Desde el número de césares hasta el verdadero rostro de los emperadores, todo es difuso en la historia de Roma que ha llegado hasta nosotros. También en cómo a lo largo de los siglos, desde que Cayo Suetonio Tranquilo los inmortalizase en su Historia, han sido representados estos semidioses y símbolos de la magnificencia y del poder, unas veces para glorificarlos sirviendo como ejemplo, y otras para demonizarlos resaltando sus más vituperables vicios y atrocidades.
“La historia de las imágenes de los césares, incluso en la antigüedad, es la historia de la construcción de identidades cambiantes, de identificaciones erróneas involuntarias o intencionadas: de Calígulas reconvertidos en Claudios, de Vespasiano mezclado con su hijo Tito, del rostro de Vitelio sustituyendo al de un corpulento trinchador en la Última Cena (de Veronés) o, en el caso de las Tazas Aldobrandini, de la figura de Domiciano enroscada en el plato equivocado presidiendo las escenas de la vida de Tiberio”, escribe Mary Beard (Much Wenlock, Shropshire, 1955) en esta sugestiva, divertida y documentada historia de los personajes a los que da vida actual en su obra. Tuvimos el gusto de escucharla, además, en una conferencia que dio en el Museo del Prado hace unos días.
Beard, catedrática de Clásicas en el Newnham College de Cambridge, ha puesto Roma, su historia, sus emperadores y el mundo antiguo de moda. Y patas arriba. Nada es lo que parece. La representación del poder es como la “donna” en la ópera Rigoletto de Giuseppe Verdi: “mobile”, o sea cambiante, insegura. Las cabezas de los emperadores son intercambiables, incluso por otras más modernas si eso se hace coincidir con la magnificencia que se intenta representar, como ocurrió con la cabeza retrato de Alejandro Farnesio, del escultor Ippolito Buzzi (m. 1634), que fue insertada en el cuerpo de tamaño natural de una estatua que podría haber pertenecido a Julio César. Pues todo sirve para ensalzar el poder.
Mary Beard ha puesto roma, su historia, sus emperadores y el mundo antiguo de moda. Y patas arriba, pues nada es lo que parece
¡Qué libro más entretenido nos ha ofrecido Beard! Doce césares. La representación del poder desde el mundo antiguo se lee de un tirón, amenizado por un espléndido aparato fotográfico que sirve de apoyatura a la autora para sus perspicaces —y a veces detectivescos— hallazgos, cargados de ironía y de sentido del humor. Que la historia de Grecia y Roma, en sus múltiples aspectos, nos subyuga, lo demuestra el extraordinario y justificado éxito que ha tenido la obra de Irene Vallejo, El infinito en un junco. Solo —y nada menos— hay que saber contar las historias; y esto es lo que hace, dando a esas historias extraordinaria actualidad, saltando de lo antiguo a lo actual, esta autora.
Por ejemplo cuando nos relata el triste final del sarcófago de Alejandro Severo, emperador a los 13 años, del que Händel compuso una ópera, y que se reservó como lecho mortuorio para el presidente de Estados Unidos Andrew Jackson. Aunque él, con buen criterio, declinó la oferta pues pensó que ser enterrado como un emperador iría en contra de sus arraigados —aunque a veces olvidados— principios republicanos. También relata Beard la divertida historia de la fiesta de las togas que ofreció el presidente Franklin D. Roosvelt en la Casa Blanca para celebrar su 52 cumpleaños, todos disfrazados de impolutas túnicas blancas romanas. Fue una broma irónica que sus amigos le hicieron frente a las acusaciones de que el presidente se estaba convirtiendo en un dictador.
Que los emperadores romanos, esencialmente los doce césares suetonianos —César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Galba, Otón, Vitelio, Vespasiano, Tito y Domiciano— están de moda lo demuestra la cantidad de reproducciones que se siguen haciendo de ellos, desde monedas de chocolate, carteles, cómics o películas, la más icónica y actual: Gladiator. Unas veces se utiliza la historia de esos personajes para ensalzar sus virtudes, aunque casi siempre es para resaltar sus vicios.
