Don Álvaro de Figueroa y Torres (Madrid, 1863-1950), más conocido como conde de Romanones, fue uno de los más representativos políticos de la Restauración canovista, régimen en el que ocupó los más relevantes cargos, desde la alcaldía de la capital de España a la presidencia del Consejo de Ministros (en tres ocasiones distintas: 1912-13, 1915-17 y 1918-19), pasando antes y después por diversos ministerios y desempeñando también las presidencias del Congreso y Senado.
Aristócrata, acaudalado, conspicuo miembro del selecto grupo de notables y, sobre todo, cacique omnímodo en Guadalajara, Romanones era la viva encarnación de las virtudes y defectos del sistema. En la medida en que, primero el regeneracionismo —“oligarquía y caciquismo” en el famoso dictamen costista—, la dictadura de Primo de Rivera más tarde y luego, por supuesto, la República, enfatizaron sus aspectos negativos, el conde quedó como epítome y adalid de un entramado político corrupto, perverso y renuente a la modernización de España.
Pero, lejos de ser un reaccionario o incluso un conservador a la vieja usanza, Figueroa era un liberal avanzado, muy consciente del tiempo que le había tocado vivir, reformador decidido —como demostró en su temprano paso por el ministerio de Instrucción Pública— y partidario de ensanchar la base del régimen, en especial con los republicanos moderados, sin despreciar las nuevas sensibilidades sociales que encarnaban las organizaciones obreristas. Eso sí, era también un clásico primate —como entonces se decía—, un genuino animal político, caudillo de una facción, tan intrigante como oportunista cuando se trataba de acceder o conservar el poder.
El objetivo declarado que asume aquí Guillermo Gortázar (Vitoria, 1951) es recuperar la figura auténtica de Romanones de entre toda la hojarasca que ha ido depositando la ulterior propaganda política de un signo u otro (recuérdese que para la derecha monárquica será el traidor que propició la abdicación de Alfonso XIII). Pero dicho designio alcanza cotas de reto cuando se trata de deshacer el retrato casi caricaturesco del conde que ha consagrado la historiografía progresista —en línea con el ya aludido regeneracionismo— como quintaesencia de todos los males de la Restauración.
Además de recuperar la figura del auténtico Romanones, este ensayo reinterpreta el liberalismo como antesala de la democracia actual
Cierto que sobre Romanones ya existía una bibliografía, si no extensa, sí por lo menos incisiva y clarificadora, como los trabajos de Moreno Luzón o del propio Gortázar. Este último, dicho sea de paso, ya había dado muestras de su voluntad de ir a contracorriente de la historiografía académica con su libro Alfonso XIII, hombre de negocios (1986). Pero aquí da un paso más arriesgado porque su ambición no se limita a reconstruir la vida de Figueroa, sino a reinterpretar el devenir político de hace un siglo con las claves conceptuales de hoy día (muy singularmente, la idea de transición).
De este modo, si vamos por partes, nos encontramos una primera capa de biografía política clásica, en la que el conde sale bastante favorecido, aunque el autor no hurta las sombras y limitaciones del personaje. En segundo término, como buena biografía, la obra de Gortázar es también un buen cuadro de época, en especial en su vertiente política estricta (cenáculos políticos y aledaños del poder).
Pero en tercer lugar y como ingrediente que se impone o, al menos, dota al estudio de su pátina más atractiva, hay una interpretación del liberalismo como régimen imperfecto pero perfectible que, de haberse dado las condiciones adecuadas, hubiera desembocado en democracia. Exactamente lo que no supieron hacer las otras alternativas que siguieron, la dictadura de Primo y la propia República. Para Gortázar esta es la clave de la crisis española del siglo XX. En el fondo, argumenta, la Guerra Civil sería la consecuencia de ese fracaso.
Junto con el reciente volumen de Roberto Villa, 1917. El Estado catalán y el soviet español (Espasa), este libro de Gortázar es el intento más consistente aparecido en los últimos años de cambiar la visión dominante en la historiografía española sobre el primer tercio del siglo XX. Al reivindicar el Estado liberal de la época, no solo por sus aspectos positivos sino por sus posibilidades de transitar hacia un sistema democrático, convierte a dicho liberalismo en el precedente de nuestra —esta sí exitosa— Transición democrática, la que tuvo lugar tras la muerte de Franco.