Un profesor de Filosofía de enseñanza media pone plazo exacto a su vida: morirá el 1 de agosto de 2019. Toma la decisión un año antes y ahí da comienzo a una detallista recapitulación vital. Dos líneas temporales se entrecruzan en esa especie de diario. La primera recrea, mes a mes más unos días añadidos, los doce en espera de cumplir la resolución. En ella el memorialista (tan ensimismado en su discurso que tarda muchas páginas en manifestar su nombre, Toni, y solo lo menciona otro par de veces) refiere, aparte el sistemático desprendimiento de sus bienes, un amplio anecdotario íntimo: las relaciones duras con su ex, difíciles con el hijo y entrañables con un amigo, lisiado en los atentados de Atocha, y con una antigua amada.
En suma, una trama novelesca entera y suficiente que, sin embargo, Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) amplía con otra también completa, la historia anterior de Toni, de sus 54 años de vida, de su familia, juventud, estudios y ejercicio profesional. O sea, una panorámica retrospectiva que se remonta a la Guerra Civil y se extiende a lo largo del franquismo, la transición y la democracia.
El carácter abarcador del relato que conforma Los vencejos se resume en las contrapuestas actitudes políticas: el padre del narrador fue militante comunista represaliado, Toni escoge al azar las papeletas de sus candidatos en las elecciones y su hijo se ha tatuado una cruz gamada. Abuelo, hijo y nieto representan un arco histórico completo. Ambas tramas suponen el andamiaje de una novela de aprendizaje que sostiene un relato sobre el sentido del mundo. El autor presenta una visión un tanto cíclica de la existencia aludida con una plástica e insistente imagen que da título al libro, la de los vencejos y sus periódicas migraciones: la vida como un retorno de afanes y fracasos.
En esta minuciosa novela Aramburu logra mostrar la complejidad de decidir racionalmente quitarse la vida a través de una potencia fabuladora infrecuente
Para probarlo, Aramburu acumula elementos testimoniales significativos: el matrimonio, el amor, el odio, la violencia, la educación, la soledad, la amistad, la política, el trabajo, el erotismo, la cultura… Todo ello se filtra a partir de un relato psicologista en el que el autor despliega notables dosis de observación de interiores complejos. El sentido del mundo procede de un sujeto bastante misántropo, aunque él niegue este rasgo, y de ahí se deriva una visión negativa y pesimista. Pero no absoluta, con matices. El desenlace supone una reafirmación del precario don de la existencia y, además, la ironía, el humor y el escepticismo del discurso de Toni impiden que prevalezca un sentimiento trágico de la vida.
“No me gusta la vida”, ese “invento perverso, mal concebido y peor ejecutado” por el que habría que “pedirle cuentas a Dios” si existiera, aduce Toni como causa de su determinación suicida. Mostrar bien el complejo fondo de una decisión racional, no primariamente impulsiva o enfermiza, lleva a Aramburu a una extraordinaria minuciosidad narrativa que revela una potencia fabuladora infrecuente. La técnica que alterna con destreza hechos de ayer y de hoy en breves secuencias asegura viveza y agilidad a un relato amazónico.
Lo rellenan, además, una atractiva galería de personajes con gancho, un rico y ocurrente anecdotario y excelentes pasajes narrativos sueltos. Pero la medida total, 700 compactas páginas, resulta excesiva. A pesar de dichas virtudes, Los vencejos me ha resultado cansina.