Pocas veces la cita que encabeza una novela sintetiza su sentido con tanta claridad como las palabras de Abderramán III que Jacobo Bergareche (Londres, 1976) pone al frente de Los días perfectos. Explica el poderoso califa omeya los enormes bienes de que ha disfrutado: medio siglo de glorioso reinado, arropado de riquezas, honores y toda clase de bendiciones terrenales. Sin embargo, remata el emir, solo logró 14 días “de pura y genuina felicidad”. Semejante escasez de la dicha constituye la columna vertebral y el motivo excluyente del relato de Bergareche.
Al servicio de esta visión descorazonadora de la vida pone Bergareche su libro. No disimula un fondo especulativo, casi filosófico, pero tampoco olvida que se trata de una novela y no de un tratado o ensayo. Para cumplir con los requisitos de un relato, prepara una trama argumental nítida, también suficientemente compleja aunque consista en una discreta exposición epistolar, a la vez que atractiva. Luis, periodista bastante reticente con su profesión, consigue que su empresa le envíe a Austin, Texas, con el fin de preparar un reportaje para las páginas de relleno del medio donde escribe.
En el impresionante archivo del Harry Ransom Center pretende investigar el trabajo de Bob Woodward, el famoso denunciante del caso Watergate, pero por casualidad descubre la correspondencia de Faulkner con su amante Meta Carpenter. Estas olvidadas cartas le fascinan y convierte su análisis en una obsesión. En paralelo, tiene una aventura con una mexicana, Camila, que ella cortará de forma tajante tras una breve y eufórica experiencia amorosa.
A Camila le dirige Luis desde Austin una primera larga carta que descubre su insatisfacción, tristeza y soledad por la ruptura. A su mujer, Paula, le manda otra desde Nueva York. En ésta analiza las relaciones de la pareja desde el promisorio noviazgo hasta el irreversible derrotero actual. Las dos cartas, ambas soliloquios sin respuesta, suponen “ejercicios de introspección/retrospección/futurología” a partir de los cuales Luis expondrá su visión de la vida ceñida al único motivo del trato amoroso.
El espejo de la ficción al que nos enfrenta el autor refleja una desolada imagen: mucho será si logramos un par de días felices
La raíz de Los días perfectos se halla en la clásica novela psicologista. Bergareche va desmenuzando los sentimientos del protagonista. Sus vivencias, y algo las experiencias, conectan con las impresiones trasmitidas por las cartas del Premio Nobel, de modo que no se trata de un aditamento, por otra parte interesante, sino de una hábil manera de potenciarlas. De este modo se anuda un abigarrado bucle de vivencias e ideas del que se desprende que el desenlace infeliz corona el trato sentimental entre hombres y mujeres.
La novela se demora en mostrar tanto las ilusiones románticas como el poder del deseo. Pero ello no supone un ejercicio de ensimismamiento emocional sino que el autor busca un retrato bastante sociológico de la pareja, el matrimonio y la familia. La radiografía revela un irreparable deterioro del cuerpo social examinado. A veces se dice con humor (así en la sarcástica reformulación de los votos matrimoniales: prometo serte fiel, etcétera, “hasta que el tedio nos separe”).
Pero casi siempre se manifiesta con severidad, lo cual revela la reiteración de las palabras rutina, tedio, resignación o desgaste. Una sentencia lapidaria condensa la tesis del libro: el matrimonio desemboca en una “enfermedad crónica degenerativa”. El espejo de la ficción al que nos enfrenta Bergareche refleja una desencantada y perturbadora imagen: mucho será si logramos en la vida un par de días felices.