, Freud… Zweig es pudoroso. Protege su intimidad, escamoteándonos las zonas en penumbra donde tal vez laten deseos reprimidos. A diferencia de otros diaristas, no transige con el exhibicionismo o la indiscreción. Prefiere la alusión al dato desnudo, lo entrevisto a lo explícito, lo difuso a lo descarnado. Sabemos que se sentía atraído por la bohemia, pero nunca fue un maldito ni un inadaptado.

El escritor comienza sus anotaciones hablándonos de un diario perdido y de su propósito de escribir otro para que sus recuerdos no se borren o difuminen. Desde la primera línea, admite su timidez y pesimismo. Le gustaría educar su voluntad, pero se ha resignado a vivir en la atonía. Escribe a ratos sueltos, venciendo la apatía y la pereza. Es curioso que un autor tan prolífico se atribuya estos rasgos.

Aunque no es un escritor beligerante en cuestiones políticas, cuando estalla la guerra se avergüenza de vivir en su mundo, rodeado de libros y lejos del frente. Contempla con tristeza lo que sucede, incapaz de identificarse con el ardor bélico de sus compatriotas. Se escribe con Rolland, hallando consuelo en sus convicciones pacifistas. Visita a Hugo Wolf, herido en una pierna y escucha consternado el horror que se vive en el campo de batalla. Los soldados están desmoralizados. Solo los oficiales siguen hipnotizados por la épica de la guerra. Zweig nos narra los acontecimientos de la contienda con una mezcla de lucidez y escepticismo. Todo le parece irreal y absurdo. Solo reconoce una causa: la lucha por la dignidad del ser humano. Al principio de la guerra, se plantea alistarse. Al final, es un hombre desengañado que detesta el heroísmo de cartón piedra.

Lee a Shakespeare, Dostoyevski, Tolstói. Guerra y paz le parece “un evangelio para nuestro tiempo”. Su obra está impregnada de humanismo y verdad. Destinado al Archivo de Guerra, se libra del frente por su mala salud. Zweig siempre escribe de forma elegante y precisa, pero sin caer en la retórica. Su sencillez y limpieza transmite sinceridad. No está pensando en el porvenir de sus Diarios como obra literaria, sino en la necesidad de expresar sus emociones. Durante los “felices veinte”, vive con angustia la posibilidad de un nuevo conflicto bélico: “Las generaciones futuras deberán aprender cómo hemos vivido todos estos años, esperando cada día un nuevo cataclismo. No hay mañana que no abramos el periódico con un ligero temor”.

Elegante y preciso, Zweig no piensa en la posteridad de sus Diarios, sino en la necesidad de expresar sus emociones

Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, viaja a Brasil. El clima húmedo y caluroso le parece insufrible para un europeo y se conmueve ante el espectáculo de una calle llena de prostitutas, expuestas en escaparates como mercancías: “Qué teatro al servicio del placer inmediato más banal y cruel”. Cuando el 1 de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia, Zweig apunta: “Hoy es el día en que ha empezado la mayor catástrofe de la humanidad”. No se equivoca. Escribe desde Bath, en el suroeste de Inglaterra. No domina bien el inglés y eso le atormenta, pues limita su capacidad de comunicación.

Pronostica que la guerra causará la caída del capitalismo. Es sorprendente que apenas aluda al sufrimiento de los judíos, pese a serlo él también. Escéptico en materia religiosa, nunca ha pensado demasiado en el estigma de pertenecer a la “raza maldita”. Sostiene que el nazismo es la “ideología de los resentidos”, la hora de la venganza de los mediocres. Admite que se está desmoronando: “Nunca había sido tan pesimista, jamás había tenido tan pocas esperanzas”.

Cuando llega la noticia de que la cruz gamada ondea en la Torre Eiffel, la desesperanza se convierte en desesperación: “Tengo casi 59 años y los próximos serán espantosos, ¿qué sentido tiene soportar todas estas humillaciones?”. El nombramiento de Petain como jefe de Estado ahonda su angustia: “Ya no hay salvación, Europa está acabada, nuestro mundo se desmorona. Definitivamente, ahora somos apátridas”. Antes de partir a América, su desolación es infinita: “Se ha perdido Francia, reducida a escombros por siglos, el país más cautivador de Europa, ¿para quién escribiré, para qué viviré?”.

Al margen de su extraordinaria calidad literaria, los Diarios de Stefan Zweig son una elocuente lección de historia y moral. Nos muestran que la civilización no es una conquista irreversible, sino un logro precario. Europa siempre será el continente de la Shoah. La chimenea de Auschwitz sigue proyectando su sombra, recordándonos el potencial destructor de las ideologías. Ahora que han vuelto los viejos demonios del nacionalismo y el racismo, leer a Zweig ya no es una elección estética, sino un gesto de compromiso con los valores humanistas de la Europa democrática e ilustrada.

@Rafael_Narbona