Poesía esencial

Mircea Cartarescu

Traducción y edición de Marian Ochoa y Eta Hrubaru. Impedimenta. Madrid, 2021. 520 páginas. 24,90 €

En la oscuridad de la dictadura de Nicolae Ceaucescu, a finales de la década de los setenta, un grupo de jóvenes se unen en el Cenáculo del Lunes, uno de ellos, Mircea Cartarescu, nacido en 1956 en Bucarest, “la ciudad más triste del mundo”, como se ha referido a ella en su obra, iba a ser una figura central en la literatura rumana y global. Hoy, y ya hace tiempo, es uno de los escritores más interesantes de la literatura contemporánea, como ponen de manifiesto las traducciones de sus libros a numerosas lenguas, la acogida entusiasta de la crítica internacional y los premios que se le han concedido. Además de, por repetir lo que es ya un cliché, ser candidato recurrente al Nobel.

Como bien sabe el lector, Cartarescu es, además de un extraordinario narrador y un brillante ensayista sobre cuestiones literarias, poeta, y poeta de excelencia. En nuestro idioma, la editorial Impedimenta ha publicado buena parte de sus libros y ahora hace lo propio con el presente volumen, que reúne una extensa colección de la obra poética del autor publicada entre 1980 y 2010. Una selección, se advierte, en la que “se han atendido las sugerencias del autor”. Como dice el título: esencial.

Aquellos jóvenes escritores de los alrededores de 1980, lo que se dio en llamar la Generación de los Blue Jeans, habían dado la espalda a la insoportable realidad rumana y encontraron en los poetas de la Generación Beat modelos para expresar su rebeldía. De hecho, no son pocas las ocasiones en que los lemas y versos de estos autores aparecen o se transparentan en los poemas de Cartarescu. Las canciones de los Beatles o Bob Dylan, a quien por cierto ha traducido, eran otros cantos liberadores e inspiradores. El “Howl” de Ginsberg es una referencia inexcusable y también su modo torrencial de decir que deja atrás las prescripciones de la versificación, lo que le lleva en ocasiones a versos larguísimos que ocupan, línea tras línea, toda una página, sin que ello impida que en otros textos haga suyos los metros clásicos.

Su modo de decir, un rapto que apunta tanto a los místicos como a los surrealistas, es el de un visionario que, rozando lo incomprensible y aun lo imposible

Señalar esto no es un mero detalle, sino que sirve para anotar uno de los rasgos esenciales de la poética de Cartarescu. Si el poeta griego hacía suya en su voz la de un ente divino abandonándose a sí mismo, no sucede algo muy distinto en el poeta rumano. Como él mismo ha explicado en diferentes ocasiones, al escribir entra en una especie de trance, sus palabras, procedentes de los campos léxicos más diversos –los términos científicos son frecuentes y se insertan con una extraña naturalidad–, fluyen como cataratas nombrando el presente y el pasado, lo íntimo y lo colectivo.

Nada se diría, queda fuera. Este modo de decir, un rapto que apunta tanto a los místicos como a los surrealistas, es en definitiva el de un visionario que, rozando lo incomprensible y aun lo imposible. “He visto mi muerte deslumbrante / en brazos de mi madre”, expresa con fuerza de verdad la realidad, por mucho que esa realidad sea una realidad creada por las palabras. Como ha dicho en una entrevista, “la realidad es tan solo uno de los sueños”. Así, cabe hablar de una escritura onírica y de una lectura que habría que calificar de hipnótica.

A las lecturas señaladas, que de un modo u otro se manifiestan en su escritura, se suman muchas otras: Kafka, Raymond Roussel, Ernesto Sábato, Cortázar, Thomas Pynchon y tantos otros, sin que se renuncie, sino todo lo contrario, a la tradición. Cómo recuerda a Catulo el final de su poema “Poseías toda clase de objetos eléctricos”: “¡bestia, pecosa y golfa, / velo sobre mandíbulas de hojalata, / lerda!”. No puede pasarse por alto, por poner un caso muy significativo, que el excelente poema “La caída”, del primero de sus libros, Faros, escaparates, fotografías (1980), dice al principio de su sección I: “Lira de oro, mueve tus alas / hasta que yo acabe este canto”.