Quizás el que se lleva la peor parte es el flácido Vitelio que ha servido de modelo —y lo sigue haciendo, al menos en la academia Peña de la madrileña plaza Mayor— de tantas generaciones de alumnos de dibujo. Vitelio fue todo un compendio de vicios que terminó arrastrado por las calles de Roma y ensartado en un gancho hasta su muerte. Su asesinato sirve como tema para el Prix de Rome del año 1847 que, como escribe la historiadora, “el modo en que murieron los emperadores (excepto uno de los doce, todos asesinados) resultó ser un diagnóstico revelador del régimen en su conjunto”. La razón de elegir ese motivo tan macabro es un misterio todavía hoy. Se dan muchas razones, aunque quizás la más simple es que entre los miembros del jurado seleccionador hubiese algún sadomasoquista redomado. Ese tipo de escenarios se prodigaron a lo largo del siglo XIX. El más paradigmático es, por su parecido con el cuadro de Veronés, Los romanos de la decadencia, también llamado La orgía, de Thomas Couture, igualmente de 1847.
Beard narra cómo desde Suetonio, los doce césares han servido en todos los formatos y modalidades para representar el poder
Uno de los cuadros más representativos para la historiadora es, sin duda, La muerte de Nerón, del pintor ruso Vasily Smirnov, que se conserva en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo, pues le sirve para formularse la pregunta sobre qué ocurre cuando el poder se desvanece. En el lienzo se representa la figura del emperador en un baño de sangre y tres mujeres que serán las encargadas de trasladar el cadáver a la tumba familiar. Cuando el poder se desvanece, nos muestra la obra pictórica, solo quedan tres fieles sirvientes o familiares pues todos los aduladores que hasta poco antes rodeaban al todopoderoso emperador se han ido.
Beard nos narra cómo desde Suetonio, los doce césares han servido a lo largo de los tiempos y en todos los formatos y modalidades para representar el poder. Desde entonces comenzaron a acuñarse monedas con sus imágenes, que son el soporte más fidedigno para reconocer sus auténticos rostros. César fue el emperador que dio nombre a sus sucesores y ese nombre pasó de ser un apellido corriente para convertirse en sinónimo de poder, incluso en los tiempos modernos, como los calificativos de Káiser o de Zar.
Pero he aquí la pregunta que todavía sigue viva: ¿Quién fue Cayo Julio César? ¿Un tirano o un libertador? A lo largo de la historia se han dado muchas respuestas como las de Suetonio o Plutarco o el mismo Shakespeare, quien trata la cuestión con enigmática habilidad. La misma respuesta ambivalente que ofrecen los distintos soportes artísticos, que Beard va sacando a la luz con distintas alternativas: “La mesa de los grandes comandantes” que hizo construir Napoleón, quien también hizo esculpir a Canova a su madre, Madame Mère, copiando la figura de Agripina que hoy se encuentra en los Museos Capitolinos de Roma. O los fascinantes tapices de Enrique VIII de Inglaterra hechos por Van Aelst teniendo en cuenta la Farsalia de Lucano, colgados en el palacio de Hampton Court y cuyo objetivo era reflejar la monarquía moderna en la antigua.
Muchos césares han pasado ahora a convertirse en bustos de estantería, otros tuvieron mejor suerte ya que sirvieron para realzar la monarquía moderna, como los doce de Tiziano que habían pertenecido al primer duque de Mantua, luego adquiridas por Carlos I de Inglaterra y, tras su ejecución, comprados por agentes españoles para la colección del Rey Felipe IV, que terminaron siendo pasto de las llamas en el Alcázar madrileño en la Nochebuena de 1734. Me quedo con esta meditación final de la historiadora: “¿Cómo pueden creer (los reyes) en su excepcionalidad cuando, en el fondo, son seres corrientes, cobardes y llenos de defectos?”