Las dos biografías que tengo a mano sobre Ramón María del Valle-Inclán advierten la circunstancia de que, pese a haber nacido, el escritor, en la misma costa de Pontevedra, apenas tuvo ojos, en la literatura de su ciclo galaico, para el mar. La Galicia de Valle, nacido en Villanueva de Arousa, en la Comarca de Salnés, junto a una ría, es más bien una Galicia interior. Esto es cierto en general, aunque también matizable: se me ocurre que una de las escenas más impresionantes del Valle céltico y legendario sucede, precisamente, en un arenal abierto al Atlántico. Se trata, por lo demás, de una playa exorcista. Así, el océano gallego, tenebroso y elemental, aparece, en la literatura de Valle, para sacar el demonio y volverse a ir. Y, por cierto, que el buen lector me perdone al relacionar un tema esencialmente jovial como la playa con el oscuro Belcebú, y con los rituales para poseídos, pero que no se le ocurra pensar que este asunto es impropio de las páginas de El Cultural: traigo un precedente excelso.
En las páginas del viejo Los Lunes de El Imparcial se escribió ya sobre playas exorcistas, sin ir más lejos. En el texto de un número septembrino de 1904 de este suplemento literario (publicación esencial de nuestra Edad de Plata) encontramos una playa exorcista como la copa de un pino. El artículo que versa sobre ella, asilvestrado y terrible, se titula 'Santa Baya de Cristalmide'. Tal es mi precedente. Su autor, un joven Valle que había publicado ya tres Sonatas, comienza de esta manera su breve texto de satanismo marino:
“Doña Micaela de Ponte y Andrade, hermana de mi abuelo, tenía los demonios en el cuerpo, y como los exorcismos no bastaban a curarla, decidióse en consejo de familia, que presidió el abad de Brandeso, llevarla a la romería de Santa Baya de Cristalmide”.
Después, se cuenta, el narrador mismo y un criado viejo escoltaron a la tía abuela, afectada por el mal del Gran Satán, a la mentada ermita, “a la media noche, que es cuando se celebra la misa de las endemoniadas”. Valle reutilizaría enseguida este artículo en su novela Flor de santidad. Historia milenaria, que apareció ese mismo otoño de 1904. El resultado de esta reutilización, el desenlace de Flor de santidad, cuasi operística apoteosis donde tiene lugar la misa y el ritual de exorcismo de playa, es una de las escenas más impresionantes de la literatura del 98. El mar, por tanto, aparece en Valle de manera puntual, pero, ciertamente, para presidir una escena inolvidable que cierra una inolvidable novela: dediquemos unas líneas a esa escena playera de Flor de santidad, obra maestra injustamente eclipsada por otros títulos modernistas y galaicos del autor. Leemos:
“Santa Baya de Cristalmide está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama”, escribe. Vayamos hacia la última loma, siguiendo el bramido del mar, de la mano de la pobre Ádega, la heroína, la visionaria, a quien debo presentar cuanto antes.
La pastorcilla de Marte
En la novela que nos ocupa, la poseída no es una tía abuela, sino la rubia y desequilibrada rapaza Ádega, que perdió a sus padres en el Año del Hambre. Comenzamos la historia milenaria con los pastoreos de la huérfana, en los despoblados de la Galicia campesina, entre grandes piedras que el autor llama “célticas”. El Atlántico, no lo olvidamos, nos espera desde el inicio, es un continuo presentimiento. Escribe Valle: “oíase bravío y ululante el mar lejano, como si fuese un lobo hambriento escondido en los pinares”. El dominio acuático, el océano tremebundo y emocional, permanece latente en el curso del relato y se descubrirá sólo al final. Pero sigamos con la historia de Ádega y su peripecia en Flor de santidad, la cuarta novela de Valle.
La obra dividida en cinco partes o “estancias”, cuenta, ambiguamente y a modo de opaca leyenda, las peripecias de aquella sierva hipersensible e inocentona que pensaba que iba a tener un hijo de Jesucristo pero que, en realidad, estaba preñada de un peregrino mendicante. Ádega, la pobrecita, huirá de una primera venta, donde desempeña la labor de pastora, y terminará laborando en la servidumbre del Pazo de Brandeso (lugar esencial dentro del universo de Valle). En este último palacio, advierten sus compañeros en las palabras de Ádega la locura de los poseídos. Se consulta, por tanto, al abad. Éste “resolvió que aquella rapaza tenía el mal cativo”. La pobre Ádega veía en torno los ojos del mismísimo Satán.
Por cierto, he encontrado en una novela playera, gallega y muy bien temperada, de nuestros días, una especie de pariente literaria de esa pobre chiflada de Ádega, una versión moderna, de los años 90 del siglo XX. Me refiero a Miss Marte o Mai Lavinia, del relato Miss Marte, de Manuel Jabois. Por cierto, Valle podría haber titulado su historia simplemente como Ádega (de hecho, la novela proviene de la fusión de unos cuantos relatos: tres de ellos se titulaban Ádega (Historia milenaria) o Ádega (Cuento bizantino)).
He pensado en la Ádega valleinclaniana, por ejemplo, cuando el también pontevedrés Jabois escribe que acontecía, entre la gente de la aldea de la Costa da Morte en la que tiene lugar la acción, “como si la mente estropeada de Mai Lavinia fuese una atracción de feria en la que descubrir emociones intensas, no todas ellas buenas, pero emociones al fin y al cabo, que terminan cuando uno se baja de ella”. En Flor de santidad, los campesinos de Valle escuchan las locuras de la huérfana marciana con el aire medroso y fascinado de los niños chicos.
