Como ocurre con muchos de los grandes nombres de la historia de la literatura, en el caso de Virginia Woolf (Londres, 1882 - Sussex, 1941) es imposible desligar la figura icónica, casi pop, de la escritora imponente y fundamental. No se puede borrar el recuerdo imposible de una mujer con piedras en los bolsillos que se adentra en las aguas del río Ouse para no volver. Tampoco se puede olvidar el impacto que produce descubrir por primera vez su elegantísima escritura, su finísima ironía, la hondura de los monólogos interiores, su feminismo lúcido y áspero, su auténtica curiosidad por el alma humana.
En lo que llevamos de siglo XXI es sin duda Una habitación propia su obra más conocida. En ese ensayo afirma que una mujer escritora debe disponer de un espacio propio para encerrarse a solas y trabajar sin interrupciones, y que para ello debe alcanzar la independencia económica. Así que además de la habitación propia se necesita un sueldo. ¿Cómo consiguió Virginia Woolf esas dos prerrogativas?: a través de la crítica literaria, un oficio que empezó a ejercer con 23 años y que nunca abandonó.
Julia Duckworth, perteneciente a una familia de editores y madre de Virginia Woolf, había muerto de manera repentina en 1895. Cuando su padre, el también crítico literario Leslie Stephen murió en 1904, la joven escritora (junto a su hermana Vanessa) abandonó Kensington y se mudó a Londres, al bohemio barrio de Bloomsbury. En una de las tertulias que las hermanas Stephen organizaban, Woolf conoció a Bruce Richmond, director de la revista Times Literary Supplement. Corría el año 1905 y poco después de ese encuentro surgió su primer encargo. Al principio reseñaba libros de poca importancia, pero eso no le importaba: había dejado de ser una chica con un lápiz y un cuarto para convertirse en una escritora profesional que compartía espacio con autores como T. S. Eliot o Henry James.
Este libro muestra el espectáculo maravilloso de una gran lectora que no podía concebir su vida sin la literatura
Genio y tinta recoge algunos de sus ensayos más destacados, textos escritos entre 1916 y 1935, cuando ya se había revelado como una crítica lúcida y atrevida, como una lectora apasionada e indomable. En las páginas de Genio y tinta, Woolf disecciona la literatura de Charlotte Brontë, Shakespeare, George Eliot, Henry James, John Evelyn, Jane Austen o Aurora Leigh, entre otros, con la intención de descubrir en qué consiste la alquimia de la literatura, qué características convierten una obra en clásico, pero también qué errores, qué fallas pueden resultar hallazgos literarios dignos de ser amados.
En 2009 Lumen tradujo una selección de ensayos críticos que la autora había revisado y publicado en dos volúmenes, una primera serie en 1925 y una segunda en 1932, bajo el título de El lector común, pero Genio y tinta tiene el encanto de reunir las reseñas tal y como se publicaron en el suplemento literario del Times, es decir, con la urgencia propia de la profesión de crítico. Como recuerda Francesca Wade en la introducción del libro, Woolf le contó a una amiga que debía tener “leída la novela el domingo, reseñarla el lunes e imprimirla el viernes: Así es como se hacen las salchichas en Estados Unidos”. Y, pese a las prisas, su escritura es siempre impecable, deslumbrante.
Pero esta colección de reseñas tiene, desde mi punto de vista, un encanto aún mayor, y es el de poder asistir al espectáculo maravilloso de una gran lectora, de una mujer que no podía concebir su existencia sin la literatura. En estas páginas vemos a una lectora que se interroga por el arte de la vida y que para ello indaga en las técnicas narrativas, en los mecanismos poéticos, en la belleza, en la genialidad y en las limitaciones de las obras y los autores que admira y ama.
No puedo evitar regresar a Un cuarto propio y recordar ese instante en el que la autora entra con un cuaderno y un lápiz a la sala de lectura del British Museum de Londres, observa a un hombrecillo apocado que respira ruidosamente y comenta, con esa jocosidad tan maravillosa que la caracteriza, que “una tiene sus locas vanidades”, como, por ejemplo, saberse mejor que ese tipo. Una anécdota que entronca con el título del excelente prólogo de Ángeles Caso que abre Genio y tinta: “Una lectora insumisa”. La rebeldía de Virginia Woolf consiste en leer y en escribir con un escalpelo en la mano y una manta echada a los hombros.
La rebeldía de Woolf consiste en leer y en escribir con un escalpelo en la mano y una manta echada a los hombros
Lo que quiero decir es que puede ser dura, exigente, implacable, pero nunca hiriente. Sin falsos halagos y sin hacer sangre, con un gran respeto siempre y con brillantísimo humor, critica sin herir la dignidad del otro. Este rasgo de Woolf es fundamental para comprender su defensa a ultranza de las obras fallidas, no solo como modo perverso de diversión y fuente de placer, sino porque contribuyen a hilar la historia de la literatura, porque se necesita conocer la mediocridad y el pastiche, lo larvario y el error para reconocer la grandeza y la perdurabilidad de una obra.
El libro se abre con un artículo de 1916 acerca de la literatura de Charlotte Brontë (Yorkshire, 1816-1855), a propósito de la cercanía del centenario de su nacimiento. Woolf afirma que Hamlet y que también la obra de Brontë, aunque “salvando las distancias” con Shakespeare, tienen el don de la mutación. Y es esa capacidad de cambiar, continúa, la cualidad común que se encuentra en las verdaderas obras de arte, “como si la savia de la vida corriera por sus hojas”.
La literatura de verdad, nos dice, muta con nosotros porque es un espejo del alma humana, un espejo anclado a su época y que, sin embargo, es capaz de emanciparse de su tiempo. Por eso Woolf es una firme defensora de la relectura; tan convencida está de la necesidad de regresar una y otra vez a los clásicos, así como de su condición mutante, que propone un hermosísimo ejercicio: escribir nuestra autobiografía a través de las impresiones que un mismo libro nos deja con cada relectura.
Para Woolf, "la literatura es un tejido vivo y la crítica no puede disecarla ni convertirla en una red de huesecillos"
Para la crítica literaria, conocer a los clásicos debería ser una tarea de juventud; interesarse por los coetáneos supone un feliz signo de que la juventud va quedando atrás. Y digo feliz porque para ella es esencial dialogar con la propia generación, por dos motivos fundamentales: por una parte, para leer críticamente a los contemporáneos desde el conocimiento de los escritores antiguos, para poner a prueba el presente en relación al pasado, porque para Woolf, “la literatura es un tejido vivo y la crítica no puede disecarla ni convertirla en una red de huesecillos”, porque no se puede reverenciar a los muertos sin establecer vínculos con los vivos.
Por otra parte, afirma la autora, hay que conocer y honrar a los coetáneos para saber qué piensan y quiénes son, “¿qué sienten los hombres y las mujeres vivos, cómo son sus casas, qué ropa llevan, cuánto dinero tienen y qué comida toman, qué les apasiona y qué aborrecen, qué ven del mundo que los circunda y cuál es el sueño que llena los espacios de sus activas vidas?”.
La literatura, entendida de este modo, es también una herramienta para apresar la belleza del mundo y el espíritu de la propia época, un instrumento para la construcción de una identidad hecha de palabras e interrogantes. No en vano Virginia Woolf, igual que hiciera Montaigne, se pregunta Que sçais-je (¿qué sé yo?). Sea como sea, un buen crítico debe ser un poeta y un captador de almas y así es la gran dama de la modernidad literaria que encontramos en Genio y tinta.