En un giro narrativo que bebe de su faceta periodística, David Trueba (Madrid, 1969) ha compuesto con Queridos niños una historia que repasa la política nacional desde una perspectiva no sé si decir pesimista o negra, casi siempre cómica, muy accesible. Su protagonista y narrador (que se dirige a una segunda persona, matiz justificado y logrado) es un periodista, escritor y empresario obeso, Basilio, que se identifica a sí mismo como liberal aunque a menudo parezca que su ideología es, más bien, el cinismo. Basilio acepta el encargo de colaborar en la campaña a la presidencia del Gobierno de Amelia Tomás, una candidata improbable: catedrática de historia, sin experiencia de gestión ni cadáveres en el armario, pragmática, comunicadora de la vieja escuela (es decir, obsoleta).
Queridos niños es algo así como el diario de esa campaña a bordo de un autobús, con una troupe de asesores diversos recorriendo los pueblos de España para llevar la buena nueva de La-Mujer-Que-Necesitamos a los ciudadanos. Precisamente, a estos últimos se refiere el título, puesto que Basilio nos califica a todos de críos ingenuos a quienes hay que vender la piruleta electoral mediante técnicas pavlovianas. ¡La política es muy mala, amigos!
No hay comentario más plano por parte de un crítico literario que el de afearle a un libro que sea demasiado largo: ¡ni que fuéramos tenderos! Sin embargo, allá voy: creo de verdad que Queridos niños calcula mal las posibilidades de sostener su juego durante cuatrocientas cincuenta páginas. Su fuerte son los golpes de ingenio a costa de una tristísima cultura política del espectáculo, y en este sentido tiene toques brillantes: por ejemplo, esa anciana que fallece intentando hinchar un globo con el logotipo del partido, un hallazgo tan exacto que me provocó ganas de levantarme y aplaudir. Pero los arcos narrativos que se desarrollan de fondo tienen un interés más bien funcional, discreto, y no logran evitar que a partir de cierto punto se imponga una sensación acumulativa.
Trueba escribe con agilidad y regala apuntes curiosos, de modo que el libro no deja de entretener; pero su punch va decayendo. Por lo demás, lo cierto es que nunca su autor me ha gustado más que en la breve y emocionante Blitz, una novela que, por cierto, contenía una escena de sexo muy bien escrita, algo que no sé si diría de la que nos ofrece Queridos niños.
Trueba escribe con agilidad y regala apuntes curiosos, de modo que el libro no deja de entretener; pero su 'punch' va decayendo
Hay otro aspecto que cabría debatir, y es el grado de incomodidad que esta escritura provoca en el lector. Veamos: el propio Basilio comenta, en tono crítico, que “la ficción contemporánea de éxito tiene que fomentar ese equilibrio estudiado de contentar los prejuicios de unos y otros y no retar ninguna inteligencia por pequeña que sea”. La cita me parece importante cuando tratamos de un libro cuyo narrador defiende una ideología distinta a la del autor y a la de una mayoría de sus lectores fieles. ¿Desafía sus prejuicios este libro? David Trueba matiza bien al protagonista, le concede el beneficio de la lucidez y lo dota de tradición intelectual, talento y gracia para el vituperio y los apodos sangrantes (una virtud, por cierto, que permite al autor abstenerse de llamar al PP, PP; al PSOE, PSOE; etcétera. Supongo que es un trampantojo necesario por razones extraliterarias, pero qué pena). Es decir, que su apuesta es seria y bastante lograda.
Sin embargo, en última instancia, todo lo que Queridos niños dice sobre la vida política y mediática española o los juegos bajo mesa del poder es sabido, admitido, coreado y repetido por cualquier votante informado, y el resultado, más que incomodar, nos confirma en un escepticismo casi, casi hogareño. Así que tengo mis dudas. Ah, y un comentario aparte, favorable al libro: es curioso que la media docena de referentes reales que uno puede intuir detrás del personaje de Basilio sean presencias mediáticas más exageradas, fantásticas y desmelenadas que su equivalente ficticio.
El final abierto de Queridos niños, triste, un poco derrotado, presagia la vuelta a empezar (¡una vez más!) del bucle político que hermana virtud pública con mezquindad privada, y al revés. También eso lo sabemos, y la última página lo registra con elegancia.