El Gatopardo, la única novela de Giuseppe Tomasi, Príncipe de Lampedusa y Duque de Palma de Montechiaro, publicada póstumamente en 1958, iba a versar sobre la historia, pero casi se la come el espacio.
El primer capítulo de El Gatopardo se atiene al proyecto inicial que tenía el autor. Tomasi se inspiraría en un bisabuelo, astrónomo, terrateniente y pelirrojo, y veríamos, los lectores, a través de sus ojos y de su consciencia durante 24 horas. El lugar: Palermo y alrededores. El día: un día de mayo de 1860, cuando Garibaldi desembarca en Sicilia con sus camisas rojas para llevar a la unificación a la isla borbónica. El desencadenamiento de las fuerzas históricas suscita en el personaje de Lampedusa, don Fabrizio, melancolía y escepticismo, entre otras cosas (también hay espacio en él para la concupiscencia). Pues bien, esto es la primera parte. A continuación, hay en El Gatopardo, tres capítulos que nos sitúan, respectivamente, en agosto, octubre, noviembre de aquel año. Estas secciones están ambientadas en el Palacio de Donnafugata, en la Sicilia rural. Es aquí donde digo que el espacio casi se traga la historia. Imagino a Lampedusa, en 1955, su primer año literariamente (y no sólo literariamente) productivo de su vida, en el proceso de redacción de El Gatopardo, dejándose llevar por el espacio, por los espacios más queridos, y por la nostalgia.
Imagino al autor, con un boli azul, escribiendo unas letras muy pequeñas, atrapando recuerdos evanescentes, reconciliado, por un momento, con la vida adulta. El Gatopardo está escrito por un príncipe sin palacios: las bombas de la aviación norteamericana en 1943, los largos litigios entre herederos y la desidia prolongada fueron los principales responsables de esta carencia contra natura. Pues bien, por un tiempo, en la imaginación, el príncipe recuperó aquellas posesiones perdidas: esos recuerdos contaminan las páginas campestres del Palacio de Donnafugata, en agosto, octubre y noviembre, de 1860.
Si se lee a la vez El Gatopardo y su escrito autobiográfico “Recuerdos de infancia”, recogido en Relatos, se comprueba que el Donnafugata de la novela es muy parecido al Palazzo Filangeri-Cutò, residencia estival de Lampedusa en Santa Margherita di Belice, al sur de Sicilia. Incluso el viaje de días descrito en aquel verano de 1860 de El Gatopardo, de los ficticios Corbera de Salina, a Donnafugata, tiene muchas cosas en común con el traslado, también en familia, de los reales Tomasi de Lampedusa a Santa Margherita, a comienzos del siglo XX. En el escrito introductorio que hace Gioacchino Lanza Tomasi, presente en la edición de Anagrama de los Relatos (también es recomendable leer su librito I luoghi del Gattopardo) se señala que las institutrices francesas que acompañan a las familias (a la ficticia y a la real) se quejan en términos muy parecidos. “¡Esto es peor que África!”, exclama, en francés, una de las dos.
Palazzo Filangeri-Cutò o Donnafugata
Es tan impresionante la Donnafugata de El Gatopardo, tan insondables son sus estancias, pasillos, tan mágico es su jardín rebosante, con su fuente con figuras mitológicas… que si uno atraviesa hoy las desérticas regiones del interior de Sicilia y se desplaza a Santa Margherita di Belice puede ser que se lleve un chasco. Para empezar, el Palazzo Filangeri-Cutò (que la familia de Lampedusa había vendido) terminó desapareciendo: hay algo así como una versión municipal. En 1968 un terremoto lo derrumbó. Sólo resistió parte de la fachada. Hoy existe en su lugar, como digo, un edificio reconstruido que sí es fiel al viejo palacio sólo en relación al tamaño: uno puede calcular si caben ahí los cientos de habitaciones y el teatro privado, donde, de niño, Lampedusa vio Hamlet representado por una compañía de paso. Parece tan gigante, en la ficción y en “Recuerdos de infancia”, que todo se hace pequeño.
Los jardines lampedusianos en Santa Margherita siguen existiendo, pero están cerrados. Efectivamente, el visitante entrevé un vergel, profuso y tropical, como un espejismo tras cruzar los amarillos y ondulantes territorios polvorientos de la Sicilia interior. Es notable la fuerza de las descripciones del campo siciliano, siempre oprimido, petrificado, bajo el astro sol, que encontramos en Lampedusa. El sol, es, según leemos, “el auténtico soberano de Sicilia… que anulaba toda voluntad individual y mantenía cada cosa en una inmovilidad servil, acunada con sueños violentos, con violencias que participaban de la arbitrariedad de los sueños”. En el famoso sermón que el protagonista de El Gatopardo, el príncipe de Salina, suelta a un político del norte, Chevalley, leemos: “Este verano nuestro tan largo y triste como el invierno ruso y contra el cual se lucha con menos éxito”.