Cartarescu da luz a la realidad del mundo contemporáneo y la poesía. Al leer estos poemas parece como que nada se podría haber dicho de otro modo

Es el conocido tópico clásico de la invocación a la musa y es relevante que esa sección se cierre con las palabras “la bellísima urna griega”, enmarcando así sus versos con un gesto que está declarando cómo la literatura no puede ser sino la heredera de lo anterior, la supervivencia de lo antiguo en lo nuevo —y la obra de Cartarescu lo es— haciéndolo suyo. Como ocurre en la poesía de Ezra Pound, a quien también se nombra, la idea de tradición no se circunscribe a una lengua o una cultura, sino que aspira a la universalidad. En sus poemas, todo se presta a esta mirada.

¿Es esta una voz alucinada? Hay que responder que sí, pero en cuanto tal es una voz que deslumbra con su iluminación y da luz. Da a luz a la realidad del mundo contemporáneo y de la poesía. Al leer estos poemas parece como que nada se podría haber dicho de otro modo.

ELEGÍA. SEGÚN CATULO

vendrá la muerte. los tallos ennegrecerán.

las fotografías conservarán una respiración negra.

las aguas se extenderán sobre los cuerpos de los insectos.

el segundero del reloj se retorcerá como una uña

sobre el pezón.

ojo de cristal, qué harás sin un lugar

para hacer el amor, porque solo las piedras

dejarán que las nubes se hinchen y estallen

en sudor negro sobre un rostro callado.

nos dispersaremos, amor, en la oscuridad del manómetro

y de la ballesta de aluminio, en un estrato donde los peces

abren su boca sedienta hacia el agua remachada

con pernos y viento.

reiremos en negro entre los dedos llenos de labios

cuando nos arranquen la aguja y la piel de las mejillas

y amarnos no podremos, separados

por la manta de barrotes. ¿qué haremos

allí en el aliento de los carburadores de acetileno

bajo una sangre oscurecida

por los reflectores negros de los fósiles?

las fotografías abrirán con lentitud los pétalos

al viento que esparce en los raíles del tranvía

nieve y órganos desperdigados.

SE ACABÓ EL AMOR

80-81, un invierno miserable

un engrudo de cafés, mecheros, «dire straits», cenáculos, vasos

y por la noche una ciénaga de gelatina dolorosa: rostros, muslos y cháchara

y a veces un vistazo por la ventana, al tráfico que avanza despacio por la nieve.

¡pero ya está aquí el sol! ¿será que la primavera nos ha comprendido?

brillan los cristales del mercado de bucur obor, y la calle colentina es amarilla

el asfalto apesta más seductor que nunca a renacuajos, hay arcoíris en la gasolina,

hay sardinas albanesas en aceite, y mujeres y estudiantes

contemplan con desprecio el escaparate de la ferretería.

más arriba los árboles han brotado en los patios

las señales de tráfico parecen ahora periódicos doblados

como palomas de óxido. y el poderoso sol que ilumina

tantas fábricas, torres de agua, escuelas, el cementerio

—¿yo? participo yo también de la alegría general.

mira cómo: me he bajado del 109 una parada antes

y he echado a andar por la hierba del arcén.

los autobasculantes, los tráileres, los camiones rugían con sus cartolas

para arriba y para abajo, acarreando tubos, sacos y morteros

los tranvías se deslizaban como en un sueño…

así que me he sentado en la cuneta y he contemplado la hierba deslumbrante.

mira, una abeja revolcándose en el polvo.

el envoltorio de un caramelo de café con leche

un escarabajo con un ala rota huye cojeando. cuántas cosas suceden

en la raíz de una brizna de hierba, estremecida

por la brisa de aire cálido que sopla desde las ventanas de la fábrica de alambre.

un cielo azul, sol, sombras enredadas, ruido de tubos de escape

dorados raíles de tranvía, hierba verde, lombrices, escarabajos…

¿habrían deseado más Tao y Boddhisattva?

La colina ascendía suavemente con postes, casas, limusinas, carretera y todo, ya no amaba a nadie…

al final me he levantado porque unos querían aparcar un camión me he quedado a mirar:

—¡arrímate más! dale, dale, dale, dale…

un poco más… más, más, más, más, más, más, más…

¡para! un poco más a la izquierda… ¡así!

dale un poco… un poco, un poco, un poco más…

¡baaasta!

¡stop!

ya está.

el sol flotaba en las alturas.

OTOÑO CON LUNA AÑOS 60

Otoño con luna

cuando llevas sobre el jersey un jamás forrado con siempre

cuando sabes que ya has amado y que volverás a amar

entre taxis irreales

Otoño con luna

cuando las cabinas telefónicas centellean

cuando sabes que nada perduran

cuando incluso los escaparates ganguean

y su voz tiembla y los juegos de porcelana se hacen añicos.

