Entre la montaña de novedades literarias de septiembre reclama su espacio un pequeño libro que podría haber quedado fácilmente sepultado entre lo último de Paul Auster, Muñoz Molina, Fernando Aramburu, Ali Smith o Jonathan Franzen, pero lo sorprendente del nombre de su autor y el tema tratado hacen imposible que pase desapercibido. Hablamos de No voy a traicionar a Borges, del expresidente del Gobierno de España José Luis Rodríguez Zapatero (Valladolid, 1960).
“Comparezco ante las lectoras y los lectores de mi escritor predilecto, en tal condición y no en ninguna otra, como uno de ellos”, advierte Zapatero “a quien leyere” en la primera página de este breve ensayo publicado por la editorial Huso.
“Leo y anoto. Y transcribo sin señalar páginas, sin citas al uso, porque no es en absoluto mi intención presentar un trabajo académico. Solo quiero compartir las impresiones, emociones y reflexiones, pues de todo eso hay, que me han deparado las lecturas de los textos de Borges a lo largo de más de cuatro décadas”, afirma el expolítico socialista que dirigió nuestro país entre 2004 y 2011 y que además de hacer carrera en la política española fue profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de León.
Cabe señalar que este no es el primer libro escrito por Rodríguez Zapatero. En 2013 publicó en la editorial Planeta El dilema, 600 páginas en las que explicaba su gestión al frente del Gobierno desde el estallido de la grave crisis económica de 2008.
En su bibliografía figuran también dos conferencias editadas en formato libro, inencontrables en librerías. La primera de ellas, titulada La derrota de la España utópica, la pronunció en la Fundación María Zambrano de Vélez-Málaga y la editó la Diputación de Málaga en 2002; la segunda de ellas, Lo hispano: destino y utopía, la pronunció en el marco de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar y fue publicada por Ediciones Endymion.
A continuación, por cortesía de la editorial Huso, reproducimos un fragmento del primer capítulo de No voy a traicionar a Borges, dedicado a El Aleph.
1. Beatriz Viterbo
“La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación…”
Así comienza El Aleph, el mejor cuento de Borges para mí. Como se conoce, Borges narra en él un episodio que en parte puede ser ficticio y en parte real. Desde la muerte de una mujer a la que el autor habría amado, arranca el cuento con una prosa serena en la
que se sugiere al lector que fue un amor no correspondido (“mi vana devoción la había exasperado”) y que esa muerte le permitía a aquél, aliviándole, consagrarse a la memoria de la amada “sin esperanza, pero también sin humillación”.
A raíz del fallecimiento de Beatriz Viterbo, Borges resuelve visitar la casa de ella en la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, un treinta de abril que era el cumpleaños de Beatriz. Así, de nuevo, vería los retratos de Beatriz. Y Borges la describe así: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oxímoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis…”
Seguramente, un amor indudable, una mitología privada.
A partir de ahí, el cuento gira y se centra en la relación de Borges con Carlos Argentino Daneri sobre prólogos, premios literarios y lectores y de los trabajos de este, una relación recuperada precisamente a partir de la muerte de Beatriz en 1929.
Borges no tenía simpatía por Daneri. Como en otros textos de sus obras, el autor de El Inmortal exhibe su pluma convertida en espada:
“Carlos Argentino es rosado, considerable… Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos… La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema…”
En abril de 1941, Daneri le expone a Borges una vindicación del hombre moderno, tras la cual este nos dice: “Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura…”
Es claro que a nadie le gustaría ser Carlos Argentino Daneri. O, mejor, a nadie le gustaría medirse en duelo verbal con Borges, cuya ironía y armas verbales llevaron a la arena incluso a pesos pesados de la literatura.
Dos domingos después de aquel encuentro entre ambos, Daneri llamó a Borges para tomar un café. Le releyó cuatro o cinco páginas de su poema. Borges pensaba que le iba a pedir que prologase el libro. Temor infundado. Daneri le dijo que se lo pidiera a otro escritor, Álvaro Melia Lafinur. Quedaron el jueves para que Borges le diese una respuesta a Carlos Argentino, pero no le llamó.
A finales de octubre, Daneri llamó a Borges alarmado porque iban a tirar la casa. Y aquí gira el cuento hacia una de las ficciones más memorables de la historia de la literatura. La angustia de Daneri se debía, ante todo, a que necesitaba el Aleph para concluir el poema. Y aclaró que el Aleph era el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe.
Borges pensó que Daneri era un loco y escribió: “La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente siempre nos habíamos detestado”.
Borges va a ver el Aleph, en la calle Garay, en la casa de Beatriz:
… Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (mas intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura, me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo. Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.
Este párrafo, tan intenso en expresión de amor, y el final del cuento sustentan mi percepción sobre El Aleph, a la que enseguida me referiré.
Pero volvamos al cuento. Borges baja al sótano de la casa y ve el Aleph. A partir de ahí, describe una pequeña esfera tornasolada, de un intolerable fulgor: “El espacio cósmico estaba ahí…”, a pesar de que el diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros. Borges narra el universo, el infinito, en sugerente lista de cosas y sensaciones.
Borges sale de la casa y “en la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido”.
Me trabajó otra vez el olvido. Es la belleza de la literatura lo que está detrás de la precisión.
El cuento camina hacia el final, con un nuevo giro. A modo de posdata fechada el primero de marzo de 1943, Borges nos informa de la demolición de la casa de Beatriz y del premio literario recibido por Daneri (con una clara puesta en cuestión de los premios, incluido el Nobel, por supuesto).
Y añade dos observaciones: una sobre el nombre del Aleph y una segunda de mayor interés sobre su autenticidad. Borges cree que hay o que hubo otro Aleph: “Yo creo que el Aleph de la calle Garay era un un falso Aleph”. Y da una serie de referencias que culminan la capacidad de invención del escritor argentino. El Aleph o ese Aleph era falso. Borges nos mantiene entre el asombro, la expectación y la sorpresa.
Hay miles de páginas publicadas sobre este cuento. Absurdo sería intentar aproximarse a los análisis sobre esta joya literaria. Borges demostró en este cuento su maestría imaginando y su destreza y originalidad escribiendo. La adjetivación que contiene el texto es una exhibición de su portentosa capacidad de elegir epítetos.
Con todo, me tomaré la licencia de sugerir una visión propia. El Aleph es un cuento de amor. Borges vuelca palabras tan intensas, tan hondas, tan sentidas sobre Beatriz Viterbo que es lógico pensar que Beatriz Viterbo fuera alguien real, no sabemos si es Estela Canto, a quien dedica el cuento u otra mujer. Lo que sí quiero destacar es que el Aleph estaba en casa de Beatriz (“soy yo, soy Borges”). Borges vio el universo infinito, pero tras algunas noches de insomnio se olvidó rápidamente de él. La última palabra del cuento es Beatriz. El Aleph era Beatriz. Beatriz Viterbo. Solo el amor puede imponerse al Universo.