El interior del palacio de Donnafugata y su versión real, que visité, es un refugio de ese mismo sol. A continuación, un pasaje en el que el querido sobrino Tancredi y la bella Angelica (Delon y Cardinale en el filme, para que nos entendamos) recorren el palacio, nos traslada al mundo del cuento de hadas:
“Las correrías a través del inmenso edificio parecían interminables; era como partir hacia una tierra desconocida; desconocida, sí, porque en muchos de esos aposentos abandonados ni siquiera don Fabrizio había entrado jamás”.
Los personajes, en la novela, y el memorialista, en los “Recuerdos…”, nos apartan de la historia de Italia: en las cámaras, se encuentran viejos objetos arrumbados, en habitaciones desconocidas. Los interminables pasillos de Donnafugata/Filangeri-Cutò se escapan de las fechas y del calendario. Los exploradores Tancredi y Angelica encontrarán objetos de piedad, de la familia, pero también muebles con instrumentos sadomasoquistas. Hay, en Lampedusa, un fabuloso fetichismo del lugar.
Un museo de cera en medio del páramo
Hoy, en el lugar del viejo palacio hay, entre otras cosas, un Museo del Gatopardo, donde se exhiben numerosos materiales, tanto del autor como de la adaptación cinematográfica de Visconti. Pues bien, en este pobre museo, hay una cámara que está a la altura de las mayores extravagancias que hubieran podido producir tanto la mística o el ingenio sexual de los Salina. En un cuarto del actual Museo del Gatopardo, en medio del desierto siciliano, el visitante encuentra una sala donde figuras de cera representan al padre Pirrone (el cura ficticio de la familia Salina), a los guapos jóvenes de los que ya hemos hablado, a don Fabrizio y a Chevalley y, no lo olvidemos, al perro del príncipe. Por cierto, El Gatopardo concluye con una imagen de aquel can, el fiel Bendicò, disecado. El no acostumbrado a los museos de cera sentirá algo sobrecogedor aquí, en esta sala imprevista.
Donnafugata no consigue retener, cual diosa Calipso, el relato histórico de Lampedusa. La marcha continúa. El capítulo siguiente, sobre el padre Pirrone en su pueblo, el posterior capítulo del baile en el palacio de Palermo, en 1862, y los dos últimos capítulos, ambientados en 1883 y 1910 (que son algo así como epílogos), dan cuenta de la imparable marcha de la historia de la familia, de Sicilia, y de Italia. El relato histórico avanza, y se consignan los cambios de la vida pública. Una clase asciende, otra desciende (tema también del relato “Los gatitos ciegos”); los gobernantes se suceden… y los Salina decaen. Al abandonar Donnafugata, la voz narradora de El Gatopardo, los arcones dieciochescos del palacio se vuelven a cerrar… El murmullo de la fuente secreta, en el silencio, oasis bajo el sol, queda atrás… Sicilia sigue adelante, y atrás queda este espacio elemental de la vida anímica de Lampedusa.
El pasado histórico del bisabuelo ficcionalizado y el pasado biográfico, auténtico, del autor, la Historia y la historia, se fusionan, por tanto. Puntualmente, Lampedusa se refiere a los aviones y al cine, y también a las bombas de 1943. En el capítulo en el que se describe un fastuoso baile, en un palacio de Palermo, el autor observa que esos aristócratas creían que aquello, en una palabra, la suntuosidad, era eterna. Añade Lampedusa, en El Gatopardo: “… en 1943 una bomba fabricada en Pittsburgh, Penn, se encargaría de demostrarles lo contrario”. Eso es ficción, pues se refiere el narrador a un palacio inexistente, pero es, exactamente, lo que ocurrió con otro espacio matricial de los “Recuerdos de infancia”, el Palacio Lampedusa. Se vendió, por tanto, el Palacio Filangeri-Cutò (que después arruinó un terremoto), edén de la familia materna que se erguía en medio del abrasado desierto siciliano, y los aliados trituraron, en 1943, el Palacio Lampedusa, que por eso mismo hoy el curioso no podrá visitar, en la vía Lampedusa de Palermo. Aquí dos espacios esenciales que hubo que recuperar gracias a la literatura. No hay manera de visitarlos, fuera de las páginas del príncipe. Sí se puede visitar, e incluso alquilar un apartamento, en el Palacio Lanza Tomasi, de via Butera 28, Palermo, donde vivió el autor, en sus últimos años, y donde guardan con amor filial los restos de la biblioteca personal de Giuseppe Tomasi, lo que sobrevivió a las bombas. Son restos de un naufragio. Nicoletta Polo, actual Duquesa de Palma, me enseñó una huevera superviviente donde se veía el viejo escudo de los Lampedusa: el felino rampante. En suma, a El Gatopardo casi se lo come el espacio en la medida en que a Lampedusa casi se lo come la melancolía.