Ciertos autores, determinadas obras, son caminos, dejan tras de sí una estela, fijan un modo de hacer, de pensar. Sin embargo, se producen acontecimientos que forman parte de la base misma de una cultura, la conmueven, la condicionan y decantan. Dante es uno de esos acaecimientos, porque, más que una donación literaria, incalculable en su caso, la suya es una herencia en la que se escenifica, como pocas veces, el adverso destino humano. Porque el verdadero legado de Dante es el Infierno, su tétrico imaginario y los cantos que formalizan el testimonio de un paisaje psíquico aterrador que ha servido de fondo a toda una literatura torturada y compleja como lo ha sido y es una buena parte de la escrita en Occidente, que ama el conflicto, que no se concibe sin él.

En realidad, el dilema de la existencia es la raíz que inspira estas creaciones capitales que definen una civilización, que desde sus inicios mantiene un pulso con una trágica metafísica que, pese al intento de determinadas corrientes filosóficas del siglo XX que han tratado de desmentirla, sigue insuperada.

Cabría preguntarnos por qué los paisajes del Paraíso y los del Purgatorio no han reclamado tanto nuestra atención, por qué se difuminan con mayor facilidad en nuestra mente. No ocurre así con la otra tabla del gran tríptico que es la Divina Comedia, me refiero a la conflictiva, a la que deja oír un crepitar de los mundos que se consumen. Esta particular atención a las tinieblas nos delata. Por eso en Dante reconocemos aquello que ha sucumbido, lo que ha sido aniquilado. Sin pretenderlo, su nombre ha adjetivado el acontecer trágico: la destrucción de Dresde; las Gaskamers de Auschwitz; la visión de Guernica; los desmanes de las catástrofes naturales; el cruento episodio de las Torres Gemelas, por poner unos casos, se resumen siempre con un adjetivo: dantesco.

En Dante reconocemos aquello que ha sucumbido, lo que ha sido aniquilado. Sin pretenderlo, su nombre ha adjetivado el acontecer trágico

Los condenados que se precipitan en las lenguas flameantes de la capilla de los Scrovegni, que Giotto terminó en los primeros años del siglo XIV —al tiempo en que el poeta comenzó a escribir el Infierno—; las figuras que caen al vacío de un fuego como versículos del Apocalipsis en las pinturas de Van der Weyden y en Van der Goes, son idénticas a las que avanzan por las escenas bélicas de Otto Dix, análogas a las que cruzan el resplandor insufrible de Zdzislaw Beksinski. Gritos que se ahogan en la incandescencia, que se apagan, aciagos, en los versos infernales de John Milton, en los de El Mesías, de Friedrich Gottlieb Klopstock.

La literatura de Occidente, consustancial al malestar de su devenir, no ha dejado de expresar la conmoción sentida ante la cercanía de la muerte ni de evidenciar el extraño aunque proverbial culto a la angustia, que actúa como espejo de un espíritu que tiende con una facilidad suma al nihilismo. Por mucho que el Purgatorio haya sido evocado de continuo por los poetas y entendido como una vía de salvación; por más que el benigno cielo del Paraíso sea cantado en muchos versos luminosos e imitado en los siglos, y se conciban, el primero como senda de purificación, y el segundo como culmen, el eterno retorno nos conduce siempre, de manera indefectible, a recorrer, sometidos, los tres reinos ultramundanos que parten del primordial infierno, que es el estado natural de una conciencia que se reconoce, sobre todo, en la caída.

El abismo, el fragor, la tentación. Orfeo se adentra en el pavoroso Hades; Empédocles se arroja al fuego del Etna; Virgilio desciende al infierno; Jesús camina por la lóbrega estancia; san Pablo contempla el inframundo ígneo. El Infierno dantesco arde en Geoffrey Chaucer; turba a los desnortados que caminan a tientas por el Laberinto de Fortuna, de Juan de Mena; aturde a Francisco de Quevedo, que cruza el Sueño del Infierno; inspira al visionario William Blake, que lo plasma en sus aguafuertes y en El matrimonio del Cielo y el Infierno.

La impronta de Dante ha abierto paso a una genealogía de desesperados. Las llamaradas de su infierno arden en Chaucer, Quevedo, Blake, Dostoyevski, Poe, Baudelaire, Céline, Bernhard, T. S Eliot…

La impronta de Dante Alighieri, ciertamente, ha abierto paso a una genealogía de desesperados. Algunos personajes de Fiodor Dostoyevski viven como ardientes subsuelos. Las llamaradas del castigo están en Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, en Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. Alumbran las escenas atormentadas de Gottfried Benn, dan pie a las desgarraduras de Louis-Ferdinand Céline, al paroxismo de ciertas páginas de Thomas Bernhard, unas mentes todas ellas que recorren una y otra vez las tierras devastadas de ese extenso baldío de T. S. Eliot, cuyo poema acoge dos versos del tercer Canto del Infierno. Los hace suyos.

Ernst Jünger, con razón, señalaba que en el ascenso la palabra fracasa. El porqué, ya lo sabemos. La concordia, entre nosotros, no tiene prestigio. Es nuestra atracción por la complejidad y las sendas tortuosas lo que nos empuja. Borges lo asintió en los Nueve ensayos dantescos; lo señaló, también, en uno de los capítulos de El hacedor, "Infierno I, 32": En un sueño, Dios declara a Dante el cometido de su existencia y su tarea. El poeta, aliviado, incluso llega a bendecir “sus amarguras”.

Al despertar, sin embargo, siente una interminable pérdida. Es el sentimiento trágico que nos acompaña: el sabernos abandonados a la suerte de un destino que, paradójicamente, conocemos bien. El común, el previsible. Dante muere en Rávena, dice Jorge Luis Borges, “tan injustificado y tan solo como cualquier hombre”. Así también nosotros.

VIDA Y OBRA DE DANTE

1265. Se desconoce la fecha exacta de su nacimiento aunque fue en Florencia, hacia 1265, y hay quien apunta como fecha el 29 de mayo.

1274. Primer encuentro con Beatriz Portinari, dama florentina de la que se enamora y a la que idealiza en su Vida Nueva y en la Divina Comedia.

1285. Se casa con Gemma Donati. Cursa estudios en la Universidad de Bolonia.

1289. Toma parte en la batalla de Campaldino durante la guerra entre Florencia y Arezzo, y contribuye así a la victoria de los florentinos.

1290. Muere Beatriz.

1293. Acaba Vida Nueva.

1294. Es uno de los caballeros que escoltan a Carlos Martel de Anjou-Sicilia, nieto de Carlos I de Sicilia, durante su estancia en Florencia.

1301. Su facción política, los guelfos “blancos”, es derrotada y Dante, condenado al exilio.

1302-1307. Escribe El convite y Sobre la lengua vulgar, en defensa de la utilización de la lengua vernácula.

1308. Empieza a componer la Divina Comedia.

1312. Escribe el Infierno.

1315. Redacta el Purgatorio.

1318. Refugiado en la corte de Guido de Polenta, en Rávena, termina el tratado De la monarquía.

1321. Termina el Paraíso. El 14 de septiembre muere en Rávena, a los cincuenta y seis años, quizás por la malaria, cuando regresaba de una misión diplomática en Venecia.