En su relato de investigación cuenta Jabois cómo se construye, en torno a su marciana Lavinia, una bella y siniestra leyenda. La Ádega de Jabois, la malpocada Miss Marte, alimenta, con su historia, con sus desarreglos mentales y con la criatura que lleva con ella un espíritu como de cuento, efectivamente. Lo mismo pasa con la Ádega de Valle: los labriegos que la escuchan se fascinan. A veces se santiguan. “¡Tú tienes el mal cativo, rapaza!”, le dice una; otro circunstante de la visionaria exclama: “¡Muy bien pudo ser aparición de milagro!”. Además, tanto la marciana de Jabois, como la marciana pastora que nos ocupa, encuentran su destino en el mar, en una playa fundamental. Pero, ¡por santa Baya!, centrémonos, de una vez por todas, en Flor de santidad y sólo en Flor de santidad.
Santa Baya de La Lanzada y el ritual de las olas
Como pasaba con la presunta tía abuela de Valle, en el artículo mencionado, a la ficticia Ádega se le acabará diagnosticando el ramo cativo: se considera necesario en el Pazo llevarla a la misa nocturna de las endemoniadas. Allí, junto a un arenal, con el ulular del mar, se concitan mendicantes que acuden a rezar a la santa y a asistir, o participar, en el ritual de las nueve olas marinas:
“Todos los años acuden a su fiesta [de Santa Baya de Cristalmide] muchos devotos. La ermita, situada en lo alto, tiene un esquilón que se toca con una cadena. El tejado es de losas, y bien pudiera ser de oro si la santa quisiera”.
Al viajero valleinclaniano que busque en la Comarca de Salnés la ermita que responda al nombre de Santa Baya de Cristalmide, se le avisa desde aquí que no la encontrará. La abundante toponimia, precisa pero imprecisa, similar pero siempre cambiada y fantaseada, de la obra gallega de Valle ha excitado a los eruditos ansiosos de conocer los modelos originales de las aldeas, templos, pazos, ferias, puentes y espacios de aquellas ficciones. Pues bien, aunque hay espacio para especular sobre la topografía valleinclaniana del ciclo gallego, parece que sí sabemos, con seguridad, en qué ermita se basa para la conclusión marino-satánica de Flor de santidad: Nuestra Señora de la Lanzada, junto a la Playa de la Lanzada, en Sangenjo, Pontevedra. Así pues, el viajero filólogo que busque la ermita de las posesiones infernales de playa debería quedarse con este nombre. Al segundo genio manco de las letras españolas le debió de impresionar no sólo el enclave, azotado por el mar, sino cierto ritual.
Se trata del ritual de la fertilidad, que se celebraba después de la romería de la Virgen de la Lanzada. Tenía lugar, según un erudito consultado, el día de San Juan, y según otro, a fines de agosto. ¡Que no nos despisten estas pequeñeces! En la noche correcta (sea junio o agosto), tras la misa, las mujeres que pretendían quedarse encintas descendían a pie al conjunto rocoso que hay, al parecer, en la rompiente de la ermita, en la Playa de la Lanzada. Allí, cara al mar, habían de recibir, las ansiosas de progenie, nueve olas, ni más ni menos. Las ondas marinas debían pasar por encima de los cuerpos erguidos y azotar los vientres femeninos. Valle transformó esto, tan vistoso, en la que es su gran escena marina gallega (superior a unos pasajes interesantes de Romance de lobos) y, de paso, en su gran escena satanista (sólo disputable por su relato “Mi hermana Antonia”). Leamos algunas de esas líneas nocturnales de Flor de santidad:
“Terminada la misa, todas las posesas del mal espíritu son despojadas de sus ropas y conducidas al mar, envueltas en lienzos blancos. Ádega llora vergonzosa, pero acata humilde cuanto la dueña dispone. […] La ola negra y bordeada de espumas se levanta para tragarlas y sube por la playa, y se despeña sobre aquellas cabezas greñudas y aquellos hombros tiritantes. El pálido pecado de la carne se estremece, y las bocas sacrílegas escupen el agua salada del mar. […] Prestes y monagos recitan sus latines, y las endemoniadas, entre las espumas de una ola, claman, blasfemas:
-¡Santa, tiñosa!
-¡Santa, rabuda!
-¡Santa, salida!
-¡Santa, preñada!
Los aldeanos, arrodillados, cuentan las olas. Son siete las que habrá de recibir cada poseída para verse libre de los malos espíritus y salvar su alma de la cárcel oscura del Infierno. ¡Son siete como los pecados del mundo!”
De esta manera, la romería y el ritual fertilizante de las nueve olas de Nuestra Señora de La Lanzada se metamorfosean en el pregnante y psicotrópico ritual exorcista de las siete olas de Santa Baya de Cristalmide. Muchos años después de la novela milenaria, en La lámpara maravillosa, escribirá Valle: “La Tierra de Salnés estaba toda en mi conciencia por la gracia de la visión gozosa y teologal”. La “Tierra”, de acuerdo… ¡aunque también una pequeña porción de su Mar! “Visión teologal”, dice. Está bien… aunque la historia de Ádega, la marciana, tiene su parte de visión satánica. Ádega veía al diablo en sus delirios y éste le asediaba para tocarle los pechos: “Peleaba por poner en ellos la boca, como si fuese una criatura”. ¡Y que nadie me diga que la playas exorcistas son un tema literario impropio de este suplemento, porque ya salió en las páginas de Los Lunes de El Imparcial!