Otoño de cristal

cuando los magnetófonos se hacen añicos

cuando las batidoras de plástico palidecen

cuando la aspiradora tiene un sudor frío

cuando la caja de los destornilladores se carcajea

cuando la lavadora de ojo redondo

y el coñac de cuatro estrellas

amarillean y caen de la rama de mi mente

y el otoño de vermú se cree joven a veces...

Nosotros ya no nos querremos.

No nos alegrará ya vernos las caras, la risa.

Nosotros no nos casaremos,

no tendremos hijos

y no envejeceremos juntos.

Lo veo todo tan claro ahora.

Y nuestras vidas no serán largas

sino breves, caóticas.

Día, noche, día, noche, día, noche

agosto, diciembre, abril...

Otoño con luna

me gustaría tanto que estuviéramos ahora juntos

y mirar escaparates juntos

contar los taxis juntos

y que nos nevaran hojas amarillentas.

OH, NATALIE…

Cuando era mucho más joven me enamoré de Natalie Wood

(todavía hoy pienso que de todas las actrices

ella es la que más merece mi amor)

Me pongo buena nota

por no haberme encaprichado de B.B. o, válgame Dios, de Marilyn,

no me sucedió algo tan vergonzoso.

Pero Natalie Wood es muy respetable.

Yo amaba a Natalie Wood,

por las tardes paseábamos por Tunari-Dorobanţi-Dionisie Lupu,

la abrazaba por el hombro y ella se abrazaba a mi cintura

sobre todo en otoño era realmente bonito.

No le importaba que yo llevara el uniforme del liceo.

«Mircea, me decía, Mircea,

eres maravilloso,

eres todo lo que una intelectual podría desear.»

«También tú, gatita, eres maravillosa.»

Caminábamos entre hojas marchitas, nadie nos comprendía,

éramos demasiado sensibles, demasiado distintos…

«Natalie, le decía,

oh, Natalie, Natalie, Natalie,

qué nombre tan bonito… sabes, Natalie,

todavía no soy nada,

tú ya eres famosa, tienes una filmografía detrás,

pero trabajaré, Natalie, ya verás,

ganaré dinero…»

Y las tardes de otoño eran tan tristes

y los ojos de mi amada tan profundos…

Luego comenzó a neviscar

y los tranvías lanzaban chispazos verdes al tocar los cables húmedos

pasaron los años,

conocí la gloria, tenía dinero y mujeres

había publicado en París y en Chicago

iba al «Cantemir» solo por costumbre, por razones sentimentales.

Por las tardes me esperaba Natalie

a la puerta del liceo, en su minúsculo Porsche,

en él paseábamos lentamente por la calle del Profeta, por cabo Troncea

y de nuevo por la de Futuro.

Recuerdo que una noche

detuvo el coche junto a la acera

encendió un cigarrillo en la oscuridad y con su voz sensual

(aunque ronca y apenada entonces)

me confesó que me había engañado con un hombre. «Mircea, tenía,

tenía que decírtelo,

no habríamos podido continuar así. Sabes,

no deseé ni por un instante acostarme con Robert

pero es tan pesado… los rubios estos son tremendos…

pero créeme, Mircea, créeme, tú sigues siendo el mejor…»

La perdoné.

Lo que no perdonas a una depravada

se lo perdonas a una mujer superior.

«Engáñame con tus actos, no con tu pensamiento» le dije tan solo.

Luego me fui a la mili.

A Cristi Teodorescu lo visitaba casi todas las semanas Daniela.

Mera lo visitaba su actual esposa.

Incluso a Romulus lo visitó una vez alguien. Natalie no me visitó nunca.

Los domingos me quedaba como un tonto en la garita de guardias

y contemplaba cómo los demás besaban a sus novias,

cómo entrelazaban sus manitas sobre la mesa…

Cuando limpiábamos las armas yo leía «Cinema» a escondidas,

recortaba todo lo que hablara de ella, de Ella.

Durante diez años no supe nada de ella. La vida nos separó.

Hasta que, hace una semana, buscando cintas de magnetófono

¿a quién veo en «El disco de cristal», junto a Lipscani?

¡Natalie, Natalie estaba de nuevo en Rumanía!

Pero qué envejecida… No quise decirle nada

y me fui antes de que me viera (fuera la esperaba

el insulso de Redford con el Cadillac)

No, las sopas recalentadas son sosas.

No, Natalie,

has elegido, ahora sigue tu camino.

Y, sin embargo, ¿por qué, cuando volví a casa,

las diecisiete habitaciones me parecieron vacías?

A través de la ventana helada contemplé largo rato la piscina

en la que flotaba una hoja muerta…